Grito de gloria/XVI
Capítulo XVI
Al día siguiente temprano, Natalia, fuese al mirador.
Era éste un cuarto muy pequeño, con techo de teja y dos ventanillos, uno que miraba al norte y el otro al este. No tenían rejas; por manera que el anteojo tenía que ser apoyado en el alféizar cuando se quería mirar al campo para mayor comodidad, poniéndose el observador de rodillas sobre una banqueta acolchada colocada allí con ese objeto.
Natalia se hincó limpiando con esmero el lente hasta dejarlo sin una mancha para lo cual había separado el disco del tubo. No contenta con esto, lo empañó varias veces con el aliento, para repasarlo y complacerse luego en la limpidez y transparencia del cristal.
Arreglado convenientemente el catalejo, que ella miraba con cariño como a un compañero que le señalaba el secreto de las soledades, lo apoyó en el alféizar, y dando un suspiro cerró uno de sus bellos ojos, acercando el otro al vidrio.
Todo fue una nube color de agua al principio; una visión del vacío, con sus estrías misteriosas y su claridad difusa.
Aquel plano inclinado era muy defectuoso; o era que ella, por hábito miraba demasiado arriba, ¡al azul celeste!
Movió con suavidad el instrumento, procurándole una posición más adecuada, entre susurros incomprensibles cual si estuviese regañando a un ser querido.
Enderezolo bien hacia el Cerrito.
Después, volvió a acercar la pupila húmeda y brillante.
Tuvo algunos instantes la vista fija; era una mirada ansiosa, profunda.
De pronto el párpado vibró; las manos cogidas al catalejo se estremecieron, toda ella experimentó una conmoción.
Bajó el tubo temblando, volvió a contemplarlo con cariño, y pasose la mano por los ojos como si algo los anulase.
Cuando de ellos la retiró, una sombra estaba delante; sombra inmóvil, silenciosa.
Natalia se levantó de súbito, y abrió los brazos sin abandonar el catalejo.
-¡Oh! -exclamó con un acento inexpresable-. ¡Están ahí... madre!
La señora de Berón, pues era ella la que acababa de presentarse en el observatorio obligado, ávida de nuevas, cogió el catalejo besando a la joven sin decir palabra.
Luego paso una rodilla en el almohadón, acostando el tubo en su apoyo del marco, y observó a su vez.
La visual recorrió primero parte de la bahía de aguas semiazules y serenas sembrada en su centro de queches inmóviles, de goletas sin gavias rasas y finas, de polacras con las latinas velas recogidas, de veloces falúas de carroza a popa y de lanchas de atoaje, gobernadas con espadilla y remos pareles, que remolcaban lentamente hacia afuera dos barcas cargadas de frutos.
Rozó de paso la isleta pedregosa que en la primera guerra tomó Quesada por asalto con un destacamento de dragones que llevaban los sables entre los dientes, y que ahora en vez de la bandera ibérica o portuguesa, enseñaba la brasileña en lo alto de un asta enorme.
Detúvose en la ribera circular, como un esquife que embica empujado por el viento, allí donde se derraman tributarios humildes el Pantanoso y el Miguelete; y alzándose ansioso, púsose al nivel del pequeño morro que esos dos hilos de agua flanquean y casi circundan, nutriendo la gorda tierra de sus declives.
Entonces alcanzó a ver lo que había conmovido a Natalia.
Un reducido escuadrón tendido en línea sobre la cumbre destacábase correcto, quieto, muy visible en medio de la atmósfera sin celajes.
Aparecían los jinetes de un tamaño diminuto; las lanzas como agujas verticales; la bandera de colores vivos enarbolada en la cima como un guión de compañía. Tres de estos jinetes recorrían la fila sencilla. En manos de uno, brillaba de vez en cuando un objeto herido por el sol, acaso un clarín, cuyos ecos ahogaba la distancia.
En el fondo del diorama luminoso no se veía más que el cortinado azul del cielo, y una que otra nubecilla como capullo blanco sobre la línea del horizonte. Ni un convoy asomaba en las colinas, ni una pieza de artillería se erguía en sus afustes a modo de luciente escarabajo, ni una carreta forrada en piel de toro subía las cuestas con su pesadez de piedra. ¡Ah! ¡Pero ellos estaban allí!
La distancia era grande; no se podía determinar personas. Apenas se percibían mayores que el puño.
¿Qué importaba esto? Lo esencial era que ya habían clavado en la cumbre su bandera.
La madre apartó la vista del lente para mirar a Natalia. Expresaban sus ojos la alegría y la ternura.
-Ya no cabe duda -dijo dulcemente-. ¡Están allí!
En ese momento un paso conocido se hizo oír en la escalera, y no tardó en aparecer don Carlos cejijunto, con la mirada desconfiada, un tanto nervioso, caído el gorro de piel de mono sobre la oreja derecha.
-¡Mire V., señor! -murmuró Natalia estremecida-; ¡mire V.!...
Y le señaló el cerrito, con un aire tal de pasión y acento tan candoroso, que el viejo se metió el gorro hasta las cejas sin atinar en lo que hacía, y luego la cogió de las dos manos como tomado de improviso, clavando en ella sus pupilas oscuras, fijas, inquisidoras.
-Sí, -dijo, como adivinando- sí... Deben estar, hija. Es forzoso que estén... Habrán llegado en el alba de hoy sin duda alguna, porque así les convenía. ¿Qué te parece, mujer? Dame el anteojo. Hem... Siempre sostuve en que tenían que llegar esos bizarros descendientes de españoles...
Y mientras se apoderaba del catalejo y lo arreglaba a su gusto, pálido, trémulo, proseguía aparentando dominio sobre sí mismo:
-¡Descendientes en línea recta! Eso de «tupamaros», no fue más que una pequeñez rencorosa. Sí, señor. En línea recta. La sangre es la misma en los más, bravía, castellana. Si desconocemos aquí la semilla, ¿a qué queda reducido el honor de España?... ¡Tontería! Éstos valientes son dignos del romancero; ¡ya lo creo que son! Sin lisonja banal de que soy enemigo.
Veamos... ¡Sí! Sobre el airoso montículo observo bien claro el grupo y los movimientos, la bandera, los jefes que andan de uno a otro lado, un clarín que va detrás, banderolas en las lanzas, carabinas al tercio; ¡buenas figurillas de soldados a fe mía! el escuadrón maniobra con la dureza de una regla y el aplomo del cuadro veterano...
Y esto diciendo, el señor Berón, sacudiendo la cabeza, apartó el ojo del lente, para acercarlo sin mayor dilación, agregando:
-Levantan la bandera, que de aquí no es más grande que una cofia, y la elevan muy arriba... ¡Bien hecho! ¡Es una bandera tan digna como la más pretenciosa, por Santiago! La llevan hombres que saben combatir, que a nadie tienen miedo, desde que vienen a la boca del peligro como quien va a caza de «mulitas»... ¡Cosa singular, señoras mías, que la causa que ella simboliza haya sido siempre agobiada por el número, y que nunca haya sido, sin embargo, vencida!... Eso me entusiasma de veras me vengan con que son pocos, que nada valen, que nada pueden, que nadie los respeta, que todos los estrujan; porque puede y vale el que se impone al fin de la jornada, y a eso van pese a la fuerza, y a los poderosos, estos pobrecitos perdidos en un rincón del mundo.
Verdad que ese rincón vale más que un Potosí. Así se explica que se vengan a las manos de esta manera descomunal, nunca vista, sin fijarse en el cuantum, ni en la especie, a pecho descubierto y visera levantada, ni más ni menos que el héroe de Cervantes frente a los molinos de viento. ¡Por Cristo, digo y juro! Esto no es racional ni hacedero, o yo soy un calvatrueno sin sentido común...
Don Carlos, así hablando, levantó crispado un puño.
Y sin separar la vista del instrumento, impuso con el índice un silencio que nadie pensaba interrumpir, añadiendo:
-¡A no ser que ésta no pase de una gran guardia! Tal vez el grueso esté detrás de las lomas, un tanto agazapado, como gente que lo entiende... No hay que fiarse cuando la maña acompaña al valor; pues ningún matrimonio de esta clase fue nunca desgraciado.
-¡Cuántas cosas estás diciendo! -dijo la señora interrumpiéndole en tono dulce y reposado-. Mira bien, por si, más feliz que nosotros, descubres a Luís María.
-¡Hum!... Eso mismo procuro desde el principio. ¡Pero mujer, si son como soldaditos de plomo! Ya no me da el ojo. Bien distinto era, unos diez y nueve años atrás cuando yo revistaba también en filas. ¡Donde ponía ese ojo ponía la bala!... Quisiera distinguir a algún gallardo oficial de morrión azul con plumas blancas de cisne, de uniforme bien ceñido, montado en un bridón fogoso de pelo alazán, para comunicarte algo de agradable. A pesar de mi empeño, no diviso más de lo que digo; muñequitos que se agitan allá en la comarca verde.
Ahora veo que se dividen en tres grupos y que marchan por distintas direcciones; uno rumbo al cerro, otro hacia el Buceo; el último queda firme. No... ya se mueve también en escalones muy bien alineados, y viene hacia acá como para formar una parada de día de fiesta.
¡Diablos! ¿que dirá esta gente? Debe estar muy azorada: tras de la corrida de los «mamelucos», un avance en son de ataque.
Ya van desapareciendo entre los pliegues del terreno... El primer grupo no se ve. El segundo se alcanza a divisar por encima de las lomadas, a medio cuerpo, trotando largo. El del centro sigue adelantando; se detiene ahora un momento... se desvía; la emprende al galope por el camino travieso, a bandera desplegada, rumbo al Cardal, allí donde tan duro nos refregamos con los ingleses el año VI... Seguramente está avanzada viene a ocupar el medio de la línea, en cruz con la que parte de la ciudadela por la carretera que va al interior.
Don Carlos calló de pronto, sin dejar de mirar.
Su esposa estaba de pie, a un paso, con los brazos cruzados sobre el pecho, atenta a sus palabras y gestos. También Natalia, muy quieta, caídos los brazos y entrelazadas las manos: pero tan cerca de él que el viejo podía sentir el calor de su boca y los latidos de su pecho.
El señor Berón seguía cogido al instrumento, encarnizado, dando a su cuerpo todo género de inflexiones y al tubo un movimiento de altibajo y diestra a siniestra, cual si persiguiese el volido lejano de una bandada, de aves extrañas, o si buscase en los huecos de las quebradas la cabeza de una columna formidable como en su deseo la quería para poner a prueba las tropas del recinto.
Esta visión o este miraje no se produjo.
Sin embargo, al abandonar el anteojo su rostro respiraba satisfacción.
En seguida bajó la escalerilla con más apuro que otras veces.
Se iba murmurando:
-¡Sitio largo!... Tan largo que me parece será como el de Rondeau en tiempo de Elio. Pero esto marcha... ¡Sí señor, marcha!
En su gran tienda había bastante concurrencia. Los dependientes desplegaban extrema actividad, para atender a una demanda excesiva. Desdoblaban, tendían, descolgaban y volvían a subir objetos, en silencio.
Se hacía compra de lienzos fuertes, ponchos y jergas.
En la ferretería se pedían utensilios de cocina; en la sección de suelas, caronas, «lomillos», rendajes y estriberas.
Cruzábanse las voces rápidas; recogíanse los efectos, deslizábase el dinero de una a otra mano en cobre o en plata. Veíanse confundidos junto al mostrador soldados de infantería y «mamelucos», -como se llamaba a los paulistas- los cuales parecían empeñados en vivos diálogos sobre algún suceso de interés palpitante. De vez en cuando miraban hoscos a los encargados del despacho, diciéndose entro ellos frases cortadas de intención aviesa. Los despachantes, todos españoles, sonreían.
-¡Gruñen! -murmuró don Carlos de entrada no más, y observando de reojo a los brasileños.
Restregose las manos y se entró a su escritorio, oculto tras un cancel.
-Pueden gruñir a su gusto, como los pecarís cuando se aglomeran. ¡Ya les dirán de misas!...
Y puso el oído, muy atento.
Al parecer, hablaban de la llegada de los invasores y de medidas enérgicas que se habían dictado con este motivo. El murmullo de palabras y de toses, con otros incidentes de detalle, no permitía recoger ni seguir con claridad lo que se decía.
No obstante, él pudo entender que se habían hecho prisiones en personas notables, y que de la plaza habían salido muchas por distintas brechas de la muralla para incorporarse a los «insurgentes».
Uno de sus amigos íntimos, penetrando de priesa en el escritorio, confirmole estas noticias, muy agitado.
El señor Berón lo escuchó con calma, y luego díjole:
-Todo eso prueba que la cosa camina, ¿eh?... ¡Está listo el pandero para una jota de órdago! ¿Y las tropas se aprestan a salir?
-Nada se afirma al respecto. Lo que hay de verdad es que un gran sobresalto reina en los que mandan. Lecor se muestra muy inquieto y ha pedido refuerzos a la corte desde hace dos días. Todo está en confusión. Los cuerpos de línea hacen preparativos de defensa, o de marcha en sus cuarteles.
-Aquí mismo se encuentran varios soldados en compras de arreos necesarios. He visto que un cabo acompaña a los pernambucanos, y un sargento a los «mamelucos»: sin duda desconfían...
-La gente está descontenta. Dicen que se han aplicado castigos hoy a algunos del primer cuerpo por haber dejado pasar a un grupo por la muralla del sur; el cual grupo se alejó a pie por la costa en dirección al Buceo, y se perdió de vista sin ser perseguido. Se agrega también que en ese punto, y en el de Carreta se han desembarcado hombres y armas; por cuyo motivo ha habido una diferencia entre el gobernador y el jefe de la escuadra.
-¡Ya es mucho; ya! -dijo don Carlos, todo oídos, y el gesto grave-. ¡No es asunto de reír a fe mía! Si de Buenos Aires llegan contingentes y del recinto se van, pronto los «insurgentes» serán beligerantes... ¡Desmentidme si podéis, señor mío!
-Por el contrario, estoy en ello. Con todo, conviene mucho no ser liberal en opiniones de este jaez, amigo viejo; porque a la hora presente los sabuesos andan en movimiento, y nada de extrañar sería que fuésemos a una prisión flotante.
-¡Echaríamos el aparejo a los bagres! -exclamó don Carlos alegremente-. Buen estreno en la nueva vida de sacrificios por esta tierra que ya nos tiene cogidos como a los troncos por la raíz... Pero, no ha de suceder eso tan sencillamente: somos hombres mansos, a condición de que no nos manosea, pues en llegándose a la injuria de hecho todavía hay nervio, ¡por Santiago!
Y don Carlos, sulfurándose de súbito, levantó el puño.
Su interlocutor, como él viejo y oriundo del antiguo reino de León, con muchos años de residencia en el país, era un hombre de mediana estatura, de faz atezada mordida por la viruela, voz ronca y locuacidad extrema.
Vivía de allí a dos cuadras en la calle de San Francisco, en donde tenía su negocio; un depósito de vinos, tabaco de la Habana y de Bahía y café, del que se hacía muy regular consumo en la ciudad, especialmente por los jefes y oficiales de la guarnición.
Don Pascual Camaño -que este era su nombre- ante la expansión de don Carlos tomó un aspecto serio y repuso:
-Sí... Pero vamos a cuentas. ¿A qué vienen los revolucionarios, a redimir el país; está bien. Pero, ¿quién los apoya, quién se esconde detrás? Este es el punto importante. V. ve, los tiempos se ponen malos, y hay que mirar por los intereses, precisar muy claro en cosas tan arduas y turbias. Si creemos que esta es camisa y no jubón que nos ha de llegar más cerca del cuerpo, por lo que nos atañe y nos conviene, V. por su hijo, yo por mi sobrino y otros por sus entenados, ante todo, descubrir la filiación del movimiento para tomar nuestras medidas con seguridad y conciencia... Ahora, la demanda aumenta y la oferta afloja; se vende hasta por ocio, la mercancía sale a buen precio, y antes que se rompa el pelo aprovechar es de hombres de talento. Por eso, ¿qué conducta mejor que la de navegar de bolina? La tormenta arrecia y mal piloto el que larga toda la vela encima del escollo. Para mí tengo que se va a repetir la fórmula de anexión que se juró al Brasil por los cabildos y pueblos, en favor de las provincias unidas... Será poner la camiseta al revés.
-¡El cuento del gallego! -prorrumpió don Carlos-. Y aunque así fuese, ¿querría eso decir que los nativos no anhelan ser en absoluto independientes? No, señor de Camaño; ¡va V. en error lastimoso! Consulte V. uno por uno a los de esta batida, reúnalos a todos si puede en mitad del campo, allí donde ninguna influencia extraña llegue y donde nadie hable del rigor de la necesidad que los obligue a aceptar el concurso ajeno, aunque fuera el de los colombianos que están en la tercera esquina del mundo; reúnalos V., por mi madre, y pregúntelos si ellos pelean y se hacen matar por la causa de otros, o por su propio bienestar. Dirían a V. a grito herido que exponen el pellejo por su felicidad particular, por su terruño encantado, por sus familias y sus bienes, que valen tanto como los del emperador del Brasil. ¡Qué otra cosa le habían de contestar, hombre de Dios!... Ahora que V. me diga que sintiéndose débiles entre dos piedras de molino, notando que van a ser machucados se resuelvan a la incorporación a las otras provincias, de acuerdo, sí señor; de completo acuerdo. ¿No intentaron lo mismo cuando Artigas, como medio de salvarse? ¿No hicieron igual cosa con don Juan VI, para salir de la boca del lobo? ¿No reincidieron en idéntica pellejería con don Pedro I, por la fatalidad de los hechos? ¡Mil demonios!... ¡Lo que todo esto significa es que tienen instinto de conservación propia en medio de sus mismas aventuras temerarias!
Y don Carlos se tiró para abajo las orejas de su montera en un arrebato nervioso, poniéndose a pasear de uno a otro extremo del escritorio.
-¡No entro en eso!-dijo con cierta solemnidad don Pascual-, no me gustan las honduras, ni pesco más que en aguas conocidas. ¡Y yo sé lo que me pesco!... Mire V.: antes de hacerse buen vino la uva se mostea o se remosta. ¡Sabe bien entonces el añejo! Opino que hay que conocer bien la materia antes de enredarse en estas cuestiones, como es preciso a veces el remosto antes de llegar al lagar. De atrás del mostrador se observa muy claro porque la inteligencia se aguza.
-Sí, se aguza el ingenio, ¡canarios! ya lo creo que se aguza y se llena la talega... ¡Qué, señor de Camaño! No es ese el caso, y voy derecho a la cuestión. Diga don Pascual, ¿se encontraría V. dispuesto a abrir su gaveta para ayudar a bien morir a los de la banda insurgente?
El señor Camaño abrió enormes los ojos, diciendo:
-¿Por qué me lo pregunta V.?
-Por un tantico de compasión que me escuece en sentido de auxilio a los menesterosos. Nunca vi sin irritarme que la injusticia abrume al débil, y V., que ha sido como yo soldado y que conmigo cayó en la banqueta de la muralla al sur aquella noche maldita en que entraron los ingleses, ha de pensar lo mismo; que la sangre castellana nunca fue de pato ni de cerdo, sino ¡Santiago me confunda, canejo!
Don Pascual, que lo miraba azorado, se apresuró a balbucear ya con disposición de retirarse:
-Hay que meditarlo despacio... no sería imposible, amigo mío. Por el momento el espíritu no está muy sereno... Y ahora se me cruza a mientes que tengo que recibir una carga de tabaco de Bahía, en que viene la hoja flor, la de aquellos cigarros que a V. le gustan y que tanta salida han hallado entra estos hombres fumadores que rodean al gobernador. La carguita la trae el bergantín-goleta «El Corcovado» de los más veleros que cruzan el Atlántico, y ha de estar ya en franquía... Ha de disculparme V. hasta pronto, mi querido amigo.
Ya sabe V.: un ojo en la política y cuatro en el negocio sin incluir las gafas.
-Así es -repuso don Carlos, ya más calmado-. Hasta pronto. Lo invito a comer en casa el domingo, si no tiene compromiso.
-¡Procuraré venir, gracias!
Y estrechando la mano de Berón, don Pascual salió a prisa.
El viejo tosió, lanzando un juramento. Arreglose el gorro volviendo a su lugar las orejeras, aunque hacía frío, y encaminose a paso lento al comedor.
Era hora de almorzar. A pesar de eso, las señoras no estaban allí, lo que hizo suponer a don Carlos que todavía permanecían en el observatorio improvisado.
No se engañaba. Madre y joven seguían tenaces usando alternativamente del catalejo; y fue preciso que él fuese en busca de ellas para sustraerlas al encanto de una esperanza que no consiguieron ver realizada hasta esa hora.
La tarde, la noche, pasaron entre sordas inquietudes.
Oíanse en realidad toques de trompa y de tambores, marchas pesadas, rodar de trenes, toda una agitación anormal en las estrechas vías del recinto amurallado. Las voces, los galopes sobre las mismas aceras de piedras enriscadas, el estridor de espuelas, arreos, vainas y cascos completaban aquel tumulto inusitado de tropas en son de combate.
La madre de Luis María y Natalia se asomaron por una ventana.
Varios batallones estaban alineados a los costados de la plaza, con sus armas en descanso y banderas al centro, luciendo al sol sus uniformes y morriones.
En medio de la calle de San Carlos, algunas piezas de un bronce bruñido enseñaban sus fauces verdi-negras semi-atragantadas de escobillón.
Un montón de armones, avantrenes y cureñas obstruía con sus macizos rodados la bocacalle de San Pedro, con sus artilleros a los flancos montados en mulas.
Cuatro escuadrones de caballería con las carabinas cruzadas a la espalda, formaban columna a lo largo de la de San Carlos, y a retaguardia de la artillería.
Flotaban al aire los estandartes auri-verdes, resonando toda una fanfarria de trompetas.
Movíanse de uno a otro extremo al galope, espada en mano, alféreces de rostro enjuto y tez de cacao con una charretera de bronce sin canelones sobre el hombro, y espolines de gallo en el tacón de las botas.
En las filas reinaba esa descompostura que precede al momento de la marcha. Algunos soldados ponían colas de cigarros detrás de la oreja; otros chupaban «masacote» o algún «ticholo» revenido. Los semblantes expresaban cierta indiferencia o conformidad pasiva propia del oficio, demostrando alguna atención solamente cuando las voces de mando recorrían la línea a modo de recios y bruscos chasquidos.
Entre los ayudantes que pasaban impartiendo órdenes, uno llegó a detenerse un instante frente a las ventanas de la casa de Berón, y saludó con la espada. Era el teniente Souza.
A poco, la charanga del batallón allí alineado rompió en una marcha alegre; el cuerpo formó en columna y se movió.
El resto de las tropas siguió el movimiento, arma al brazo y paso de camino.
Don Carlos, que se había estado en la puerta de su casa muy atento entrose con rapidez en extremo nervioso.
-Estos salen con ánimo de combatir -dijo a su mujer-. ¡Ya veremos!... Vamos a almorzar,
La señora tenía un aire resignado.
-Ven -dijo a Natalia-. ¡No te aflijas! ¿Crees que éstos podrán más, aunque sean muchos?
-¡No creo, madre! -contestó la joven sonriendo, y estrechándola con su brazo de la cintura-. Dios ha de estar con ellos... ¡Si yo estoy tranquila!
Y la miraba de frente, encendida y palpitante.
Sin embargo, tenía los ojos llenos de lágrimas.
El señor Berón estaba cejijunto, callado. De vez en cuando lanzaba frases ininteligibles, o reñía a alguna negrilla del servicio por cualquier pretexto.
Sentáronse. El almuerzo fue silencioso, observándose a los rostros unos a otros, preocupados, inquietos. Los ecos de las charangas que se alejaban, y que ya sin duda habían salido de murallas, llegaban hasta ellos con un sonido hiriente, irónico, desalentador. Parecían de esas músicas monótonas e insultantes que se oyen en la fiebre o en las horas de duelo.
-¡Qué soplar el trombón y mover el «chinchín»! -exclamó la señora-. Parece que quisieran animarse.
-¿Ha visto V., madre? -repuso Natalia en un arranque de enojo que dejó sus labios trémulos-. ¡Qué gracia ir tantos contra un puñadito, qué valor tan caballeresco!... De ese modo podríamos ir las mujeres todas vestidas de corazas.
-¡Así es, hija! -barbotó don Carlos dando salida a un ronquido que se le había atravesado en la garganta, sordo, bronquial, colérico-. Estos «mamelucos» no acostumbran a acometer un tronco sino con veinte hachas; y asimismo cuando va a caer, se ponen a distancia... por cautela.
En seguida de esta explosión, encerrose en absoluta reserva.
El ruido de las charangas, alejándose cada vez más, concluyó por extinguirse. Apenas apercibíase casi apagado el redoble del tambor.
Una calma profunda reinaba en la ciudad. Y este sosiego aparente llegaba hasta allí, embargando más el espíritu.
Natalia se inclinó de improviso murmurando suave al oído:
-¡El catalejo!
-Sí -dijo la señora-. ¡Vamos al mirador!