Grito de gloria/X
Capítulo X
Muy temprano, Luis María estiró sus miembros, arreglose las ropas y fuese a la orilla del río.
Había entrado por un sendero estrecho, que al formar con otro, parecido las pinzas de un cangrejo, monte por medio, unía al de éste su extremo junto al borde del río. El sitio era oscuro y ramoso cubierto de breñas y enredaderas silvestres al punto de colgar sobre las aguas todo un cortinado espeso de hojas y de lianas de un verde deslucido y ajado por los primeros hielos. Los pálidos rayos del sol naciente abriéndose paso con dificultad a través de aquel tejido enmarañado sembraban la línea opuesta del cauce de pequeñas placas de oro como si cruzasen por una inmensa sombrilla de filigrana. Las plantas acuáticas unidas en gruesa trenza de una a otra ribera, descendían por grados -como un pie cauteloso- el reducido pero escarpado barranco; hundíanse poco a poco en el río hasta esconderse en su seno, y siguiendo las inflexiones del álveo iban trazando arcadas de esmeralda para perderse al fin en lo turbio, y reaparecer luego en la otra orilla, cuyo tajo a pique escalaban audaces con profusión de hojas y de guías.
El lugar en que se encontraba Luis María era una especie de plano inclinado y sin duda el abrevadero de las bestias montaraces, a juzgar por las múltiples huellas de pies en la tierra, ahora blanda y húmeda. Allí habían recogido agua en sus calderillos o en sus «chifles» los soldados a primera hora, pues podían observarse rastros recientes de planta humana. También ciertos árboles aparecían chapodados por el cuchillo en lo que fueron sus brazos secos y los altos yerbales que crecían a su sombra estaban estrujados por el rastreo de troncos caídos.
A un costado, el boscaje formaba nutrida tapia hojosa, y era como el cancel de un «potrerillo» que se extendía hacia el fondo del monte. Algunas aves salvajes aleteaban, lanzando notas de alboroto en el fondo de la bóveda sombría.
Berón rociose el rostro, inclinado sobre la superficie, después de lavarse las manos, frotándolas con arena fina. Se enjugó con un pañuelo de seda que llevaba al cuello, y que luego puso a orear sobre las matas.
En esta diligencia estaba, cuando voces, para él conocidas se hicieron oír muy cerca, detrás del cortinado del boscaje.
Se hablaba allí con animación, informándose pronto Luis María de lo que se discutía; pues las voces llegaron a intervalos claros y precisos hasta él.
Puso atención. Conversaban Rivera y el jefe de dragones. Un tercero, en quien creyó reconocer a Ladislao por el acento, solía intervenir en el diálogo.
-Yo no sigo con estos pelados -decía Calderón tosiendo bronco, con tono de desprecio-. Si he venido es a su llamado, y creyendo que le sería útil para hacerlos entrar en vereda. Bastaba con un amago de carga, a toque de clarín... Pero veo que V. se encuentra atado por su promesa de correr la caravana; y por lo de Borba. Así mismo pienso que no hay razón. ¡V. ha cedido a la fuerza!...
-La pura verdad, compañero. Fue un retruco de sorpresa, y me pialaron. ¿Qué haría V. si viniendo por el camino, muy confiado, se encuentra en una vuelta con gente que va arreando todo por delante? Hacerse el manso y seguir en lo revuelto, lo mismo que si V. fuese de la laya. De no, ¡ni para hacer el cuento!... Hay que mangonear y resignarse, hasta que aclare. Eso no ha de tardar mucho, a mi parecer. Si los porteños ayudan, la cosa puede pintar; y entonces deje a la breva que madure, siempre con el ojo alerta: si no auxilian la piedra acabará de hacer patitos, y después, ¡al fondo! En este caso cada uno sabrá como fajarse y poner cara de hombre sin pecado.
-Esa conducta trae peligro, comandante. Lecor no ha de ver en nosotros más que traidores, sin que valgan excusas. Lo bueno sería acometerlos desde ahora, atar a los principales, concluir con todo de un golpe: esto afirmaría la reputación y vendría en proyecto seguro. Mi tropa está lista. Los prisioneros son muchos y se armarían sin trabajo con las mismas lanzas y carabinas que los quitaron.
Otro de los allí reunidos, y en cuyo eco Berón reconoció a Ladislao, observó con aplomo:
-Para más seguridad el golpe ha de darse entrada la noche. Yo rondaré junto al fogón del jefe hasta que duerma...
-No estoy conforme -replicó Rivera-. Lavalleja trae hombres duros que no han de dejarse así no más sujetar con «lazo». Hay algunos como toros. Después de eso, lo más acertado es lo que digo: boyar en la corriente hasta ver orilla, en bien de la tierra ¡Quién sabe!... Tal vez sea lo mejor de todo en medio de esta escuridad de cosas y de esta diferencia de opiniones que lo sacan a uno del rumbo. Los jefes dicen que vienen por la unión a los porteños; y los demás afirman que no quieren sino libertad completa, país independiente. Agárreme esa avispa por la cola. ¡El diablo que los entienda! Pero, vuelvo a decir que el asunto es de no exponerse a que lo lleven a uno con los encuentros, y dejar que el tiempo pase; que él ha de establecer si la lengua, para entendernos todos como hermanos ha de ser el portugués o la castilla, y si el gobierno lo ha de formar o no los paisanos. El güevo quiere calor, y recién comienza a sentirse.
A esto, respondió el jefe de dragones bajando el tono.
Fue lo que dijo ininteligible para Luis María. El murmullo de voces siguió un rato largo, sobresaliendo a veces alguna frase o palabra enérgica; y al fin se fue alejando con el ruido de pasos, hasta extinguirse en lo intrincado del monte.
Berón se puso a andar, pensativo, por el tortuoso sendero de la «picada». Sentía una opresión penosa en el pecho y tristeza en el ánimo.
Él había oído bien; no podía haberse equivocado. Primaba en ciertos espíritus la anarquía, el hábito de la licencia, la lógica del cálculo mezquino que suele ocupar en el cerebro el sitio destinado a las convicciones profundas y al ideal patriótico.
Rivera se había mostrado irresoluto; luego razonador, acaso por astucia o por sistema; pero ¡aquel Calderón!... Bien lo había él conocido desde el primer momento que pisó el campo, era un matón con ínfulas de cortesano, adorador de los fuertes. ¡Habría que cuidarse de su roce en los fogones!
Lo que confundía más a Luis María, era la inmixtión de Ladislao en estos manejos, aunque ya estaba él prevenido desde el incidente con el viejo Anacleto y con Cuaró, que había presenciado a la distancia. Sin duda alguna, la antigua relación del «matrero» con Frutos, como él lo llamaba familiarmente, se había reanudado en esos días de un modo estrecho.
Recordaba ahora ciertas salidas furtivas de aquél en el campamento, hacia los vivacs del brigadier; y algunas conversaciones misteriosas con milicianos del escuadrón, a las que no había dado él importancia, y que después de lo que acababa de oír, creaban forma a sus sospechas, descubriendo ante sus ojos las hondas disidencias que se incubaban en el campo por acción corrumpente y serio peligro de la moral de la tropa.
Imponíase la necesidad de seguir los pasos de estos hombres. Respecto a Rivera, el cuidado debía ser menos. Estaba el caudillo vinculado al movimiento por actos graves; cuya responsabilidad no le sería fácil declinar ante un consejo militar; y de otro punto de vista parecía, por su actitud y sus palabras, conformarse al nuevo ambiente, con esa ductilidad de espíritu y carácter maleable que lo singularizaban entre los de su clase. En la marcha cautelosa de zorro y en los zig-zags del ñandú él había tomado norma de experiencia. Sabía como hacer camino, y adaptarse a las inflexiones del terreno, sin despertar desconfianzas ni caer en sus propias celadas. Por otra parte desempeñaba un cargo prominente en la medida de su prestigio, que colmaba su amor propio poniéndolo en condiciones de avanzar, y de elegir partido, cuando el «buthyá» cayese de maduro.
En todo esto pensando, a paso lento por el sendero, interrumpido a trechos por retorcidos gajos de «molles» y «blanquillos» que apartaba con la vaina de la espada, firme en la diestra y apoyada en el hombro, llegó el joven a la zona limpia, dirigiéndose a su vivac.
En el que le seguía, se encontraba ya Ladislao hablando de pie con un soldado del escuadrón. El diálogo fue breve. Enseguida se separaron.
Cuando Ladislao se volvió, encontrose con la mirada fija y penetrante de Luis María, clavada en su rostro con una insistencia desusada.
El «matrero» no se inmutó; saludolo con la mano y se apartó de allí, silbando un «cielito».
El joven siguió con la vista al miliciano con quien había conversado Ladislao.
Aquel atravesó toda la línea de fogones, recostose al monte, montó a caballo y se marchó al trote en dirección al paso.
Entonces Luis María miró en su rededor; y divisando cerca a don Anacleto, que alisaba las crines de su overo, marchó hacia él y le dijo:
-¿Ve V. aquel hombre que va orillando el monte, rumbo al paso?
-Sí, señor.
-Pues va V. a seguirlo, hasta cerciorarse a dónde se dirige; o por lo menos, si se aleja más de dos cuadras del campamento. ¡Y boca cerrada!
-Muy bien, mi teniente. Pero en estos campos soy poco baqueano, y pido permiso para sacar algún vecino regalón como gato de cura, de los ranchos del lao allá de la «cuchilla»... Aquel melico tiene figura de aparecido. ¿No es un hombre chico que parece damajuana con nariz de «chile»?
-No, es alto y rubio... Búsquese V. el baqueano que dice.
-Ansina lo bombeo mejor, mi teniente, al reparo del otro, sin que el hombre ventee que lo van ojeando.
Y esto diciendo, don Anacleto se puso sobre los lomos, estirose el halda del chiripá, y tomó un galopito comadrero, arrastrando la punta del «maneador».
Iba muy grave, orgulloso de la confianza en él depositada, sujeta la lanza en el estribo y cruzado el trabuco en la cintura.
Como viese que, a la salida del campamento, su hombre tomara el paso y siguiera su camino sin volver la cabeza, en actitud de gran despreocupación e indiferencia, lo mismo que si se dirigiera a proveer las maletas a alguna casa de negocio, él a su vez sujetó el overo, continuando al tranco, y bajó la lanza.
El miliciano mantuvo el paso hasta trasponer la primera loma. Después recomenzó el trote largo.
Don Anacleto hizo una vuelta extensa para evitar sospechas, y llegó a marchar en línea paralela, apartado unas tres o cuatro cuadras de aquel. Esta marcha monótona duró algunos minutos, procurando en ella el seguidor desaparecer a trechos en las ondulaciones del terreno, a fin de desorientar al miliciano.
De pronto éste, emprendió el galope firme.
El viejo arrimó espuelas, sin desviarse, murmurando:
-¡Es al ñudo!... En cuanto llegués, yo ya estoy de güelta.
El galope simultáneo, fue sostenido. En media hora cruzaron muchos llanos y «cuchillas», un arroyo y varias «cañadas» fangosas.
Se habían puesto lejos del campamento.
Recién entonces llegó a apercibirse don Anacleto que él iba pisando un pago que no conocía, y que su hombre lo llevaba más allá de lo prudente -acaso a una emboscada muy peligrosa.
Reflexionó. El seguido debía ser un «resertor», si es que no era un enemigo disfrazado que iba a dar cuenta a los otros de lo que había visto. Esto pasaba de grave, y el teniente había tenido razón en hacerlo «bichear» hasta descubrirle la «güeva». Habían pasado cerca de una «pulpería», y el hombre ni siquiera hizo ademán de pararse, apurando por el contrario su galope; habían encontrado algunos «ranchos» en el tránsito, y se había apartado cuidadoso al punto de aproximársele a él más de lo conveniente; lo que en tantas otras ocasiones, lo puso en el caso de volver riendas al overo, obligándolo en la última a detenerse junto al palenque.
Entonces el perseguido se apeó, para apretar la cincha.
-¡Si estuviese aquí el teniente Cuaró!... -díjose entre dientes el viejo.
En ese momento el miliciano puso en él los ojos, mirándolo con mal ceño.
Don Anacleto resolvió en el acto entrarse al «rancho», que estaba allí a unos pasos; y haciendo sonar junto a la puerta el sable, dijo, ahuecando la voz:
-¡A ver un hombre que sirva de baqueano en el pago!... ¡Y listo, porque tengo orden de afusilar al que se retobe!
Apareció en la entrada así evocado, un sujeto ya viejo, muy barbudo, larga cabellera y aire bonachón, cubierto con un poncho verde-botella en extremo usado, un chambergo incoloro de alas tendidas y flotantes sobre la melena entrecana, y llevando en vez de botas unas ojotas grandes o sean abarcas de cuero peludo atadas con «tientos» por encima del empeine, con relleno de bayeta; las que daban a sus pies la forma de muñones propios para apisonar la huanera de los corrales.
-¡Buenos días! -dijo con acento manso-. Ahora mismo iba a montar para ir hasta el bajo a repuntar la tropillita, porque me han dicho que anda todo revuelto... Si es de su gusto, pase... Aquí está toda mi gente, afligidísima. Mis dos mozos mayores se han ido desde ayer de tardecita.
-Gracias por la oferta -contestó don Anacleto-. Pero no puedo echarme a sobonear en la hora en que estamos, porque el caso es de pronta resolvencia. Monte y venga a priesa.
Rascose el hombre la nuca, y aunque vacilante, montó en su cabruno.
Ya el miliciano había desaparecido del vallecico en que se apeara para arreglar su «apero».