Herodías
Herodías
La ciudad de Macharus se alzaba al oriente del Mar Muerto, sobre un pico de basalto en forma de cono. Cuatro valles profundos la rodeaban: dos hacia los costados, uno enfrente, el cuarto a la espalda. Las casas amontonábanse contra su base, dentro del círculo de un muro que ondulaba siguiendo las desigualdades del terreno; y por un camino en ziszás, tallado en la roca, uníase la ciudad a la fortaleza, cuyas murallas altas, de ciento veinte codos, ofrecían numerosos ángulos, almenas en los bordes, y aquí y allá torres que eran como florones de esta corona de piedra, suspendida sobre el abismo.
Dentro estaba el palacio, ornado de pórticos y cubierto por una terraza con su balaustrada de madera de sicomoro, donde se erguían los mástiles dispuestos para tender un velarium.
Una mañana, al rayar el día, vino el Tetrarca Herodes—Antipas a reclinarse y a mirar desde allí.
Las montañas, dominadas desde aquella altura, empezaban a descubrir sus crestas, mientras que su masa hasta el fondo de los abismos estaba todavía envuelta en sombra. Flotaba una niebla, que se desgarró, y aparecieron los contornos del Mar Muerto. El alba, levantándose detrás de Macherus, apuntaba un resplandor rojizo. Pronto iluminó la arena de la playa, las colinas, el desierto, y a lo lejos todos los montes de la Judea, que inclinaban sus grises y peladas laderas. Engaddi, en medio, trazaba una barra negra; Hebrón, allá en el fondo, rematando en cúpula; Esquél, con sus granados; Sorek, el de las viñas, carmen de campos de azucena, y la torre Antonia, desde su cubo monstruoso, dominando Jerusalén. El Tetrarca volvió los ojos para contemplar a la derecha las palmeras de Jericó, y pensó en las otras ciudades de su Galilea: Cafarnaum, Endor, Nazareth, Tiberiades, adonde acaso no volviera ya nunca. Corría, mientras tanto, el Jordán por la llanura árida, todo blanco y resplandeciente como una sábana de nieve. El lago, ahora, parecía de lápiz—lázuli, y en la punta meridional del lado del Yemen, Antipas distinguió lo que no hubiera querido ver. Tiendas sombrías, desparramadas, hombres con lanzas circulando entre los caballos y muchas hogueras mortecinas, pero brillando todavía como estrellas a ras del suelo.
Eran las tropas del rey de los árabes, cuya hija había repudiado él por tomar a Herodías, casada con uno de sus hermanos que vivía en Italia, libre de la ambición del poder.
Esperaba Antipas socorro de los romanos. Y como Vitelio, gobernador de la Siria, tardara en aparecer, se consumía de inquietud.
Sería que Agripa le hubiera minado el terreSighized by no en Roma ? Filipo, su tercer hermano, que mandaba en Batania, preparaba sus ejércitos clandestinamente. Como los judíos rechazaban ya sus costumbres idólatras, muy distintos de los primeros tiempos de su dominación, vacilaba entre dos planes: amansar a los árabes o ajustar una alianza con los parthos; y so pretexto de festejar su cumpleaños, había convidado a un gran festín para aquel mismo día a los jefes de sus tropas, a los administradores de sus campos y a los principales de Galilea.
Registró con mirada perspicaz todos los caminos. Estaban desiertos. Volaban las águilas sobre su cabeza, los soldados dormían junto a las paredes, a lo largo de la muralla. Nadie se movía en el castillo.
De repente, una voz lejana, como escapada de las profundidades de la tierra, hizo palidecer al Tetrarca. Inclinóse para escucharla; pero ya se había extinguido. Volvió a empezar, y entonces, dando una palmada gritó:
—¡Mannaei!, ¡Mannaei!
Se presentó un hombre desnudo hasta la cintura, como los masajistas de los baños. Era muy alto, viejo, descarnado, y llevaba sobre los muslos un cuchillo en su vaina de bronce. La cabellera, levantada por medio de una peina, exageraba la anchura de su frente. Cierta somnolencia le apagaba los ojos, pero sus dientes relucfan, y los dedos de sus pies posábanse ligeramente sobre las losas, teniendo todo su cuerpo la agilidad The decay de un mono, y su rostro la impasibilidad de una momia.
—¿Dónde está aquél?—preguntó el Tetrarca.
Mannaei respondió indicando con su pulgar un objeto detrás de ellos.
—¡Allí! ¡Siempre allí!
—Me había parecido oirle.
Y cuando Antipas hubo respirado hondamente, se informó de Iaokanann, el mismo que los latinos llaman San Juan Bautista. Se había vuelto a ver a aquellos dos hombres admitidos por indulgencia en su calabozo el mes pasado, y se había averiguado desde entonces a qué vinieron?
Mannaei replicó:
—Han cruzado con él palabras misteriosas, como hacen los ladrones por la noche en las encrucijadas de los caminos. En seguida salieron para la Galilea alta, anunciando que llevaban una buena nueva.
Antipas bajó la cabeza; luego, con expresión de espanto:
—Guárdale, guardale—dijo—, y no dejes entrar a nadie! ¡Cierra bien la puerta! Cubre el foso! ¡Ni siquiera deben sospechar que vive!
Sin haber recibido esas órdenes, Mannaei las cumplía, porque laokanann era judío, y él execraba a los judíos como todos los samaritanos.
Su templo de Garizín, elegido por Moisés para ser el centro de Israel, no existía ya desde el rey Hyrcan; y el de Jerusalén los encendía de furor, como un ultraje y una injusticia permanenDi by tes. Mannaei se había introducido allí con objeto de profanar el altar con huesos de muertos..
Sus compañeros, menos rápidos, habían sido decapitados.
Mannaei le divisaba en la separación de dos, colinas. El sol hacía resplandecer sus murallas de mármol blanco y las hojas de oro de su techumbre. Era como una montaña luminosa: algo sobrehumano que lo aplastaba todo por su opulencia y su soberbia.
Entonces extendió el brazo del lado de Sión, y con el cuerpo rígido, la cara vuelta hacia atrás y los puñios cerrados, le lanzó su anatema, seguro de que las palabras tienen un poder efectivo.
Antipas le escuchaba, sin parecer escandalizado.
El samaritano dijo después:
—Hay momentos en que está agitado; desea huir y espera su liberación. Otras veces tiene el aspecto tranquilo de un animal enfermo, o bien le ves caminar en las tinieblas, repitiendo: "¿ Qué me importa? Para que él crezca es preciso que yo disminuya!" Antipas y Mannaei se miraron. Pero el Tetrarca estaba cansado de pensar.
Todos aquellos montes que se alzaban a su alrededor como pisos de enormes olas petrificadas, las negras cimas al pie de los acantilados, la inmensidad del cielo azul, el esplendor violento del dfa, la profundidad de los abismos, le inquietaban; y el espectáculo del desierto, que finge, con un trastorno geológico, anfiteatros y palacios en De la ruinas, le producía impresión desciladora. El viento cálido traía en el olor azufre, como la exhalación de las ciudades malditas, enterradas bajo las olas de plomo. Estas señales de una cólera inmortal aterrorizaban su pensamiento y permanecía con ambos codos sobre la balaustrada, con ojos fijos y las mejillas en las manos. Alguien le había tocado. Se volvió. Herodías estaba delante de él.
Una ligera cimarra de púrpura la envolvía hasta las sandalias. Había salido precipitadamente de su cuarto, y no llevaba ni collares ni pendientes. Le caía sobre el brazo una trenza de sus cabellos negros, que, por el cabo, iba a hundirse entre los dos senos. Palpitaban las aletas de su nariz, el jubilo del triunfo iluminaba su rostro, y con voz fuerte, sacudiendo al Tetrarca, dijo:
—César nos ama. Agripa está ya preso.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Yo lo sé.
Y agregó:
—Es por haber ambicionado el imperio para Cayo.
Aun viviendo de sus limosnas, había usurpado el título de rey, que ellos, como él, ambicionaban. Pero en el porvenir no habría ya temor. "Los calabozos de Tiberio se abren difícilmente, y alguna vez no está allí segura la vida." Antipas la comprendió, y, aunque ella fuese hermana de Agripa, su atroz intención le pareció justificada. Esos asesinatos, consecuencia lógica Detized de las cosas, eran una fatalidad de las casas reales. En la de Herodes ya no podían contarse.
Luego reveló ella todo su plan: los deudos comprados, las cartas interceptadas, los espías en todas las puertas, y cómo había llegado a seducir a Eutiques, el denunciador: "¡Nada me costaba!
No he hecho yo por ti mucho más? ¿No he abandonado a mi hija ?" Desde su divorcio la había dejado en Roma, esperando tener otros hijos del Tetrarca. Nunca hablaba de eso, y Antipas se preguntaba a qué obedecía su acceso de ternura.
Habían desplegado el velarium y colocado rápidamente anchos cojines cerca de ellos. Herodías se dejó caer, y lloró vuelta de espaldas. Luego, pasándose las manos por los párpados, dijo que no quería atormentarse más, que se juzgaba feliz; y recordo sus conversaciones, allá abajo, en el atrium, sus encuentros en las termas, sus paseos a lo largo de la Vía Sacra y las noches pasadas en las soberbias villas de la campiña romana, bajo los arcos de rosas y entre el murmullo de los surtidores. Le miraba como en otro tiempo, apretándose contra su pecho con gestos mimosos.
El la rechazó. ¡Estaba ya tan lejos el amor que Herodías trataba de reanimar! Lo que ahora se le presentaba eran sus desdichas, porque pronto iba a hacer doce años que la guerra no cesaba nunca. Tantas preocupaciones habían envejecido al Tetrarca. Sus hombros se encorvaban cubiertos de una toga sombría, con cenefa violeta, mezcláDe jace o banse sus cabellos blancos con la barba, y un rayo de sol que atravesaba la vela bañaba en luz su frente melancólica. También la de Herodías mostraba ya algunas arrugas; y uno frente a otro se contemplaban de una manera despiadada.
Comenzaban a poblarse los caminos de la montaña. Pastores que aguijaban a sus bueyes, niños llevando del ramal a sus asnos, palafreneros conduciendo caballos. Los que bajaban las alturas, al otro lado de Machærus, desaparecían detrás del castillo; otros subían la torrentera, y al llegar a la ciudad depositaban su carga en los patios. Eran los proveedores del Tetrarca y la servidumbre que precedía a sus invitados.
Pero en el fondo de la terraza, a la izquierda, apareció un esenio, vestido de blanco, descalzo, de aspecto estoico. Mannaei se abalanzó del lado derecho, levantando su cuchillo. Herodías gritó:
"¡Mátale!" — Detente!—dijo el Tetrarca.
Y permaneció inmóvil. El otro también.
Después se retiraron cada uno por una escalera distinta, andando de espaldas, sin dejar de mirarse.
—Le conozco—dijo Herodías—, se llama Phanuel y trata de ver a laokanann, ya que tú tienes la ceguera de encerrarle vivo.
Antipas objetó que algún día quizá pudiera servirle. Sus ataques contra Jerusalén les atraían a ellos el resto de los judíos.
—No—repuso Herodías. Los judíos aceptan Digitzed by todos los amos, y no son capaces de crearse una patria.
En cuanto al que perturbaba al pueblo con las esperanzas mantenidas desde Nehemias, lo mejor era suprimirlo.
Según el Tetrarca, no había motivo para precipitarse. "Iaokanann peligroso! ¡Vamos!", y aparentaba tomarlo a risa.
—Cállate!—. Entonces ella volvió a referir su humillación el día en que se halló en el camino de Galaad, cuando la cosecha del bálsamo—, Había, a orillas del río, muchas personas que volvían a ponerse sus vestidos, y al lado, sobre un montículo, un hombre les hablaba. Llevaba alrededor de los riñones una piel de camello, y su cabeza parecía la de un león. En cuanto me vió escupió sobre mí todas las maldiciones de los profetas. Sus pupilas llameaban; su voz, rugía; levantaba los brazos como para arrancar el trueno. ¡Imposible huir! Las ruedas de mi carro se habían hundido en la arena hasta los ejes, y tuve que alejarme lentamente, recogiéndome en mi manto, helada por aquellas injurias que caían sobre mí como lluvia de tempestad.
Iaokanann no la dejaba vivir. Cuando le prendieron, atándole con ligaduras, los soldados tenían orden de coserle a puñaladas si se resistía; pero él se mostró dócil. Habían introducido serpientes en su prisión; pero las serpientes aparecieron muertas.
La inanidad de aquellas maquinaciones exaspeDer w raba a Herodías. Además, ¿por qué luchaba contra ella? ¿Qué interés le guiaba? Sus discursos, gritados ante las multitudes, se habían extendido; circulaban, llenaban el aire, y por todas partes los oía. Contra el ataque de las legiones hubiera tenido valor. Pero aquella fuerza, más perniciosa que la cuchilla y que no se podía sujetar, era estupefacciente. Pensando en ello recorría la terraza pálida de ira, sin encontrar palabras que expresaran lo que la sofocaba.
Temía también que acaso el Tetrarca, cediendo a la opinión, se resolviera a repudiarla. Entonces, todo estaría perdido. Desde niña alimentaba el sueño de un gran imperio. Por llegar a realizarlo fué por lo que, desligándose de su primer esposo, se había unido a este otro que, probablemente, iba a defraudarla.
Buen apoyo he buscado al entrar en tu familia!
Vale lo que la tuya!—dijo sencillamente el Tetrarca.
Herodías sintió hervir en sus venas la sangre de los patriarcas y los reyes, sus antepasados.
¡Pero si tu abuelo barría el templo de Ascalón! Y los otros eran pastores, bandidos, conductores de caravanas, una horda, tributaria de Judá desde los tiempos del rey David! Todos mis ascendientes han vencido a los tuyos. El primero de los Makkaabí os arrojó de Hebrón. Hyrkan os obligó a circuncidaros!
Y exhalando el desprecio de la patricia hacia el Digit zed by plebeyo, el odio de Jacob contra Edom, le reprochó su indiferencia ante los ultrajes; su debilidad ante los fariseos que le traicionaban; su cobardía para con el pueblo que la detestaba. "¡Tu eres como él, confiésalo! ¡Y te acuerdas de aquella muchacha árabe que danza alrededor de las piedras! ¡Tómala otra vez! ¡Vete a vivir con ella en su casa de tela! ¡Devora su pan cocido entre cenizas! Traga la leche cuajada de sus ovejas!
¡Besa sus mejillas moradas! ¡Y no te acuerdes de mi!" El Tetrarca no escuchaba ya. Miraba la azotea de su casa, donde estaba una joven, y a su lado una mujer vieja, sosteniéndola el quitasol de mango de bambú, largo como la caña de un pescador.
En el centro del tapiz aparecía, abierto, un gran cesto de viaje. Cinturones, velos, arracadas de orfebrería, desbordaban de él, en revuelto montón.
De vez en cuando la joven se inclinaba hacia aquellas cosas, y las sacudía al viento. Iba vestida como las romanas, con túnica rizada y peplo adornado de bellotas de esmeralda; unas correas azules sujetaban su cabellera, demasiado pesada, sin duda, porque a menudo se llevaba la mano para sostenerla. La sombra del quitasol se paseaba sobre ella, ocultándola a medias. Antipas divisó dos o tres veces su cuerpo delicado, el ángulo de sus ojos, el rinconcito de una boca pequefia, pero veía de las caderas a la nuca todo su talle que se inclinaba, para levantarse después, de una manera elástica. Aguardando a verla otra De dere o w vez el mismo movimiento, su respiración se hacía más fuerte, y se encendían confusas llamas en sus ojos. Herodías lo observaba.
Preguntó Antipas:
—¿Quién es esa?
Ella respondió que no sabía, y se fué, calmada repentinamente.
Esperaban al Tetrarca bajo los pórticos los Galileos, el maestro de las escrituras, el jefe de los pastos, el administrador de las salinas y un judío de Babilonia, que mandaba a sus jinetes.
Todos le saludaron con una aclamación. Luego desapareció hacia las habitaciones interiores.
Surgió Phanuel en el ángulo de un corredor:
—¡Ah! ¡Otra vez! Vienes por laokanann, sin duda?
—Y por ti. Tengo que comunicarte una cosa importante.
Y, sin separarse de Antipas, penetró detrás de él en una habitación más oscura, Caía la luz por un enrejado que corría todo lo largo de la cornisa. Los muros estaban pintados de un color granate, casi negro. En el fondo se extendía un lecho de ébano con abrazaderas de piel de vaca. Encima, relucía como un sol un escudo de oro.
Antipas atravesó toda la sala, y se acostó en el lecho.
Phanuel estaba en pie. Alzó su brazo y dijo en actitud inspirada:
—El Altísimo envía, en ocasiones, un hijo suyo.
Iaokanann es de éstos. Si tú le oprimes, serás castigado.
¡Es el quien me persigue!—gritó Antipas—.
Ha deseado de mi una acción imposible, y a partir de entonces me despedaza. Y yo, al principio, no era duro con él. Ha llegado a mandar desde Machærus emisarios que subleven mis provincias.
¡Desgraciado de él! ¡Puesto que me ataca, yo me defiendo!
—Sus cóleras tienen demasiada violencia—replicó Phanuel; pero no importa. Es preciso libertarle.
—¡No se suelta a las bestias feroces!—dijo el Tetrarca.
El esenio respondió:
—No te inquietes ya. Llegará hasta los árabes, los galos y los escitas. Su obra debe extenderse hasta el fin de la tierra.
Antipas pareció perderse en una visión.
—Su poder es fuerte; a despecho mío, yo le amo.
—Entonces, quedará libre?
El Tetrarca movió la cabeza. Temía a Herodías, a Mannaei y al desconocido..
Phanuel trató de persuadirle, alegando, como garantía de sus proyectos, la sumisión de los esenios a los reyes. Aquellos hombres pobres, indomables por medio del suplicio, vestidos de lino y que leían el porvenir en las estrellas, eran muy respetados.
Antipas se acordó de una palabra que Phanuel acababa de pronunciar.
Dipity · 110 —¿Cuál es esa cosa importante que me anunciabas?
Apareció en esto un negro, todo el cuerpo blanco de polvo, alentando y sin tener fuerza más que para decir:
— Vitelio!
—¿Cómo? ¿Viene?
Le he visto yo! Antes de tres horas está aquí.
Las cortinas de los corredores se movieron como si las excitara el viento. Un rumor llenó el castillo. Un estruendo de gente que corría, muebles arrastrados por el pavimento, vajilla de plata que se desploma. Desde lo alto de las torres sonaron las bocinas para advertir a los esclavos dispersos.
II
Las murallas estaban cubiertas de gente cuando Vitelio entró en la plaza. Apoyábase en el brazo de su intérprete, y le seguía una gran litera roja, adornada de penachos y espejos. Llevaba puestos la toga, la laticlavia y los brodequines de cónsul, y los lictores rodeaban su persona.
Plantaron delante de la puerta sus doce haces, las varas atadas por una correa, con el hacha en medio. Todos temblaron, entonces, ante la majestad del pueblo romano.
La litera, que conducía ocho hombres, se detuvo, y salió de ella un adolescente ventrudo, de Dorized by rostro granujiento, con los dedos cubiertos de perlas. Le ofrecieron una copa llena de vino aromático. La bebió y pidió otra.
El Tetrarca se había arrojado a las rodillas del procónsul, pesaroso—decía—de no haber conocido antes el favor de su presencia. De no ser así, hubiera dispuesto todo lo necesario para el paso de los Vitelios. Descendían éstos de la diosa Vitelia.
Un camino que conduce de Janículo al mar, lleva todavía su nombre. Las cuesturas, los consulados, eran innumerables en su familia. En cuanto a Lucio, su huésped, se le debía gratitud como vencedor de Elitos y como padre del joven Aulio, que parecía regresar a sus dominios, puesto que el Oriente era la patria de los dioses. Tales hiperboles fueron expresadas en latín, y Vitelio las aceptó impasible.
Respondió él que el gran Herodes bastaba para la gloria de una nación. Los atenienses le habían concedido la superintendencia de los juegos olímpicos. Había erigido templos en honor de Augusto, siendo paciente, ingenioso, terrible y siempre fiel a los Césares.
Entre las columnas de capitel broncíneo se divisó a Herodías avanzando con ademán de emperatriz, rodeada de mujeres y eunucos que sostenían en bandejas de plata perfumes encendidos.
El procónsul salió tres pasos a su encuentro, y la saludó con una inclinación de cabeza.
—¡Qué júbilo—gritó Herodías—saber que AgriDe acco pa, el enemigo de Tiberio, no está ya, desde ahora, en condiciones de hacer daño!
Ignoraba Vitelio el suceso, y aquella mujer que hablaba así le pareció peligrosa, y como Antipas jurase que él lo haría todo por el emperador, le preguntó:
— Aun en daño de otros?
Había tomado rehenes del rey de los parthos, sin que el emperador pensara en ello; y Antipas, presente a la conferencia, para hacerse valer, había expedido en seguida la noticia. Esto era lo que había atraído su profundo rencor y lo que causó el retraso en facilitarle socorros.
Balbuceó el Tetrarca; pero Aulio dijo riendo:
—¡Tranquilízate! ¡Yo te protejo!
El procónsul aparentó no haber oído. La fortuna del padre dependía de la indignidad del hijo, y aquella flor del fango de Cáprea le procuraba beneficios tan considerables, que le rodeaba de atenciones, aun desconfiando de ella, porque era realmente venenosa.
1 Oyóse gran tumulto a la puerta, y fué introducida una recua de mulas blancas, montadas por personas vestidas en traje sacerdotal. Eran los saduceos y fariseos que iban a Machærus, empujados por igual pretensión: los primeros, queriendo obtener la sacrificatura, y los segundos, queriendo conservarla. Eran sombríos sus rostros, sobre todo los de los fariseos, enemigos de Roma y del Tetrarca 1 vuelo de sus túnicas les estorbaba en la cofusión, y la tiara vacilaba en su frente por encima de las tiras de pergamino, donde llevaban trazados fragmentos de las escrituras.
Casi al mismo tiempo llegaron los soldados de la vanguardía. Habían metido sus escudos en sacos para preservarlos del polvo, y detrás de ellos iba Marcelo, lugarteniente del procónsul, con dos publicanos que apretaban debajo del brazo sus tabletas de madera.
Antipas presentó a los principales de su corte:
Tolmai, Kanthera, Sehón, Ammonio de Alejandría, que le compraba el asfalto; Naaman, capitán de sus tropas ligeras; Iacim, el babilonio.
Vitelio había reparado en Mannaei.
—¿Y ese quién es?
El Tetrarca le hizo comprender con un gesto que era el verdugo.
Luego presentó a los saduceos.
Yonathas, un hombrecito ágil de movimientos y que hablaba griego, rogó al señor que les honrara con una visita a Jerusalén. Probablemente, iría.
Eleazar, con su larga barba y su nariz aguileña, reclamó para los fariseos el manto del gran sacerdote, detenido en la torre Antonia por la autoridad civil.
Luego, los galileos denunciaron a Poncio Pilatos. Con ocasión de cierto loco que buscaba los vasos de David en una caverna cerca de Samaria, había matado a muchos habitantes. Todos hablaban a un tiempo. Mannaei, más violento que los De lec or TR CUENTOS 8 demás. Vitelio afirmó que los criminales serían castigados.
Frente al pórtico, donde los soldados habían colgado sus escudos, estallaron agrias vociferaciones. Las cubiertas estaban deshechas, y se veía sobre el umbo la imagen de César. Esto era para los judíos una idolatría. Antipas les arengó, mientras Vitelio, al pie de las columnas, sentado en su alto sitial, se asombraba de su furor.
Había hecho bien Tiberio en desterrar a cuatrocientos en Cerdeña. Pero aquí, en su tierra, eran más fuertes, y mandó retirar los escudos.
Entonces rodearon al procónsul, implorando reparación de injusticias, privilegios, limosnas. Se destrozaban las ropas, se aplastaban, y para hacer sitio, los esclavos golpeaban con sus bastones a derecha e izquierda. Los más inmediatos a la puerta descendían por el sendero, mientras otros subían. Luego volvían. Cruzábanse dos corrientes en aquella masa de hombres que oscilaba comprimida en el recinto de las murallas.
Vitelio preguntó por qué había tanta gente.
Antipas dijo la causa: era el festín de su cumpleaños, y le mostró a muchos hombres que, inclinados sobre las almenas, halaban con cuerdas inmensos cestos de viandas, frutas y legumbres.
Subían también antílopes y cigüeñas, anchos pescados que azuleaban, uvas, sandías y pirámides de granadas. Aulio no se contuvo. Precipitóse hacia las cocinas, arrastrado por aquella gula que había de sorprender al universo.
Al pasar cerca de una cuerda divisó varias marmitas que parecían corazas. Vitelio fué a verlas.
Luego exigió que le abrieran las habitaciones subterráneas de la fortaleza.
Estaban talladas en las rocas, en altas bóvedas, con pilares de distancia en distancia. La primera guardaba armaduras viejas; pero la segunda rebosaba de lanzas que alargaban todas sus puntas, emergiendo de un ramillete de plumas. La tercera parecía tapizada de estera de cañas, tan juntas estaban las finísimas flechas, colocadas perpendicularmente unas al lado de otras.
Hojas de cimitarra cubrían las paredes de la cuarta. En medio de la quinta, las hileras de cascos, con sus crestas, figuraban un batailón de serpientes rojas. No se veía en la sexta más que carcajs; en la séptíma, enémides; en la octava, brazaletes; en las siguientes, horcas, garfios, escalas, cuerdas, hasta maderos para las catapultas, ¡hasta cascabeles para el petral de los dromedarios!, y como la montaña iba ensanchándose hacia su base, agujereada por dentro como un panal de abejas, por debajo de aquellas habitaciones había otras más numerosas y todavía más profundas.
Vitelio, Fineas, su intérprete y Sisenna, jefe de los publicanos, las recorrieron a la luz de las antorchas que llevaban tres eunucos.
Entre la sombra aparecían cosas terribles inventadas por los bárbaros: rompecabezas guarnecidos de clavos, dardos envenenados, tenazas De ce como mandíbulas de cocodrilo. En fin, el Tetrarca tenía en Macherus municiones de guerra para cuarenta mil hombres.
Había ido reuniéndoles en previsión de una alianza con sus enemigos. Pero el Procónsul podía creer, o aparentarlo, que eran para combatir a los romanos, y pedía explicaciones.
Desde luego no eran suyas; muchas servían para defenderse de los bandidos; otras hacían falta contra los árabes; también dijo que todo aquello había pertenecido a su padre. Y en vez de ir detrás del Procónsul, iba delante, con paso muy rápido. Luego se colocó pegado al muro que cubría con su toga, y con los dos codos separados; pero se veía lo alto de una puerta por encima de su cabeza. Vitelio la vió y quiso saber lo que allí se encerraba. Sólo el babilonio podía abrirla.
"Llama al babilonio!" Y esperaron.
Su padre había venido desde las orillas del Eúfrates a ofrecerse al gran Herodes con quinientos caballeros, para defender las fronteras orientales. Después del reparto del reino, Iazim había permanecido en casa de Filipo, y ahora servía a Antipas.
Se presentó con un arco al hombro y un látigo en la mano. Cordones multicolores apretaban estrechamente sus piernas torneadas. Sus fuertes brazos salían de una túnica sin mangas, y un gorro de piel sombreaba su rostro, cuya barba llevaba rizada en anillos.
Digiled by Al principio pareció no comprender. Pero Vitelio lanzó una mirada a Antipas, el cual repitió en seguida la orden, y entonces Iazim aplicó sus dos manos contra la puerta, y ésta, sola, resbaló en el muro.
Un soplo de aire cálido se exhaló de las tinieblas. Penetraron en un pasadizo en curva, que les llevó a los umbrales de una gruta más amplia que los otros subterráneos.
Al fondo abríase una arcada sobre el precipicio, que defendía por aquel lado la ciudadela.
Una madreselva trepando hasta la bóveda dejaba caer sus flores a la luz del día. A ras del suelo pasaba murmurando un hilillo de agua.
Habría allí hasta un centenar de caballos blancos, que comían la cebada en un gran tablero al nivel del hocico. Llevaban todos las crines pintadas de azul, los cascos en mitones de esparto y los pelos de entre las orejas cafan sobre el frontal como una peluca. Con su cola, muy larga, sacudían blandamente los jarretes. El Procónsul quedó mudo de admiración.
Eran animales maravillosos, flexibles como serpientes, ligeros como pájaros. Partfan con la flecha del jinete, derribaban a los hombres mordiéndoles en el vientre, salvaban los obstáculos de las rocas, saltaban sobre los abismos, y durante un día entero sostenían su galope frenético por las llanuras; una palabra les detenía. En cuanto entró lazim se fueron a él como borregos cuando aparece su pastor, y, estirando el cuello, le miDe lace w raban inquietos con sus ojos de niño. Por costumbre, lanzó desde el fondo de su garganta un grito ronco que les puso alegres y se encabritaron, hambrientos de espacio, deseando volar.
Temiendo que Vitelio se los llevara, Antipas los había encerrado en aquel lugar, destinado a los animales en caso de sitio.
—La cuadra es mala—dijo el Procónsul—; te expones a perderlos. Haz el inventario, Sisenna.
El publicano sacó una tablilla de su cinturón, contó los caballos y los inscribió.
Los agentes de las compañías fiscales corrompían a los gobernadores para saquear las provincias. Husmeaba éste por todas partes con su mandíbula de hurón y sus párpados.
Por fin subieron otra vez a la plaza.
Grandes placas circulares de bronce, desparramadas por el pavimento, cubrían las cisternas.
Observó una más grande que las otras. Las golpeó todas alternativamente, y luego, pateando, gritó:
¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! ¡Aquí está el tesoro de Herodes!
La busca de aquellos tesoros era una locura de los romanos.
Juraba el Tetrarca que no existían.
Sin embargo, qué había allí abajo?
Nada! Un hombre, un prisionero!
— Enséñalo!—dijo Vitelio.
El Tetrarca no obedeció, porque los judíos huDe Size of bieran conocido su secreto. Aquella resistencia impacientó a Vitelio.
— Hundid eso!—gritó a los lictores.
Mannaei había adivinado lo que les afanaba.
Creyó al ver un hacha que iban a decapitar a laokanann, y detuvo al lictor al primer golpe sobre la plancha. Introdujo entre ella y el pavimento una especie de gancho; luego, estirando sus largos y nervudos brazos, la levantó suavemente, acabando por derribarla. Bajo la doble cubierta de madera extendíase una trampa de la misma dimensión. De un puñetazo separáronse las dos mitades, y apareció entonces un agujero, una enorme fosa que rodeaba una escalera sín rampa. Los que se asomaron al borde divisaron en el fondo una cosa incierta y espantable.
119 Había allí un ser humano echado en el suelo, bajo por la maraña de sus largos cabellos revueltos con las pieles de fiera que le abrigaban la espalda. Se levantó. Con la frente tocaba en una reja de barrotes horizontales, y de vez en cuando desaparecía en las profundidades de su antro.
Refulgía el sol en el remate de las tiaras y en el pomo de las espadas, caldeaba generosamente las losas; y las palomas, revoloteando desde sus pisos, daban la vuelta por encima del patio. Era la hora en que Mannaei acostumbraba a echarlas el grano. Ahora permanecía en euclillas delante del Tetrarca, que estaba en pie junto a Vitelio.
Galileos, sacerdotes y soldados formaban círculo De deco o { alrededor, todos silenciosos, con la angustia de lo que iba a ocurrir.
Lo primero fué un suspiro lanzado por cavernosa voz.
Desde el otro lado del palacio la oyó Herodías, y, vencida por extraña fascinación, atravesó la multitud y escuchó, con el cuerpo inclinado y una mano sobre el hombro de Mannaei.
La voz se alzó.
Malditos seáis, fariseos y saduceos, raza de víboras, odres vacías, cimbalos retumbantes!
Todos habían reconocido a Iaokanann. Circuló su nombre, y fueron llegando más gentes.
— Maldito seas tú, oh, pueblo!, y los traidores de Judá, y los borrachos de Efraim, y los que habitan el valle grasiento, y los que vacilan con los vapores del vino.
Que se disipen como agua derramada, como babosa que se funde al pisarla, como aborto de mujer que no ve la luz.
Tendrás que refugiarte, Moab, en los cipreses como los pajarillos, en las cavernas como los topos. Las puertas de tus fortalezas serán rotas más pronto que cáscaras de nuez, se abatirán los muros, arderán las ciudades, y las plagas del Eterno no se detendrán. Revolverá vuestros miembros en vuestra propia sangre, como lana en cuba de tintorero. Os desgarrará como rastrillo nuevo, desparramará por los montes los pedazos de vuestra carne.
¿De qué conquistadores hablaba? Era de ViDigituty udby telio? Sólo los romanos podían ocasionar tal exterminio. Qyéronse lamentos: "¡Basta!, ¡basta!,
I
que acabe!" Iaokanann continuó más alto:
Los niños se arrastrarán por la ceniza junto al cadáver de sus madres! Iréis de noche a buscar el pan a través de los escombros, y el puñal os acechará. Los chacales se disputarán los huesos en las plazas públicas, donde ahora charlan los viejos por las noches. Tus vírgenes, sorbiéndose sus lágrimas, tocarán la cítara en los festines del extranjero, y tus hijos, más valientes, bajarán el espinazo, desollados por fardos demasiado fuertes.
Volvía el pueblo los ojos a los días de su destierro y a todas las catástrofes de su historia.
Así eran las palabras de los antiguos profetas, y Iaokanann las enviaba, como terribles golpes, una tras otra.
Pero luego, la voz fué haciéndose suave, armoniosa, cantarina. Anunciaba una liberación, el cielo lleno de esplendores, el recién nacido entrando en la caverna del dragón, oro en lugar de arcilla, y el desierto desvaneciéndose como una rosa. "Lo que ahora vale sesenta kicares, no costará ni un óbolo. Fuentes de leche brotarán en las rocas; se dormirá en los lagares con el vientre lleno. ¿ Cuándo llegarás tú, a quien yo espero? ¡Desde ahora, todos los pueblos se arrodillan, y tu dominación será eterna, Hijo de David!" El Tetrarca se echó hacia atrás, porque la exisDe leve oy tencia de un Hijo de David le ultrajaba como una amenaza.
Iaokanann le increpó por su reinado.—"¡No hay más rey que el Eterno!"—y por sus jardines, sus estatuas, sus muebles de marfil, como el impío Acab.
Antipas rompió la cadenilla del sello que llevaba colgado al pecho, y lo tiró en la fosa, mandándole que se callara. La voz contestó:
"Yo gritaré como un oso, como un asno salvaje, como una mujer que pare.
"El castigo de tu incesto lo tienes ya. Dios te aflige con la esterilidad del mulo." La multitud estalló en risas, semejantes al chapoteo de las olas.
Vitelio se obstinó en permanecer. El intérprete repetía, con tono impasible, en la lengua de los romanos, todas las injurias que laokanann decía en la suya. El Tetrarea y Herodías se veían forzados a escucharlas dos veces. Jadeaba él, mientras ella contemplaba, embebida, el fondo del pozo.
Aquel hombre terrible volvió la cabeza, y, empuñando los barrotes, apretó contra ellos el rostro hirsuto, como un matorral, en el que brillaban dos ascuas.
"¡Ah! ¿Eres tú, Iezabel?
"Tú te apoderaste de su corazón con el crujido de tu calzado. Tú relinchabas como yegua. Tú has levantado tu lecho en los montes para cumplir tus sacrificios.
Digitzed by "El Señor arrancará los pendientes de tus orejas, tus vestidos de púrpura, tus velos de lino, los anillos de tus brazos, las ajorcas de tus pies y las mediaslunas de oro que tiemblan en tu frente, los espejos de plata, tus abanicos de plumón de avestruz, los chapines de nácar que elevan tu estatura, el orgullo de tus diamantes, las esencias de tus cabellos, la pintura de tus uñas, todos los artificios de tu molicie, y faltarán guijarros para lapidar a la adúltera." Buscó ella a su alrededor alguna defensa. Los fariseos bajaban hipócritamente los ojos. Los saduceos miraban a otro lado, temiendo ofender al Procónsul. Antipas parecía morir.
La voz aumentaba, se desenvolvía, rodaba con desgarramientos de trueno, y, repitiéndola el eco de la montaña, caía sobre Machærus en múltiples estallidos.
123 —¡Echate en el polvo, hija de Babilonia! ¡Manda moler la harina! ¡Desata tu cinturón y tu calzado, remángate y pasa los ríos! Tu vergüenza será descubierta, tu oprobio será visto, tus sollozos te romperán los dientes. El Eterno execra el hedor de tus crímenes. ¡Maldita, maldita! Revienta como una perra!
La trampa se cerró, y al mismo tiempo se abatió la cubierta, Mannaei quería estrangular a laokanann.
Herodías desapareció. Los fariseos estaban escandalizados, y Antipas, en medio de ellos, se disculpaba.
De iece oy Sin duda—replicó Eleazar—es lícito casarse con la mujer de un hermano; pero Herodias no estaba viuda, y además tenía un hijo, y aquí es donde empieza la abominación.
Error, error!—objetaba el saduceo Jonathas. La ley condena esos matrimonios, sin proscribirlos en absoluto.
—¡No importa! Son muy injustos conmigo—decía Antipas, porque, en fin, Absalón durmió con las mujeres de su padre: Judá, con su nuera; Ammon, con su hermana; Lot, con sus hijas.
Aulio, que se levantaba de dormir, apareció en aquel momento. Cuando se enteró del asunto, aprobó al Tetrarca. No debía molestarse por semejantes tonterías. Y se reía mucho del vituperio de los sacerdotes y del furor de Iaokanann.
Herodías, de pie sobre las gradas, se volvió hacia él.
—Te equivocas, señor. Iaokanann ordena al pueblo que niegue los impuestos.
—Es verdad eso?—preguntó en seguida el publicano.
Las respuestas fueron, por lo general, afirmativas, y el Tetrarca las reforzó.
Vitelio pensó que el prisionero podía fugarse, y como la conducta de Antipas le pareció sospechosa, puso centinelas en las puertas, a lo largo de los muros y en el patio.
Luego se fué hacia su cuarto. Las diputaciones de sacerdotes le acompañaron.
Diglized by t Sin abordar la cuestión de la sacrificatura, cada cual formuló sus agravios.
Todos le abrumaban, y al fin les despidió.
Jonathas acababa de salir, cuando pudo observar que en lo alto de una almena hablaba Antipas con un hombre de larga cabellera, vestido de blanco, un esenio, y entonces sintió haberle defendido.
Una reflexión había consolado al Tetrarca, Iaokanann no dependía ya de su autoridad, puesto que los romanos se habían hecho cargo de él.
Phanuel paseaba en aquel momento por el camino de ronda.
Le llamó, y, señalando a los soldados, dijo:
—Son los más fuertes. Yo no puedo librarle.
¡No es culpa mía!
El patio estaba desierto. Los esclavos descansaban. Sobre la púrpura del cielo, que inflamaba el horizonte, los menores objetos perpendiculares destacábanse en negro. Antipas distinguía las salinas al otro lado del mar Muerto, y no veía las tiendas de los árabes. ¿Se habrían marchado ya?
Alzábase la luna. Dulcemente, iba sosegándose su corazón.
Phanuel, abrumado, permanecía con el mentón sobre el pecho. Por último, reveló cuanto tenía que decir.
Desde principios de mes estudiaba en el cielo, antes del alba, la constelación de Perseo, que se hallaba en el zénit. Agalah apenas se mostraba; Algol, brillaba menos. Mira—Coeti había desapaDe drew o recido; por donde auguraba él la muerte de un hombre importante, aquella misma noche, en Machærus.
¿Quién? Vitelio estaba bien vigilado. A Iaokanann no iban a ejecutarle. "Por lo tanto, soy yo", pensó el Tetrarca.
Acaso iban a volver los árabes? ¿Descubriría el Procónsul sus relaciones con los Parthos? Sicarios de Jerusalén escoltaban a los sacerdotes y llevaban puñales debajo de la ropa. El Tetrarca no dudaba de la ciencia de Phanuel.
Tuvo pensamiento de recurrir a Herodías. Sin embargo, la odiaba. Pero ella le daría valor, sin contar con que no estaban rotos todos los lazos del hechizo que en otro tiempo había sufrido.
Cuando entró en su cámara humeaba el cinamomo sobre la taza de pórfido de una fuente; polvos, ungüentos, gasas como nubes, bordados más ligeros que plumas aparecían allí dispersos.
No habló de la predicción de Phanuel ni de su miedo a los judíos y a los árabes; le hubiera tachado de cobarde. Habló sólo de los romanos. Vitelio no le había confiado nada de sus proyectos militares, y le suponía amigo de Cayo, que se comunicaba con Agripa, y podía desterrarle o acaso ahorcarle.
Herodías, con indulgencia desdeñosa, trató de tranquilizarle. Por fin, sacó de un cofrecillo una medalla singular, ornada con el perfil de Tiberio.
Esto bastaba para hacer palidecer a los lictores y desvanecer las acusacionesdo Antipas, conmovido de gratitud, le preguntó cómo la tenía.
—Me la han dado contestó ella.
Un brazo desnudo, un brazo joven, encantador y como torneado en marfil por Polycleto, alzó una cortina frente a ellos. De una manera algo desmañada, y, sin embargo, graciosa, rameó en el aire para coger una túnica olvidada sobre un escabel cerca de la pared.
Una mujer vieja se la entregó suavemente, abriendo la cortina.
El Tetrarca tavo un vago recuerdo que no podía precisar.
127 —Es tuya esta esclava?
¿Qué te importa?—respondió Herodías.
III
Los convidados llenaban la sala del festín.
Tenía ésta tres naves como una basílica, separadas por columnas de madera de algummium, con capiteles de bronce cubiertos de esculturas. Dos galerías con claraboyas se apoyaban encima, y al fondo se encorvaba una tercera galería, afiligranada de oro, frente a frente de un enorme arco de bóveda que se abría al otro lado.
Ardían los candelabros alineados en toda la longitud de las naves. Formaban como matas de fuego entre copas de tierra cocida y platos de cobre, cubos de nieve y montones de uva; pero De lecco aquellas claridades rojizas se perdían progresivamente, a causa de la altura del techo, y brillaban puntos luminosos, como las estrellas en el cielo, al través de las ramas. Desde el hueco de la galería veíanse lucir antorchas en la terraza de todas las casas, porque Antipas festejaba a sus amigos, a su pueblo y a cuantos quisieran presentarse.
Esclavos vigilantes como perros, con los dedos del pie en sandalias de fieltro, circulaban conduciendo bandejas.
La mesa proconsular ocupaba bajo la tribuna dorada un estrado de tablas de sicomoro. Tapices le Babilonia la encerraban en una especie de pabellón.
Tres lechos de marfil, uno en frente y dos a los costados, sostenían a Vitelio, a su hijo y a Antipas; el del Procónsul, cerca de la puerta, a la izquierda; Aulio, a la derecha, y el Tetrarca, en medio.
Llevaba pesado manto negro, cuya trama desaparecía bajo un recamado de colores; las mejillas pintadas, la barba en abanico, y polvo azul en sus cabellos, sujetos por una diadema de pedrería. Vitelio conservaba su tahalí de púrpura, que caía en diagonal sobre una toga de lino. Aulio se había hecho anudar a la espalda las mangas de su vestido de seda violeta, guarnecida de plata, Los bucles de su cabellera formaban pisos, y un collar de zafiros brillaba en su pecho, blanco y graso como el de una mujer. Cerca de él, sobre Digitzed by un lienzo y con las piernas cruzadas, se mantenía un niño muy lindo, que no cesaba de sonreir.
Le había visto en las cocinas, y no podía ya pasarse sin él, y como no retenía bien su nombre caldeo, le llamaba sencillamente "el asiático". De vez en cuando se echaba en el triclinio. Entonces sus pies desnudos dominaban la asamblea.
A este lado estaban los sacerdotes y los oficiales de Antipas, los habitantes de Jerusalén, los primates de las ciudades griegas; y debajo del Proconsul, Marcelo, con los publicanos; los amigos del Tetrarca, los personajes de Kana, Ptolemaide y Jericó; luego, mezclados, viejos soldados de Herodes: doce tracios, dos germanos, un gale;cazadores de gacelas, pastores de la Idumea; el sultán de Palmira; marinos de Eziongaber. Cada cual tenía delante una galleta de pasta blanda para limpiarse los dedos, y, arqueando los brazos como cuello de buitre, tomaba aceitunas, nueces, almendras. Todos los rostros estaban alegres bajo su corona de flores.
Los fariseos las habían rechazado como una indecencia romana. Se estremecían cuando los salpicaban de gálbano e incienso, mixtura reservada a los usos del templo..
Aulio se frotó los sobacos, y Antipas le prometió toda una carga con tres banastas de este verdadero bálsamo que Cleopatra enviaba a Palestina.
Un capitán de su guarnición de Tiberiades, acabado de llegar, se situó detrás de él para hablarle be ice w TRES CUENTOS 9 De or de acontecimientos extraordinarios. Pero su atención estaba repartida entre el Procónsul y lo que se decía en las mesas vecinas.
Se hablaba de Iaokanann y de gentes de su especie; Simón de Gitoi lavaba los pecados con fuego. Un llamado Jesús...
—El peor de todos!—gritó Eleazar—. ¡Qué infame charlatán!
Detrás del Tetrarca se levantó un hombre, pálido como el bordado de su clámide. Bajó el estrado, e interpelando a los fariseos:
—¡Mentira! Jesús hace milagros!
Antipas querría verlo.
—Hubieras debido traerlo. ¡Infórmanos!
Entonces el hombre contó que él, Jacob, teniendo una hija enferma, se había dirigido a Cafarnaum para rogar al Maestro que tratase de curarla. El Maestro había respondido: "I Vuelve a tu casa, está curada!" Y al volver la había encontrado en el umbral, porque se levantó de la cama cuando el gnomón del castillo marcaba la hora tercia, el instante mismo en que él se acercaba a Jesús.
Sin duda, objetaron los fariseos, existen prácticas, hierbas poderosas. Aquí mismo, en Machærus, se encuentra alguna vez el baarás, que hace invulnerable a quien lo usa; pero curar sin ver ni tocar era cosa imposible, a menos que Jesús utilízase a los demonios.
Y los amigos de Antipas, los primates de Galilea, asentían, moviendo la cabeza:
izby —Los demonios, evidentemente.
Jacob, de pie entre su mesa y la de los sacerdotes, callaba en actitud altiva, y al mismo tiempo dulce.
Todos le intimaban para que hablase: "¡Justifica su poder!" 131 Se encogió de hombros, y en voz baja, lentamente, como espantado de sí mismo:
Pero no sabéis qué es el Mesías?
Todos los sacerdotes se miraron, y Vitelio pidió la explicación de la palabra. Su intérprete tardó un minuto antes de responder.
Llamaban así a un libertador que había de traerles el goce de todos los bienes y el dominio de todos los pueblos. Algunos llegaban a sostener que era preciso contar con dos. El primero sería vencido por Gog y Magog, dos demonios del Norte; pero el otro había de exterminar al Príncipe del Mal; y desde hacía siglos le esperaban a cada instante.
Puestos de acuerdo los sacerdotes, tomó la palabra Eleazar.
Ante todo, el Mesías había de ser hijo de David y no de un carpintero. Vendría a confirmar la ley, y este nazareno la ataca. Además—argumentó más fuerte—, debía ser precedido por la venida de Elías.
Jacob replicó:
—Pero ¡Elías ha venido ya!
Elías! [Elías!—repitió la muchedumbre, hasta el otro extremo de la sala.
De ce Todos vieron con la imaginación a un anciano bajo un vuelo de cuervos, al rayo encendiendo el altar: los pontífices idólatras arrojados a los torrentes. En sus tribunas, las mujeres pensaban en la viuda de Sacepta.
Jacob se fatigaba repitiendo que le conocía, que él le había visto, y el pueblo también.
—Su nombre!
Entonces gritó con todas sus fuerzas.
—Jaokanann!
Antipas se retorció como si hubiera sido herido en medio del pecho. Los saduceos habían saltado sobre Jacob. Eleazar peroraba para hacerse oír.
Cuando se restableció el silencio, dobló su manto y dijo, como un juez que propone sus preguntas:
Puesto que el profeta ha muerto!...
Interrumpiéronle murmullos. No se creía en la muerte de Elías, sino en su desaparición.
Se volvió contra la muchedumbre, y luego continuó su interrogatorio:
—¿Tú piensas que ha resucitado?
—¿Por qué no?—dijo Jacob.
Los saduceos alzaron los hombros. Jonathas, entornando sus ojuelos, se esforzaba en reir, lo mismo que un bufón. Nada tan necio como la pretensión del cuerpo a la vida eterna; y declamó, para el Procónsul, este verso de un poeta contemporáneo:
Nec crescit, nec post mortem durare videtur.
Cotized by Mientras tanto, Aulio estaba inclinado al borde del triclinio, la frente sudorosa, el rostro verde, los puños sobre el estómago.
Los saduceos fingieron una gran emoción—al día siguiente les era concedida la sacrificatura—; Antipas aparentó gran desesperación. Vitelio permaneció impasible. Sin embargo, sus angustias eran reales y violentas, porque con su hijo perdía su fortunas Aulio acabó por vomitar, y no había concluído aún cuando ya pedía de comer otra vez.
—Que me den raspaduras de mármol, esquistos de Naxos, agua del mar, sea lo que sea! ¿Y si tomase un baño?
Masticó nieve, y luego, dudoso entre una terrina de Commagenes y unos mirlos en agua de rosas, se decidió por unas berenjenas meladas. El asiático le contemplaba, considerando que esta facultad de engullir denotaba un ser prodigioso y de raza superior.
Sirvieron luego riñones de toro, lirones, ruisefiores, picadillo en hojas de pámpano, mientras los sacerdotes discutían sobre la resurrección. Ammonio, discípulo de Filón, el platónico, los juzgaba estúpidos, y así se lo decía a unos griegos que se reían de los oráculos. Marcelo y Jacob se habían unido. El primero narraba al segundo la alegría que sintió cuando el bautismo de Mithra, y Jacob le animaba a seguir al Maestro, a Jesús.
Los vinos de Palma y de Tamarindo, los de Safet y de Biblos, corrían de las ánforas a las cráteDe lece o ras, de las cráteras a las copas, de las copas a los gaznates. Iazim, aunque judío, no ocultaba su adoración a los planetas. Un mercader de Aphaka aturdía a los nómadas, detallándoles las maravillas del templo de Hierápolis; y ellos le preguntaron cuánto costaría la peregrinación. Ctros le sostenían en su religión nativa. Un germano, casi ciego, cantó un himno celebrando aquel promontorio de la Escandinavia, donde los dioses aparecen con sus rostros aureolados de rayos; y las gentes de Sichem no comieron tórtolas por atención a la paloma Azima.
Muchos hablaban de pie, en medio de la sala; y el vaho de los alientos, con el humo de los candelabros, formaba una niebla en el aire. Phanuel pasó a lo largo de las murallas. Venía de estudiar otra vez el firmamento; pero no avanzó hasta el Tetrarca temiendo las manchas de aceite, que para los esenios eran una gran abominación.
Sonaron fuertes golpes contra la puerta del castillo.
Ahora ya se sabía que Iaokanann estaba preso allí. Hombres con teas escalaban el sendero, una masa negra hormigueaba en el barranco, y de vez en cuando aullaban: "¡Iaokanann! ¡Iaokanann!" —Todo lo perturba—dijo Jonathas.
—No habrá dinero si continúa— agregaron los fariseos.
Y partieron recriminaciones.
— Protégenos!
—¡Que acabe esto de una vez!
Digitzed by = Tú abandonas la religión.
—Impío, como todos los Herodes.
—Menos que vosotros—replicó Antipas. Mi padre fué quien edificó vuestro templo.
Entonces los fariseos, los hijos de los proscritos, los partidarios de los Matatías, acusaron al Tetrarca de los crímenes de su familia.
Tenían el cráneo puntiagudo, barba erizada, manos débiles y viciosas, la cara chata, gruesos ojos redondos y aire de perros de presa. Una docena, escribas y criados de los sacerdotes, nutridos por las sobras de los holocaustos, se lanzaron hasta el pie del estrado y amenazaron con los cuchillos a Antipas que los arengaba, mientras que los saduceos le defendían muy tibiamente. Divisó a Mannaei, y le hizo señas de que se fuera, habiendo indicado Vitelio por su continente que aquellas cosas no le importaban a él.
Los fariseos, sin moverse de sus triclinios, entraron de pronto en furor demoníaco, y rompieron los platos que tenían delante. Les habían servido al guiso preferido de Mecenas, el del asno salvaje, una carne inmunda.
Aulio les satirizó a propósito de la cabeza de asno, a la que, según dicen, tributan honores, y lanzó otros sarcasmos sobre su antipatía por el cerdo. Sin duda era porque este gordo animal había matado a su Baco; y ellos amaban demasiado el vino, ya que en su templo se descubrió una viña de oro.
Los sacerdotes no comprendían aquellas palaDe izce w bras. Fineas, galileo de origen, se negó a traducirlas. Entonces su cólera fué desmedida, tanto más cuanto que el asiático, lleno de miedo, había desaparecido; y la comida le desagradaba, los manjares le parecían vulgares, insuficientemente disfrazados. Se calmó, al fin, viendo ciertos rabos de oveja siria, que eran como paquetes de grasa.
El carácter de los judíos le parecía odioso a Vitelio. Su Dios bien podía ser Moloch, a quien erigían altares que él mismo había encontrado por los caminos; y vinieron a su recuerdo los sacrificios de niños, con la historia del hombre que cebaban misteriosamente. Su corazón y su estómago de latino estaban revueltos de aseo por su intolerancia, su furor iconoclasta, su tozudez brutal. El Procónsul quería partir, pero Aulio se negó.
Con las ropas desceñidas hasta las caderas, yacía detrás de un montón de vituallas, demasiado repleto para engullirlas, pero obstinado en no dejarlas.
La exaltación del pueblo iba en aumento. Se entregaban a proyectos de independencia, se recordaba la gloria de Israel. Todos los conquistadores habían sido castigados. Antígona, Craso.
Varo...
— Miserables!—dijo el Procónsul, porque entendía el siriaco, y su intérprete no le servía sino para darle más tiempo a responder.
Antipas, rápido, sacó la medalla del emperador, y, observándole trémulo, la presentó del lado de la imagen.
En esto, abriéronse de pronto los cortinajes de la tribuna de oro, y a la fastuosa luz de los cirios, rodeada de sus esclavas,, entre festones de anémonas, apareció Herodías, tocada con una mitra. asiria sujeta a la frente por un barboquejo, tendidos sus cabellos en espirales sobre un peplo escarlata, hendido a lo largo de las mangas. Dos monstruos de piedra, semejantes a los del tesoro de los atridas, alzábanse frente a la puerta, y así, semejante a Cibeles acompañada de sus leones, desde lo alto de la balaustrada que dominaba a Antipas, con una pátera en la mano, gritó:
—¡Larga vida al César!
Este homenaje fué repetido por Vitelio, Antipas y los sacerdotes.
Pero del fondo de la sala llegó un murmullo de sorpresa y admiración. Acababa de entrar una joven.
Bajo un velo azulado que la tapaba la cabeza y el pecho, se distinguían los arcos de sus ojos, las calcedonias de sus orejas, la blancura de su piel. Cubría sus hombros un cuadrado de seda tornasolada, sujeto a los riñones por un cinturón de orfebrería. Sus calzones negros estaban sembrados de mandrágoras, y de una manera indolente iba sonando sus menudas pantuflas de plumón de colibrí.
En lo alto del estrado se quitó su velo. Era Herodías, tal como en otro tiempo, cuando era jo ven. Luego se puso a danzar.
Pasaban sus pies, uno delante del otro, al ritDe ce mo de la flauta y de un par de crótalos. Sus brazos torneados llamaban a alguien que huía siempre. Ella le perseguía, más ligera que una mariposa, como Psiquis comprometida, como alma vagabunda, y parecia presta a emprender el vuelo.
Los sones fúnebres de las gringas reemplazaron a los crótalos. A la esperanza seguía el aplanamiento. Sus actitudes expresaban suspiros, y corría por toda su persona tan deliciosa languidez, que no se sabía si lloraba a un dios o si moría de sus caricias. Con los párpados entreabiertos, retorcía la cintura, balanceaba su vientre con ondulaciones de ola, hacía retemblar sus dos senos, y el rostro permanecía inmóvil y los pies no se detenfan.
Vitelio la comparó a Mnester, el pantomimo.
Aulus vomitaba todavía. El Tetrarca se perdía en un ensueño, y ya no pensaba en Herodías. Le pareció verla cerca de los saduceos. La visión se alejó.
No era, sin embargo, una visión. Herodías había hecho educar lejos de Machærus a Salomé, su hija, para que el Tetrarca la amara; y la idea era buena. Ahora estaba segura de ello.
Fueron luego los transportes de amor que quiere ser saciado. Danzó como las sacerdotisas de la India, como las nubias de las cataratas, como las bacantes de Lidia. Se revolvía por todos lados, semejante a una flor agitada por la tempestad. Saltaban los brillantes de sus orejas. El tornasol de su espalda daba bruscos cambiantes; Dig fizac by brotaban de sus brazos, de sus pies, de sus ves:
tidos, innumerables e invisibles chispas, que inflamaban a los hombres. Cantó un arpa. La multitud la acogió con aclamaciones. Sin doblar sus rodillas, separando las piernas, se encorvó tanto, que su mentón rozó con las tablas, y los nómadas, habituados a la abstinencia, los soldados de Roma expertos en placeres, los avaros publicanos, los viejos sacerdotes, agriados por las disputas, todos, dilatando las ventanas de su nariz, palpitaban de deseo.
Después giró alrededor de la mesa de Antipas frenéticamente, como el rombo de las hechiceras, y él la decía con la voz entrecortada por sollozos de voluptuosidad: "Ven, ven!" Giraba ella sin cesar, sonaban los salterios próximos a estallar.
La muchedumbre, aullaba. Pero el Tetrarca gritaba más fuerte: "¡Ven, ven! ¡Será tuyo Cafarnaum! ¡La llanura de Tiberiades! ¡Mis ciudadelas! La mitad de mi reino!
Echándose ella sobre las manos, con los talones en el aire recorrió el estrado como un enorme escarabajo; y se detuvo bruscamente.
Su nuca y sus vértebras formaban ángulo recto. Los forros de color que envolvían sus piernas, pasando por encima del hombro, como arco iris, destacaban su rostro a un codo del suelo.
Sus labios estaban pintados, sus cejas muy negras, sus ojos casi terribles y dos gotitas en su frente parecían rocío sobre mármol blanco.
No hablaba ella. Se miraron.
De lecco Sonó en la tribuna un chasquido de dedos. Subió allí, reapareció, y cerrando un poco pronunció estas palabras, con expresión infantil:
—Quiero que me des en un plato la cabeza...
Había olvidado el nombre, pero repuso, sonriendo: "¡La cabeza de Iaokanann!" El Tetrarca se hundió sobre sf mismo, aplastado.
Estaba obligado por su palabra, y el pueblo esperaba. Pero al aplicarse a otro la muerte que habíanle predicho, quedaba ya conjurada la suya? Si Iaokanann era realmente Elías, podría sustraerse. Si no lo era, matarle no tenía importancia.
Mannaei estaba a su lado, y comprendió su intención.
Vitelio le llamó para confiarle la consigna de los centinelas que guardaban la fosa.
Aquello fué como si se quitara un peso de encima. ¡Dentro de un minuto, todo habría acabado!
Sin embargo, Mannaei no entró en faena tan pronto.
Volvió, pero descompuesto.
Cuarenta años llevaba ya en el ejercicio de sus funciones de verdugo. El fué quien ahogó a Aristóbulo, estranguló a Alejandro, quemó vivo a Matatías, «lecapitó a Zosimo, Pappus, Antipater y Josefo... ¡y no se atrevía a matar a laokanann!
Los dientes le castañeteaban, y temblaba todo su cuerpo.
Había visto delante de la fosa al Gran Angel de los samaritanos, todo cubierto de ojos. y blandiendo una inmensa espada, roja, dentellada como la llama.
Dos soldados que le acompañaron podían atestiguarlo.
Los soldados nada habían visto, salvo a un capitán judío que quiso arrojarse sobre ellos, y que ya no existía.
El furor de Herodías se derramó en un torrente de injurias populacheras y sangrientas. Se rompió las uñas en el enrejado de la tribuna, y los dos leones esculpidos parecían morder sus hombros y rugir como ella.
Antipas la imitó; sacerdotes, soldados, fariseos, todos reclamaban una venganza, y los demás parecían indignados de que se les retrasase un deleite.
Mannaei salió cubriéndose la cabeza.
Los convidados encontraron más largo todavía el tiempo que la primera vez. Se aburrían.
De pronto retumbó ruido de pasos por los corredores. El malestar llegaba a ser intolerable.
La cabeza llegó, y Mannaei la traía de los cabellos, al extremo de su brazo, orgulloso de los aplausos.
Cuando la hubo puesto sobre un plato, se la ofreció a Salomé.
Subió ella, ligera, a la tribuna. Muchos minutos después la cabeza fué traída por aquella vieja que el Tetrarca había divisado por la mañana by 124 izen by en la terraza de una casa, y más tarde en la cámara de Herodías.
Antipas retrocedió para no verla. Vitelio arrojó una mirada indiferente.
Descendió del estrado Mannaei, y la exhibió a los capitanes romanos, luego a todos los que comían por aquel lado.
La examinaron.
La hoja aguda del instrumento, resbalando de alto a abajo, había rozado la mandíbula. Una convulsión plegaba las comisuras de la boca. Sangre, cuajada ya, salpicaba la barba. Los párpados cerrados eran pálidos como dos conchas, y los candelabros de alrededor enviaban sus rayos.
Llegó a la mesa de los sacerdotes. Un fariseo, curioso, la volvió, y Mannaei, después de colocarla otra vez a plomo, la puso delante de Aulio, que despertó. Desde el arco de sus cejas, las pupilas muertas y las pupilas apagadas parecieron decirse alguna cosa, En seguida, Mannaei la presentó a Antipas.
Por las mejillas del Tetrarca corrieron lágrimas.
Apagábanse los hachones. Salían los convidados, y no quedó en la sala más que Antipas, con la mano en la sien, y mirando sin cesar la cabeza cortada, mientras Phanuel, de pie en medio de la inmensa nave, murmuraba oraciones, con los brazos extendidos.
En el instante en que se alzaba el sol, dos hombres enviados hacía algún tiempo por laokananr llegaron con la respuesta tan ardientemente esperada.
Confiáronla a Phanuel, que tuvo un éxtasis de alegría.
Luego les mostró el lúgubre objeto sobre la bandeja, entre los restos del festín. Uno de los hombres le dijo:
—¡Consuélate. Ha descendido entre los muertos para anunciar al Cristo.
El esenio comprendió entonces aquellas palabras: "Para que crezca él, es preciso que yo disminuya." Y habiendo tomado la cabeza de Iaokanann, los tres se fueron hacia Galilea.
Como pesaba mucho, la llevaban alternativamente.