Grito de gloria/XVII

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Capítulo XVII

Una parte de las tropas había salido de la ciudadela; la otra pasó por el portón de San Pedro, uniéndose en la carretera del centro.

Después de un alto breve, la columna siguió marcha hacia afuera camino recto.

Destacáronse dos escuadrones, uno con dirección al arroyo Seco; el otro, a vanguardia, en descubierta.

Nada de sospechoso se veía en los contornos, hasta tiro de cañón, el campo estaba desierto, los «potreros» sin los animales de pastoreo, los escasos edificios por allí dispersos cerrados, tristes como sepulcros.

Densos vapores se acumulaban en la atmósfera interceptando por completo la luz solar, y empezaba a correr de la costa un viento frío con rumor de olaje.

La columna hizo una nueva estación a una milla de los muros; a los pocos minutos continuó el avance, en un trecho de ocho o diez cuadras, y se mandó armas a discreción.

El escuadrón paulista, que hacia de gran guardia, llevando en despliegue una guerrilla, encontrose de súbito con tres hombres que, tendidos sobre el cuello de sus caballos detrás de un cardizal, a distancia de cien varas, se incorporaron en sus monturas y, echándose las carabinas al rostro, rompieron el fuego.

Un soldado se desplomó al suelo con el cráneo roto. El alférez de la avanzada recibió una contusión en la mejilla que le hizo saltar hasta grupas y bambolearse como un ebrio en la silla.

El ataque era brusco y atrevido.

La guerrilla contestó el fuego con una gran descarga.

Los tres hombres se habían apartado entre sí, y sin retroceder paso, hacían funcionar sus baquetas.

Sólo un caballo cayó herido en la frente.

Los paulistas reforzaron su guerrilla, adelantando impetuosos. Los enemigos parecían pocos.

Detrás del cardizal se alzaba una loma al flanco izquierdo, un «cañadón», cubierto de saúcos en sus bordes, orillaba el declive, a la derecha el terreno plano y herboso no presentaba obstáculo alguno.

Varios proyectiles, silbando del lado del «cañadón», detuvieron a los paulistas en su avance.

Otros tres hombres, guardando distancia, habían aparecido de improviso.

Simultáneamente, cinco nuevos tiradores en despliegue, surgieron por la derecha, saludando con otros tantos disparos a la guerrilla.

El jefe del escuadrón, en viendo caer dos de sus soldados a retaguardia de la avanzada, picó espuelas y amagó un carga.

Entonces coronó en ala la loma una fuerza de veinte jinetes que, a una voz de su jefe, sujetaron en la falda, quedando inmóviles en línea sencilla.

Los paulistas se pararon un tanto sorprendidos.

Las balas se cruzaban más frecuentes, y uno que otro grito extraño, ronco, bravío solía mezclarse a sus silbos siniestros.

Por pausas calculadas, la guerrilla «insurgente» se había ido engrosando hasta presentar quince tiradores en despliegue, con la protección de veinte que acababan de colocarse en la falda de la loma.

¿Podían ser éstos, todos? No era probable.

El jefe paulista, con ojo experto, notó que aquella tropa no traía bandera, ni siquiera un clarín de órdenes. Debía ser una simple avanzada de caballería volante.

Pero estaba obligado a descubrir, y para ello tenía fuerza de sobra. Antes de pasar un parte informal al jefe superior de la columna, que permanecía, quieta en las Tres Cruces, redobló las guerrillas, con el oído atento a detonaciones lejanas que venían de la zona del norte.

Sin duda había refriega por allá. Las descargas se sucedían sin interrupción; una especie de fuego graneado, cuyos ruidos se asemejaban a crepitaciones lejanas devoradas por las llamas.

Al refuerzo de las guerrillas, con orden de ganar terreno hasta dominar la loma, siguiose el avance de la protección al paso.

Los «insurgentes» se mantuvieron en sus puestos en el primer momento; luego volvieron grupas retirándose con lentitud; y fue entonces cuando atravesándose por retaguardia un joven jinete de cabellera rubia, que llevaba en la diestra el acero con marcial altivez, la tropa brasileña hizo una nueva descarga, que cubrió el espacio intermedio de humaza blanca y tacos ardiendo.

Caballo y jinete rodaron por el declive; y así que el primero quedose inmóvil con los remos en alto tras de algunas convulsiones, viose que el joven oficial estaba cogido por una pierna, tendido de costado, como muerto.

La avanzada paulista llegó al sitio, y aún más allá, acompañando con voces ruidosas sus disparos, en tanto se apoderaban otros del caído y lo conducían a la reserva.

Iba a coronarse la loma; pero antes era preciso cargar las carabinas. Esta función reclamaba varios tiempos, y la guerrilla se detuvo.

Los «insurgentes» que ya habían mordido el cartucho y atacado el cañón, volvieron cara de nuevo, reapareciendo en la loma paso ante paso, en busca del blanco a sus carabinas.

Esta vez la descarga fue casi a quemarropa.

Los proyectiles gruñeron llegando hasta la reserva; la guerrilla paulista se dobló al volver riendas para fijar posiciones, hizose un ovillo entre choques y emprendió el galope en pelotón.

La reserva «insurgente» apareció al trote largo despuntando la «cañada» fangosa, con las lanzas apoyadas en los estribos a falta de cujas.

La protección de la falda, formada en dos escalones, bajó al llano a media rienda, al grito de ¡carguen!

Al ruido del tropel y de los gritos iracundos, la guerrilla doblada precipitó su fuga echándose sobre su reserva; la que a su vez dio grupas, yéndose a estrellar contra el resto del escuadrón que procuraba ordenarse en batalla.

Pero el escuadrón todo fue envuelto, y arrastrado en desorden sobre el grueso de la columna.

A un lado de la carretera, detrás de una cerca de arbustos espinosos y de agaves confundidos, se erguía una «troja» o armazón vestido con los tallos de hojas lanceoladas, espatas y panículos ya secos del maíz, y destinado a guardar las espigas de la cosecha. Parecía un gran bonete amarillo con guías y cascabeles, cuyo ruido remedaban las hojuelas membranosas al ser batidas por el viento.

Uno de los «insurgentes» que antes de la carga se había separado del grupo, adelantándose solo por el flanco al amparo de las cercas y a favor de la confusión, echó pie a tierra frente a la «troja»; y sin abandonar su caballo, que tenía del cabestro, entrose en el rústico depósito llevando en la diestra un clarín.

Trepose de rodillas hundiéndose en el maíz allí acumulado, y apartó la hojarasca del fondo de la «troja», de modo que pudiese observar sin ser visto.

Aunque espeso el boscaje de la cerca que se extendía paralela, algunos claros aquí y acullá permitían dominar grandes trechos de la carretera, hendida a un lado por las encajaduras de las carretas.

Hacia la izquierda, apenas a dos cuadras, sobre el camino, y asomando su cabeza en un recodo, estaba la columna brasileña.

El escuadrón, que venía en desorden, notando que otro se desprendía de la columna a protegerlo, recuperó su formación volviendo cara con nuevos bríos.

Tenía el choque que ser fatal a los nativos, cuyo empeño sin duda alguna era el rescatar a su compañero, el cual venía entre la soldadesca estrujado y oprimido.

La voz enérgica del jefe se oyó dos o tres veces en medio del tumulto, incitando siempre a la carga.

El que estaba oculto en la «troja», asomó bien la cabeza, -una cabeza pálida con una cabellera y una barba de Nazareno,- y miró ansioso a la derecha del camino.

Había reconocido la voz de su jefe, la del comandante Oribe. Su tropa cargaba a lanza y sable. A pesar de las volutas de tierra removida bajo los cascos, percibió en los aires las banderolas tricolores sacudidas por el viento entre moharras y medias lunas de hierro.

Aquel hombre sacó entonces el clarín por el hueco, llevose a los labios la embocadura y tocó a degüello.

Las notas partieron agudas, vibrantes, atropellándose como escalones en la carga a toda brida.

Los dos escuadrones sintieron el toque a retaguardia, y temiendo ser cortados, retrocedieron revueltos sobre la columna.

Pero el toque terrible los perseguía a lo largo de la carretera, lanzado de atrás de los árboles y de las breñas e introduciendo la pavura; y cuando ya los «insurgentes» estaban a punto de caer sobre ellos, el eco de aquel clarín fatídico oyose más cerca, casi ronco, y en pos de su última nota un jinete o un hipogrifo saltó por un portillo la zanja que circuía la «chacra» dando su caballo un brinco gigantesco.

Un grito unánime acogió al recién venido; quien puesto a la encabezada el clarín y sable en mano, acometió la retaguardia enemiga, en cuyas filas se entró con la violencia del toro que se arroja a romper el cerco.

El prisionero, que iba montado en el caballo del paulista caído al pie de la loma, fue separado por la oleada contra la cerca.

En seguida se vio entre los suyos, que emprendían la retirada, desplegando una guerrilla.

Junto al rescatado iba un jinete macizo, de botas de piel de tigre, quien le dijo alegre:

-¡Te cayó la china, hermano!... Todos vinimos a la uña por salvarte; pero lo debés al capitán Mael.

-Ya sé, teniente Cuaró, -respondió el joven lleno de emoción-: a todos les debo mi gratitud... al capitán Velarde un abrazo.

-Aquí está la espada, que yo alcé de entre las matas.

Luis María tomó trémulo su acero, con un gesto de agradecimiento que conmovió al teniente.

-¡Ahí lo tenés al guapo! -exclamó este estrechando la mano que el joven le tendía.

Ismael llegaba al trote, todavía lívido y sudoroso, como si hubiese salido de la faena del «rodeo». Traía su caballo algunas cintas rojizas en la piel, allí donde habían pasado veloces las puntas de los sables en el entrevero.

Las balas seguían silbando. Rehechos los escuadrones, disparaban de lejos.

La columna, temiendo acaso un movimiento envolvente, contramarchaba hacia el recinto al son de las charangas y paso de camino.

Viendo llegar al capitán Velarde, el ex-prisionero le tendió los brazos, y estrechados los dos siguieron el paso de sus cabalgaduras por un momento.

La tropa aclamó al comandante Oribe, a Velarde y a Berón, por cuyo rescate se había puesto a prueba el denuedo de todos.

-¡Por siempre hemos de ser amigos! -dijo Luis María a Ismael.

-Aparcero hasta la muerte -respondió el capitán.

Berón le oprimió con fuerza la mano, añadiendo con entusiasmo:

-Bien me dijo V. allá en al paso del Rey, que ese clarín era un gran compañero; y de esta proeza nunca me he de olvidar. Cuando V. lo hizo sonar yo mismo llegué a creer que un regimiento venía flanqueando al enemigo; los paulistas se sorprendieron, ya no hubo voz de mando que se oyese. Un sargento fue el primero en dar la espalda; los soldados siguieron su ejemplo sobrecogidos por el pánico; y al correr, me envolvieron en el torbellino. Yo estaba aturdido todavía y maltrecho con la caída, allá en la falda; de modo que ni atiné a escapar en medio del desorden. Gracias a V...

Por el pálido rostro de Ismael pasó un estremecimiento.

Luego se sonrió encogiéndose, de hombros, y dijo:

-Hoy churrasqueamos juntos para festejar esto ¿no lo parece?

-¡Sí, con el mayor placer! Será el churrasco que con más gusto haya probado en la campaña junto al valiente compañero.

En ese momento llegaban a la loma, pasando cerca del sitio del primer choque. Allí estaba su caballo muerto, con un grande agujero cerca de la oreja. Los paulistas no habían tenido tiempo de despojarlo de su «apero». Al frente, en el llano, un hombre boca arriba; a pocas varas, otro acostado en el «albardón» con la cabeza entro las manos como si durmiese. Este, a mas de una bala en la clavícula, había recibido una lanzada en el vientre dada por un brazo terrible.

Una de las balas que todavía venían de lejos, rebotó en su cuerpo con un chasquido seco.

Cuaró, que marchaba al paso un poco apartado de Luis María e Ismael, lanzó como flecha una escupida hacia atrás, murmurando:

-El que tiró esa ha de ser tuerto.

Delante de ellos replegábase al trote una pequeña fuerza.

Era la de reserva, que no llegó a entrar en la carga, al mando del comandante Calderón, jefe de la línea.

Los patriotas, que regresaban alegres a su campo, sintieron a su vista un enfriamiento; el efecto que produce la aparición de un ave negra después del combate.

Cuaró alzó la cara, mirando con mucha fijeza el rumbo como mastín que olfatea, y refunfuñó:

-¡Carancho sarnoso!

Formó la tropa sobre la loma, a excepción de la que había quedado de avanzada en guerrilla, y de una pequeña protección.

Las descargas habían cesado.

Los escuadrones paulistas, después de un alto cerca de un antiguo saladero, había seguido el movimiento de la columna dejando partidas de observación casi a tiro de fortaleza.

Debía darse por terminada la faena del día, que ya declinaba sensiblemente.

El cielo se había cubierto de nubes por completo; el sudeste aumentaba en violencia y tendíase una llovizna fría sobre los campos a manera de ceniciento tul.

No existía bosque alguno por aquellas inmediaciones, salvo uno que otro grupo de arbustos ya en deshoje, y dispersos «ombúes» de cabeza calva.

Se acampó en una «tapera» -restos de vieja población incendiada en tiempos de Artigas por los portugueses, según informes de los vecinos,- y a la que habían dado sombra dos de aquellos gigantes de la flora indígena, que junto a ella se elevaban, plantados acaso por su primitivo dueño en los comienzos del siglo.

A falta de otra, recogiose «leña de vaca» para los fogones, aparte de algunos arbustos secos. El «cañadón» corría por el bajo sobre un fondo de cantera, y un agua tan pura como la del mejor manantial.

Saciose allí la sed, y llenáronse las calderas de asa que debían recostarse al fuego para el «mate» de yerba misionera.

Con los juncos, de un pequeño «estero» de allí poco distante, construyéronse sin demora los armazones de los «ranchos» de abrigo; asilos del largo de un hombre cubiertos por el poncho, en cuyo interior, sobre una capa de ramitas verdes de saúco, tendiéronse las prendas del «recado» que servirían de lecho.

Recién en estas faenas la tropa, Luis María, que acababa de recibir las felicitaciones de su jefe, apercibiose ya en el fogón de Ismael que Esteban no se encontraba en el campo.

Como hiciese notar en voz alta esta falta, un soldado se apresuró a decir:

-Ha de estar en la avanzada.

-No -repuso otro con acento de seguridad-. Para mí, cayó prisionero en el camino.

-¿Lo vio V.?

-¡Lo vide! Montaba un lobuno medio potro que rodó en el entrevero, en las encajaduras de carretas. Pudo montar otra vez... Pero los «mamelucos» hicieron rueda y al juir se lo llevaron en el borbollón como guasca lechera, cuando el teniente era apartao por el capitán. Dejó el sombrero, ¡y aquí está!...

El soldado, efectivamente, enseñaba a mas del suyo otro que llevaba colgado sobre el dorso, cogido al cuello por el «barbijo». Era un chambergo negro.

-Es el mismo -observó Luis María-. ¡Pobre Esteban!

-Por saber lo que aquí pasa, lo han de llevar vivo.

-A mas, el negro es de linda pinta -añadió un tercero.

Esta noticia contrarió bastante a Berón en los primeros momentos; pero la sociedad del fogón lo distrajo.

Ismael estuvo más comunicativo que otras veces con él; hizo una excursión al pasado en su estilo conciso; y después de esa expansión, como agriado por las mismas memorias, se recogió grave y huraño, sumiéndose en un silencio profundo.

Así que Luis María se retiró, asaltole de nuevo el recuerdo de Esteban. Esta vez, sin embargo, no fue para aumentar su aflicción.

Llegó a creer que aquella pasajera desgracia, porque tal la consideraba, podía serle de utilidad; siempre que el negro se desempeñase con el ingenio de que había dado pruebas en muchas situaciones delicadas. ¿Quién mejor que él podía servirle de intermediario con su familia? Acaso lo volviesen a su antigua condición de esclavo, bajo otros amos. Pero lo más probable era que lo obligasen al servicio militar como a tantos libertos, dado que había revistado en filas y poseía aptitudes necesarias.

En estas y otras cosas iba pensando, camino de su «rancho», que le había sido hecho por un soldado de Ismael próximo a la loma, cuando una sombra se interpuso y oyó una voz conocida que lo interpelaba, -la voz de su jefe.

La noche había caído oscura, y proseguía más densa la llovizna acompañada del viento recio.

Luis María contestó:

-El mismo, ¡comandante!

-Pues si no lo rinde el sueño, -repuso Oribe- véngase un rato a mi vivac. Hablaremos tranquilos; no hay novedad en el campo... Los «mamelucos» se han ido lejos.

-Seguiré sus pasos, mi jefe.

-La claridad del fogón es buena guía. ¡Vamos derecho, por la falda!

Luis María marchó detrás.

Por un instante sólo se sintió el ruido de sus espadas en las vainas y el trinar de las espuelas. Después, todo quedó en silencio.