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Tierra querida

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Tierra querida

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Los bueyes, con el paso lento, humildes y poderosos, en esfuerzo invencible de sus frentes agachadas, tiran del arado, mezclando los largos filamentos de su baba relumbrosa, con los vapores que suben, bebidos por el sol, del surco negro abierto, por primera vez, en la rica tierra pampeana.

Giuseppe, vigoroso piamontés, a pasos iguales y largos, sigue la marcha de los animales, haciendo pesar en la mansera la mano musculosa, para hundir más la reja del arado vencedor, en este suelo que todavía resiste.

Y sueña Giuseppe. Venido a la América del sur, en busca de fortuna, deja correr su mirada, del surco, al horizonte sin fin de la llanura inmensa; y calcula que de esta misma tierra rica y fértil, hay extensiones inacabables y desiertas; y, al acordarse las maravillas que, en su tierra, crea el trabajo industrioso del hombre, en una sola hectárea, poblándola de centenares de árboles de variada fruta, de hortalizas suficientes para mantener a familias numerosas, de forrajes productores de carne y de leche, y hasta de glorietas floridas que, de algún rincón hacen un paraíso, siente cundir en su alma de pobre peón, la vehemente ambición de poseer, él también, algún día, un retazo, un jirón, una hilacha de este manto regio.

El esclavo que, bajo el látigo del amo, arrancaba del seno de la tierra las mieses, sin que nunca tuviera la mínima esperanza de tener su parte de ellas, podía, con razón, echarle maldiciones a esa cruel madrastra; el proletario europeo que la cultiva, por el pedazo de pan cotidiano, todavía la puede malquerer; al nómada que la recorre, sin pedirle más que lo que da sin trabajo, puede ser indiferente; pero para él que la remueve, con la legítima ambición y la esperanza fundada de llegar a poseerla, la tierra es una querida deseada con pasión, y merecedora de todos los sacrificios, de todas las privaciones, digna de todos los esfuerzos que puedan acercar el anhelado momento de los esponsales.

Y bien sentía Giuseppe que cuando, en tierra argentina, pudiera realizar esta su aspiración suprema, ese día, de inmigrante que era, se volvería ciudadano de una nueva patria.

Para muchos, la tierra es la novia rica, objeto, no de afección, sino de codicia, con quien el ambicioso se casa, no para tener en ella hijos que le hagan honor, sino para gozar de los bienes que le pueda traer. Y las leyes los ayudan; leyes agrarias, dictadas, al parecer, lo mismo que en la Roma antigua, para dar a los pobladores audaces la posibilidad de formar un hogar y de echar prole de ciudadanos arraigados, que tanto necesita la República; aprovechadas, en realidad, casi únicamente, por los hombres astutos de las ciudades, para aumentar sus improductivas riquezas.

Estos, por supuesto, no pueden querer a la tierra. Han oído decir, saben que hay hombres que la cultivan, pagando bien caro el derecho de tomar ese trabajo ingrato; y la arriendan, sabiendo que el sudor ajeno le dará valor, y que, con el tiempo, la podrán vender a mejor precio, sin haberla visto jamás.

¿Podrá querer a la tierra, el arrendatario? bien pronto supo que no, Giuseppe, al observar a sus vecinos.

Uno, cansado de cuidar muchos animales, con mucho trabajo, en mucho campo arrendado, y de quedar siempre, al fin del año, tan pobre como antes, resolvió un día de vender hacienda, hasta poder comprar media legua. El otro prefirió seguir con sus diez mil ovejas y sus dos mil vacas, en tres leguas de campo arrendado y abierto.

Para el pulpero, la plata de este último relucía mucho más que la del primero, pero aumentaba menos; y cuando la lana bajaba y que los novillos no engordaban, lo que, muchas veces, sucede, en campo sin mejora posible, por ser ajeno, quedaba el pobre medio empeñado, a pesar de tener tanto capital.

El que compró media legua quedó con una sola majada y algunas lecheras; pero pagó y alambró su campo, y lo va llenando de alfalfa. Si la lana baja, ajusta un poco la faja, y compra alpargatas, en vez de botas; y cuando llega el fin del año, si no queda dinero, por lo menos queda la tierra, con sus mejoras, con su arboleda que crece, con sus alfalfares que verdean y sus animales que aumentan, gordos siempre, y sin peligro que enflaquezcan.

Cuando el arrendatario deje el campo que ocupa, con el bolsillo vacío y la hacienda mermada, le quedará el consuelo de llevarse, entre los postes del corral, ¡cortado en tres pedazos, un álamo grande que existía en el puesto. Don Fernando, él, hace plantar, cada año, en el campo de su propiedad, algunos árboles por sus hijos, y les infunde, a la vez, con esto, el amor al trabajo y el apego a este pequeño retazo de tierra, cuya posesión lo pone tan encima del que, cada tres o cuatro años, se tiene que mudar, con la hacienda, la familia y los ranchos, de campo desnudo a campo pelado, yendo cada vez más lejos, y pagando cada vez más caro el derecho de mejorar con los esqueletos de su hacienda, la pampa desierta.

Y se sonríe éste, -pero, ¡con qué envidia!- cuando le oye a don Fernando decir al pulpero, con un orgullo que no puede reprimir: «No me mande tierra por tabaco, don Juan Antonio, que tierra tenemos en casa.»

A los años, también acabó Giuseppe, a fuerza de rudo trabajo y de privaciones, por hacerse de una chacra de cien hectáreas. ¡Cien hectáreas! ¡una miseria en la Argentina! pero propiedad inmensa, para él que se acuerda cuántas maravillas hacen en su tierra, en una sola hectárea.

¡Y cómo la quiere a su chacra!

Más que el arrendatario, para pagar al dueño del campo; más que el peón, para ganarse la vida; más que el siervo, bajo el látigo del amo, trabaja y se afana.

Para adornarla, embellecerla, darle todo su valor, nunca descansa; Giuseppe era peón; don José es esclavo; pero es esclavo, don José, de su propia tierra, como lo es de una esposa querida, el esposo enamorado.