Grito de gloria/XI

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Capítulo XI

Don Anacleto mostrose colérico; si bien su rostro revelaba cierta íntima tranquilidad. Montó ágilmente, diciendo con el entrecejo fruncido:

-Vamos a apurar hasta el «duraznillo» aquel que se columbra en la loma, porque el venao se me pone lejos del tiro...

Los dos pusiéronse al galope corto.

Para más tampoco daba el cebruno del baqueano, cuyo arreo guardaba armonía con las prendas del dueño. Consistía en un «recado» que había prestado largos servicios, a juzgar por las ranuras de la carona y las grietas de la cincha, así como por los escasos vellones que le quedaban a una piel de carnero que le servía de cojinillo; el rendal era sobrio de adornos con sólo dos botones casi deshechos y otros tantos pasadores de bronce, el sobrepuesto de cuero de «carpincho» agujereado, en varios sitios, y el «lazo» de «torzal» o sea de tiras ajustadas en serpentina, arrollado al anca.

-¿En qué pago estamos? -interrogó don Anacleto con tono de imperio.

-Estos son campos de Núñez, señor -respondió el guía, suave y bondadoso-. Están cuasi encima del distrito de Canelones; aquella población que se ve allá al costado del duraznillar es lo de Moreira a este otro rumbo, como a media legua, va el camino a Guadalupe... Si V. fuese servido de no llevarme lejos, había yo de agradecerselo con el alma. Tengo a la mujer un poco apestada y un chico con el carbunclo...

-De llevarlo o no lejos, a sigún -repuso don Anacleto-. Siento que el «daño» ande en su casa. Pero preciso que me indilguen en estas alturas que parecen lomo de lunanco, hasta que yo no mire turbio... Si juese en las cuchillas de Navarro y de Marrincho, naide me ganaba a listo.

Los campos por delante aparecían solitarios, regados por una luz esplendorosa, con sus pastos de un verdor intenso. En la loma no se percibía ni una sombra, ni una manifestación de vida.

Don Anacleto fue desarrugando el ceño, e invitó a su guía a picar tabaco alcanzándole un trozo en rollo.

Para esto, púsose al paso, y entabló conversación, muy unido al compañero, riéndose de los temores de éste, lleno de un aire de protección y valentía que inspiraba respeto.

Su voz bronca formaba contraste con la muy atiplada del guía y no menos sus carcajadas ruidosas con la risa comprimida de aquél, propia de paisano franco y retozón. Don Anacleto hablaba de sus cosas juveniles.

Hicieron alto para dar fuego a un yesquero y encender los cigarros.

En tanto don Anacleto acercaba la yesca a una cola que se había sacado de atrás de la oreja, añadió a lo dicho, gravemente:

-Como le iba rilacionando, nunca tuve vertud para el casorio. Siempre jui solito como ombú en despoblao. Y no es que mozas muy garridas no quisieran arrocinarme, sino que era grande la armada. ¡De balde, paisano! a saltitos les hacía la cruz. ¡Para otros ese quiveve!

Y dígame por su vida ¿cómo cuántos hijos tiene?

El baqueano atizó el cigarro con la uña del pulgar, y atragantándose con el humo, dijo:

-Doce y la pava echada.

-¡Por Cristo, que avestruz padre! La docena del flaire.

-¿Le parece mucho? Para eso andamos en el mundo, amigo viejo, aunque ya medio lisiados.

-¡Hum! no es mala chuza la que V. maneja, paisano... ¿A la cuenta todos son machos?

-Y hembras también, que Dios los cría juntos.

-¡Ya se ve! ¿Y cómo se llaman esos pedazos de corazón?

-Anicasia, Canuta, Jesusa y Nicanora para servirle.

-¡Gracias! Han de ser bien formadas y de linda pinta. ¿Y cómo se maneja la «doña» para vestir a tanto perjeño? Porque la cosa es de asustar a un santo que juese...

Riose el hombre de las «ojotas» observando:

-Deberían los hijos nacer con plumas como los pollos...

-Para que se larguen al primer volido, ¡a la cuenta! -exclamó don Anacleto retozándole el buen humor por todo el cuerpo.

Llegaban en este instante a la cresta de la «cuchilla». Desde esa altura la vista dominaba un vasto paisaje, bajo una atmósfera purísima. Los horizontes clareados por el sol permitían distinguir al ojo del campero los bultos que se movían a la distancia, y clasificarlos sin error.

A la derecha, sobre la carretera que conducía a Guadalupe elevábase una nubecilla de polvo, distendida y paralela al horizonte, a semejanza de una humaza en el ambiente sereno.

Un jinete, que se percibía reducido como un muñeco de plomo, se dirigía hacia ese punto; del que no debía distar mucho, pues trepaba la aspereza del declive próximo al camino.

Los dos hombres se quedaron atentos, en silencio.

Aquello era novedoso. Don Anacleto ahuecó la mano sobre la frente, a moda de visera y dijo:

-Aquel que se va encimando, es el melico que yo seguía... No hay más que el flojonazo me saca el bulto.

El baqueano, que a su vez observaba sin parpadear, exclamó en tono de quien está bien seguro de lo que afirma:

-Aquella es gente armada, la que se ve por el camino... Arrean caballos a los costados, y van al trotón firme.

-¡Mi gente no puede ser! La dejé acampada -arguyó don Anacleto con alguna alarma.

-Es tropa de Lecor, a la fija la misma que pasó ayer al clarear, por junto aquel «totoral» del playo donde hizo la carneada.

Una línea negra efectivamente se dibujaba en la loma, por debajo de la cerrazón gris formada por el polvo del camino. Era como una serie de puntos corriéndose hacia el sur con una velocidad no interrumpida de marcha forzada.

-¿No será esa la división de Pintos? -preguntó don Anacleto.

-No señor. El regimiento de Pintos está de firme en Guadalupe, y de moverse lo ha de hacer para Montevideo. El hombre sabe que el viento malo viene de aquí, atrás en donde todo parece que se ha puesto al revés; y crea que antes de darle cara, se ha de mirar mucho... Esa tropa que vemos ha salido de la plaza; y al tocar alguna cosa que no ha de haber sido espuma de «chajá», se viene reculando como alacrán con la cola entre los cuernos... Un toque a degüello, cerquita, los ponía en desbande.

-¿V. ha sido melitar? -interrogó con gran seriedad don Anacleto.

-Serví algún tiempo, paisano. Después de Corumbé me recogí a cuidar de mi familia.

-¡Ya maliciaba yo que abajo de esa mansedumbre había entraña de dragón, canejo! Y pues que ha olido pólvora lo convido para allegarse conmigo al totoral aquel, a mirar de más cerca a esos mandrias que se van a brincos de «quirquincho» derecho a la cueva.

-¡No se fíe, paisano! Mire que esos hombres acostumbran ir arreando cuanto animal caballar encuentran a los flancos, y no sería difícil que hubiesen desprendido algunas partidas ligeras a esta parte del campo, donde saben que hay yeguada alzada.

-¡Nunca supe que era miedo! -exclamó el viejo exaltado-. ¡Vamos hasta las totoras sin mirar para atrás!

-¡Como quiera! -repuso el baqueano.

Don Anacleto remolineó la lanza, y los dos arrancaron castigando.

En mitad de la carrera, el guía en voz que denunciaba absoluta calma, prorrumpió, señalando con su diestra el nexo de dos colinas:

-Por ahí viene a toda rienda una partida echando por delante mis yeguas... ¡Ponga la oreja y oirá el batir del cencerro!

Don Anacleto miró, sujetando.

Cinco o seis jinetes bajaban ya la ladera azuzando con las culatas de las carabinas y aun con los sables una «punta de yeguares». Daban gritos aturdidores, y venían desplegados en arco para mantener los animales en núcleo.

-Son portugos... Sino, fíjese en esos trajes color de garzamora que traen y en los embudos de hule metidos en la cabeza.

-¿Y dónde se endereza? -preguntó bastante demudado don Anacleto-. Son muchos esos águilas para aguaitarlos.

-Es así. Lo mejor sería corrernos por este playito rumbo al talar de aquel arroyo. ¡Si alcanzamos, ni el polvo!... Pero a V. lo condena esa lanza con banderola y nos van a cargar.

-¡Rumbeemos! -gritó don Anacleto, procurando ocultar su rejón, y haciendo entre los dedos un guiñapo de la insignia.

Silbaron dos balas por el flanco de improviso como una ratificación del dicho del baqueano.

Luego, otra, que picó delante haciendo saltar algunas briznas.

Apuraron el galope.

Pero un nuevo proyectil acertó en los cuartos traseros del overo, que se puso a corcovear, dando con don Anacleto en tierra.

El baqueano se detuvo, alargó el brazo y cogió el rejón que escapado de la mano de su dueño en la caída se había hundido por el cuento en plano oblicuo y derivaba ya hacia el suelo por el peso de la moharra.

El semblante del guía se había puesto violáceo, cual si un aluvión de sangre inyectara la periferia, y de sus ojos oscuros brotaba un brillo extraño. Su chambergo incoloro flotaba sobre el dorso, y la melena suelta se alborotaba sobre las dos mejillas crispada y ondulante, dándole un aspecto imponente que aterró a don Anacleto, descoyuntado e inmóvil en los pastos.

No dijo palabra. Escupiose en las manos nervioso, empuñó el astil, y revolvió su cebruno, ya sobresaltado por el ruido de los disparos.

La yegua madrina de su «tropilla» manca de los encuentros, con el vientre casi al ras de las hierbas, jadeante y sudorosa pasó posada, sin fuerzas, a su lado, batiendo el esquilón.

Mirola de soslayo, en las ancas, donde llevaba dos o tres surcos sangrientos hechos por los sables; y llegó a arrojar un grito ronco retenido hasta ese momento por el arrebato en su garganta, semejante a la nota de un ave de rapiña a raíz de una pedrada en la cabeza.

Gruñó otra bala redonda desgarrando a su caballo la piel del cuello; lo que acabó de ponerlo ágil y saltarín, al punto de tascar el freno despavorido.

Él lo cuadró con mano experta, y sin perder los estribos, en los que apenas encajaban las puntas de sus «ojotas», acometió echado sobre el pescuezo al igual del toro que busca romper el cerco.

La lanza trazó un semi-círculo dividiendo al grupo, luego una recta inclinada que terminó en la garganta, de un soldado, derribándolo por grupas; después un molinete, veloz que remató en un golpe de flanco abriendo a un segundo el vientre; y por último, blandida con furia en un altibajo para ensartar a un jinete de frente y despedirlo lejos de la montura, el hierro marró el bote y el astil se hizo trizas en el arzón sembrando el aire de astillas.

Sonaron dos o tres detonaciones. El hombre de las «ojotas» cayó de boca sobre las crines del cebruno, bamboleose un instante y enseguida se deslizó a las hierbas con un ruido de mole que rueda en un barranco.

En medio de su pavura, don Anacleto lo vio caer con dos agujeros negros en el rostro a ambos lados de la nariz. producidos por la doble descarga de una pistola de dos cañones, a quemarropa.

A uno de los soldados, tendido boca arriba, brotábale como un surtidor la sangre del cuello. Aun así seguía retorciéndose. El otro estaba inmóvil, con el vientre desgarrado.