Guardia nacional

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Guardia nacional[editar]

-«¿Gusta un mate, patrón?»

-«Bueno, don Pedro, tomaré.» Y el patrón de la estancia, un extranjero de unos cuarenta y cinco años, de risueña cara colorada y de pelo rubio, se sentó, sin cumplimiento, como todo lo hacía, en la punta del banco, para saborear un cimarrón y conversar un rato con su capataz, Pedro Ponce, un puestero, Francisco Muñiz, que estaba de visita, y el viejo Soria, un gaucho casi octogenario, titulado peón, para poder darle, sin herir su amor propio, el techo y la comida y algunos pesos para la caña, en que se conservaba, como un encurtido, en vinagre.

Era lindo tipo, el viejo Soria, con su poderosa estatura, apenas encorvada por la edad, su larga y tupida cabellera blanca, y sus modales de fiera vieja, que desdeña de gruñir porque ya no puede morder, pero que nunca ha aprendido a lamer la mano.

Había sido soldado de Rosas; había llevado el gorro colorado de manga, que, como chorro de sangre, se desparramaba sobre el hombro; había presenciado, por lo menos en parte, los misterios de Santos Lugares; y la imaginación de los muchachos, hijos del estanciero, se encendía, al conversar con él, de aquellos tiempos, en que aseguraba Soria que no había cuatreros en los campos del sud. -«Desgraciado, decía, del que, entonces, hubiera carneado un animal!» Pero, como si el solo recuerdo de ellos hubiera sido terrible, bien se guardaba de agregar que a los mismos que tanto cuidaban de la propiedad ajena, poca plata les costaban los rodeos enteros, con que poblaban sus campos, y que si bien prohibían carnear vacas, degollaban gente por lujo.

Salido ileso de Caseros, Soria había vuelto a sus pagos de la costa del Gualichú; hecho perdiz, entre los juncales y las cortaderas, había dejado pasar las tormentas de Cepeda y de Pavón, sin ganas de meterse en nuevas trifulcas, y disparando de las comisiones arreadoras de gente para la frontera. Conversaba complaciente del tiempo viejo. ¡Qué de cosas les contaba a los muchachos, del tiempo del tirano! hablando de él sin nombrarlo, como hablan de su Dios misterioso, los sacerdotes de ciertas religiones cruentas.

Recuerdos del ejército de entonces, atrocidades, cruzadas por rasgos de burlona generosidad, historias de cuartel y de campo raso, gauchadas atrevidas, proezas y disparadas, avances y pánicos, brotaban de sus labios; y los niños escuchaban, bebían sus palabras, ávidos de mas detalles, siempre.

Pero, por mucho que se las hubiesen preguntado, había dos cosas sobre las cuales nunca pudieron conseguir del viejo, más que un refunfuño de disgusto, perdido entre los espesos bigotes quemados por el cigarro, y un relámpago de rabia en los ojos empañados, escondidos en los pliegues de la cara, abotagada por el alcohol; nunca pudieron saber a cuántos cristianos había degollado, cuando soldado de Rosas, ni cuántos azotes había recibido.

Puede ser que el viejo ni hubiera tocado el violín a nadie, ni hubiera recibido palos, pero les parecía imposible que no fuera así, ya que, según la leyenda de aquel tiempo, degollar y ser apaleado, eran dos de las principales atribuciones del ciudadano argentino, bajo las armas.

-«Pues en mi tiempo, señor, dijo Muñiz, así como por el setenta, y un poco antes, no nos trataban tampoco muy bien, a los de la guardia nacional, pero siquiera, no tuve que pelear con argentinos, y cuando tuvimos que matar indios en la frontera, fue siempre en combate leal, y con riesgo del cuero.

-A mí me tocó algo de la grande, dijo Ponce, con la guerra del Paraguay; ¡suerte! que fue recién al final, cuando ya había menos tiempo para morir; pero, con todo, era medio fuerte la cosa... ¡Lindo país! el Paraguay, pero por demás caluroso, en aquel año del 69.»

El otro vecino, él, se jactó de haberse siempre podido escurrir del servicio, gracias a una tía a quien quería mucho el comandante militar del partido. Y seguían conversando, acordándose todos, de los sufrimientos y penurias pasadas, y también de los caprichosos arreos del 74 y del 80, de hombres, sin más arma que la caña tradicional, con la media tijera de esquilar en la punta, y de mancarrones a millares, que iban a morir, por todas partes, inútiles.

Iba uno entonces, pensaban, sin saber siquiera por quién ni contra quién; ahí estaba la comisión y había que seguir, no más. Ya que le aseguraban, y que se lo podían probar a machete, que era Vd. guardia nacional, y que siendo guardia nacional, había que marchar, se marchaba; encontrándose cualquiera, muchas veces, revolucionario, sin saberlo.

Después, a los años de estar tranquilo el país, había surgido por el lado de las cordilleras, el fantasma chileno, y los jóvenes, los hijos ahora, habían tenido los ejercicios del domingo, -sin armas, porque no alcanzaban para todos-, chapaleando durante cuatro horas por semana, a pie, en el polvo o en el barro del camino real, maniobrando, como bandada de gansos, el gauchaje, por el modo de caminar, y mandados por un exvigilante destituido por borracho, que hacía de oficial.

Con todo, los viejos asentían en que la guardia nacional era bastante diferente de la de sus tiempos; primero, que estaba a pie, casi toda, en vez de andar montada y con caballo de tiro, como antes; a más que, al rato de ser reunidos, se les daba a los milicos uniforme, kepí, manta y todo, y unos fusiles, que hasta los mismos remingtons eran juguetes al lado de ellos. -«Sin contar los cañones,» dijo el patrón, y les explicó los efectos de la artillería moderna, lo que los dejó pasmados.

Pero, pocos momentos después, pudieron darse cuenta de que otra diferencia debía haber, mayor aún, entre los arreos indebidos y al tun-tun, de antaño, y el llamamiento a las armas, legal y respetado, de una verdadera guardia nacional organizada. Llegó el hijo mayor del patrón, de vuelta del pueblo vecino, saltó del caballo fatigado, y, tirando al aire el sombrero, desde el palenque, gritó: «¡Viva la patria! se retiró Portela!»

Todos se levantaron y lo rodearon, ávidos de noticias, y el muchacho, con juvenil excitación, les contó que iba a estallar la guerra con Chile, que se habían llamado las clases del 78 y del 79, que a él le tocaba, y que con ganas iba. Y pasó sobre todos ellos, sobre el mismo padre, aunque fuera padre y fuera extranjero, como un soplo heroico, que ni el viejo soldado de Rosas, ni él que había roto lanzas con los indios, ni el mismo guerrero del Paraguay, había, hasta entonces, conocido, y que hizo estremecer y ruborizarse al que siempre se había sabido escurrir del servicio militar: era la llamada ansiosa y vibrante de la patria amenazada.