Hijos de Galicia

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Hijos de Galicia[editar]

Entre las rocas azotadas, con estrépito, por las magnas olas del mar Cantábrico, lavadas por lluvias torrenciales y fertilizadas, al mismo tiempo, por una constante y tibia humedad, vive en paz una población humilde y ruda, sin más ambición que sacar del mar bravío, con riesgo de la vida, o de las quebradas de su escabrosa tierra, a fuerza de trabajo, su frugal sustento.

Las grandes invasiones, venidas del sud o del norte, si no las han respetado del todo, parecen haber tenido siempre cierto desdén o cierto recelo a esas comarcas ásperas, pobladas de montañeses huraños y de marinos atrevidos. Los pobres barcos de pescadores y los arados primitivos de los cántabros y asturianos, fueron los postreros trofeos ibéricos de la conquista romana, en vísperas de la era de Cristo, y cuando los visigodos, germanos a medio refinar, sometieron a sus leyes, cuatro siglos después, al suevo grosero, germano también, pero del tobo bárbaro, que había ocupado ese pedazo de suelo, de poca valía, lo dejaron, en vez de destruirlo, que mezclase, bajo su dominación, en ese rincón inhospitalario, su rubia melena con la melena morena del íbero, y su pronunciación ronca de germano silvestre con el hablar rudo del celta.

Pero el castellano altanero, hijo de los visigodos audaces y de los moros batalladores, siguió y sigue mandando; y obedece el gallego, nacido de razas sufridas, encerradas entre peñascos que restringen el horizonte y acortan las ideas, de lengua tosca y de genio paciente, ansiosas, por naturaleza, de tener un amo.

En la llanura, corre el viento sin obstáculos y se extiende sin esfuerzo; en la montaña, choca con moles que le atajan, se encierra en desfiladeros, se desliza, tropieza, muge, da vueltas, se estrella, sin poderlas mover, en las rocas que le cierran el paso, y aunque penetre en ciertas partes, siempre deja sin poderlos explorar, tranquilos valles que parecen ignorar que exista. Así de la civilización: no necesita treparse en alturas inaccesibles para iluminar la llanura; llama, y las poblaciones contestan a su voz; extiende el dedo, toca en la frente a la más remota, y nace el progreso. En la montaña, no. Y el gallego, montañés empedernido, ha quedado, por entre los siglos, como ha nacido, pasivo en su obediencia, fiel hasta volverse cargoso, tenaz hasta la torpeza, refractario a todo lo que la humanidad llama progreso.

Piensa como pensaban sus antepasados, siervos de la gleba goda; lo que dice el amo, lo que manda el cura, lo dice, lo manda Dios. Y cuando, a la voz de Pelayo y del obispo de Oviedo, con esa mandíbula algo bestial, que hace crujir las jotas, como de los granos de maíz hace el caballo, se agarró, a la par del asturiano, su vecino y pariente, de la costa natal, lo hizo de tal modo que fue este pedazo de España, el único, en toda la península, que no alcanzó a pisar la planta del Árabe. Así lo mandaba el amo, y sumiso, apretó tan bien los dientes, durante trescientos años, que el moro fue que tuvo que soltar la presa.

En recompensa, no hay gallego que no sea hijo de alguien, hidalgo, hijo de Gonzalo, de Lope, de Martín, de Fulano; González, López, Martínez, Fulanez.

Por cierto que sentaría mal el espadón de Quijote o la elegante capa del andaluz a su figura mal tallada de hombre petizo, enanchada por una capa tan tiesa que parece mojada, aplastada por un chambergo monumental, campechanamente puesto, y hecha más pesada aún por botas gruesas; pero hay, en su cara abierta y franca de gente buena, con sus patillas cortas y su gran boca mal afeitada, tan patente protesta de fidelidad y buena conducta, que se explica el afecto del gran caballero andante hacia Sancho Panza, lo mismo que se comprende de cuanta ayuda estética es, para el castellano majestuoso o el andaluz esbelto, el relieve que da al garbo de su persona, la macisa silueta sin gracia del sirviente gallego que lo acompaña.

Pero también ejerce en él su poderosa influencia el ambiente americano, más, quizás, que en cualquier otro inmigrante. En algunos, la metamorfosis es rápida; la ambición nace con el cambio de clima, y el comercio de la campaña le abre amplia carrera.

Las gallegos, aunque audaces marineros, acostumbrados a desafiar, en pequeñas barcas, las terribles y continuas iras con que el océano castiga sin cesar las costas que habitan, nunca hubieran pensado en alejarse de ellas, para ir a conquistar un mundo nuevo, si los del Puerto de Santa María, los «porteños» andaluces no hubieran ido, ellos; y bien tuvieron que seguir los gallegos, pues, en tierras lejanas, también necesitan los que saben mandar, sirvientes y porteros.

¡Oh! pero, en América, tierra de aventuras y de aventureros, no faltan otros rumbos; y el gallego se emancipa. Aprenderá a ser vivo, como cualquier hijo de vecino, y su honradez nativa se mellará, la pobre, cada vez más, en el borde de la balanza del almacén, a fuerza de pesar, según el caso, algo más o algo menos.

Con el dinero, venga de donde venga, entra el orgullo, y también la ilusión de que el hombre rico lo sabe todo. Con impertérrita confianza en su propia sabiduría, don Manuel Fulanez le asegurará que en su tierra hay minas de acero, y si pretende usted insinuar que quizás... un «permítame que le diga» perentorio, le quitará hasta las ganas de meterse en lo que usted no entiende.

Es que desde que llegó de su tierra, ha aprendido muchas cosas; en los primeros tiempos que estaba en el campo, su patrón, un criollo medio chusco, a quien enseñaba, una mañana de invierno, un redondel de hielo que tapaba un balde, exclamó, alegre: «¡Qué lindo! ¡ligero! Manuel, tráete una sartén con grasa y me lo haces freír!» y fue Manuel, a buscar la sartén.

Después, estuvo de changador en la ciudad, donde empezó a criar mucha fe en sí mismo; y una vez que llevaba a un mecánico, hábil artesano, una pieza de máquina para componer, torno sobre sí de decirle, con voz imperativa: «y dice el patrón que tenía Vd. buen cuidado de no romperla.»

Ahora, es negociante; tiene plata, tiene crédito, y no necesita cuidar ovejas, pues esquila a los ovejeros. Su viveza, hilvanada, con hilo blanco de acarreto, en la confianza que por tradición inspira, basta para engañar al paisano incauto y también al civilizado, desdeñoso de las pequeñas y viles trampas de trastienda.

A su pulpería acude el estanciero, en busca del dinero que necesita para pagar a sus peones, los cuales lo volverán a traer, de a poquito. El criollo se sigue burlando de él; pero él se ríe; y, para chancelar las chocarrerías, apunta con errores a su favor, los pesos que el otro le pide prestados.

Probablemente para averiguar si es cierto lo que dice el refrán español: que al andaluz con plata, al catalán con bota y al gallego con mando, no se le puede ni acercar, lo nombraron a don Manuel, alcalde de su cuartel. Salomón no se negaría a firmar algunas de las sentencias que da, si no vinieran envueltas en cierto limo de ignorancia petulante y pomposa, residuo de criba, producido por el roce secular de los de su raza con los amos de Madrid y de Sevilla, capaz de empañar hasta la luz centelleante de su sentido común nativo.

No puede decir sencillamente las cosas más sencillas; las repite cinco veces, como si temiera que no se le haya entendido bien; y cada vez más las enreda en adornos del peor gusto, pero que juzga suntuosos.

Y cuando, por casualidad, algo ignora, no por esto se detiene, convencido de su infalibilidad. En una revisión de cueros, dictó al escribiente, muy orondo: «horqueta de atrás», y un hacendado, amigo de él, que estaba a su lado, lo agarró despacio del brazo y le sopló: «la horqueta siempre se hace en el medio de la oreja. -¡No me manosee! le contestó, irguiéndose, ¡que soy autoridad!» y corrigió: «horqueta en el medio.»

Todo esto no impide que si una cosa es ser gallego, y otra que se lo digan, más aun es una cosa serlo, y otra muy distinta, haberlo sido, pues el hijo de Galicia se acriolla ligero y bien. A más, si el tronco gallego es de madera dura, y de cáscara rugosa, no es de madera quebradiza.

Cuesta trabajo para hacer entrar puntas en ella, pero la que admite, la detiene; no se raja. Pulirla es obra larga; no se consigue más que un lustre apagado, y difícilmente, se puede fabricar, con ella, violines armoniosos o cachivaches artísticos; pero de ella se sacarán muebles sólidos y columnas firmes, y no son estas de las peores, entre las que sostienen al abigarrado edificio de la nacionalidad argentina.