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Autoridades rurales

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En un rincón perdido de la Pampa lejana, sin agua mejor, sin más montes que en cualquier otra parte, y nada más que por un capricho del dueño del campo, se ha formado un pueblo. ¿Pueblo?, denominación algo pretenciosa para una aglomeración de media docena de casas o ranchos, colocados sin orden, alrededor de una cuadra pelada, titulada Plaza.

Pueblo es, no lo duden, o, por lo menos, algún día lo será. Por ahora viven bien felices sus habitantes. Para fomentar la formación de su pueblo, que su imaginación impaciente sueña ya ciudad, el dueño ha regalado a cada uno de los seis primeros pobladores un solar de veinticinco metros de frente por cincuenta de fondo, con la única condición de edificar en él una casa de dos piezas. Y ya están instalados en sus casas esos seis favorecidos, gozando de la inesperada suerte de vivir en casa propia, edificada en terreno propio.

¡Qué casa!, ¡qué terreno!, ¡un rancho de barro, en mil doscientos cincuenta metros cuadrados! Pero, para el pobre, es la dicha; y se encuentra tan rico, cuando contempla los treinta repollos que ha conseguido en su propiedad, y que crecen lozanos, como el mismo patrón de la estancia, cuando viene a pasar balance y cuenta sus treinta mil ovejas, repartidas en diez y seis leguas de campo.

En ese embrión de pueblo, no hay municipalidad, no hay juez de paz, no hay comisario de policía, no hay tampoco recaudador de rentas; no hay cura, porque no hay iglesia; y el maestro de escuela, un pobre viejo haraposo, muy dedicado a estudios comparativos de las varias clases de bebidas que despacha el boliche vecino, y que junta, cada día, durante dos horas a ocho muchachos, en una pieza prestada, para enseñarles las primeras letras, no tiene ni el más remoto aspecto de autoridad, a pesar del alto valor en que estima su ciencia.

No habiendo autoridades especiales, no existen tampoco escribientes, secretarios, empleados, y no habiendo juzgado, no nació todavía la plaga de las aves negras, que saben suscitar cuestiones y pleitos entre los vecinos, entre éstos y el fisco, entre las mismas autoridades, entre la luna y el sol.

¡Pueblo feliz!, pero, lo mismo que todas las felicidades sin sombra, esto no puede durar mucho. El dueño del pueblo ha vendido algunos solares más; el número de casas fue aumentando; no son ya sólo ranchos de barro, los que se van edificando: un horno de ladrillos se estableció y provee material. Las calles se han delineado, todas de ángulo recto, según la ley inmutable, dictada en el siglo décimo sexto, por el rey de España, y algunas casas tratan ya de distinguirse por su frente de relativo lujo.

Los terrenos van tomando cierto valor; la población acude. Las casas de negocio se multiplican; la competencia nace, trayendo consigo amagos de discordia: se acabó la edad de oro.

Casi al mismo tiempo que, ocurriéndosele que debería ser su pueblo, cabeza de partido, empezó el dueño a empeñarse con el Gobierno provincial para conseguir su objeto, a uno de los comerciantes le pareció que el título de juez de paz daría a su casa una superioridad indiscutible sobre las demás, y como el Gobierno, al atender esos pedidos, pensó en aprovechar la coyuntura para dar colocación a algunos amigos sin empleo y, por consiguiente, fastidiosos y cargosos, en pocos meses cayó sobre el pueblito toda una manga de funcionarios.

Un intendente municipal, que no tenía en la localidad terreno alguno, empezó por obligar a los vecinos, propietarios de solares en la plaza, a cercarlos y a ponerles vereda, lo que les hizo gastar cinco veces el valor primitivo del terreno. Subieron mucho los ladrillos, porque el plazo era corto y perentorio, y pronto se supo, sin que nadie se admirara, que el señor intendente era socio con los horneros.

Fue nombrado juez de paz, el negociante que lo había solicitado, y administró la justicia, basándose, para fallar, no en los códigos que adornaban su mesa de trabajo, sino en la costumbre que podían tener las partes de sacar sus gastos de su almacén o de algún otro.

Vino un recaudador que empezó por revisar las patentes, hasta entonces paternalmente avaluadas, según la importancia total del negocio, y, la ley en mano, dejó caer un granizo de multas sobre los bolicheros, por haber tenido en sus estantes, sin pagar patente separada de zapatería, cigarrería, ferretería, ropería, sombrerería y confitería, media docena de botines, veinte kilos de tabaco, cuatro paquetes de puntas, seis pantalones, ocho sombreros y diez cartuchos de caramelos.

Y siguiéndose las plagas, como las de Egipto, llegó un comisario de policía que se hizo pagar mensualidades por las casas de negocio, para mantener, decía, a su personal; apaleó a los pobres, sacándoles multas, por cualquier delito imaginario, dejándose poner en los ojos una venda de pesos, para no ver las casas de juego, y tomando parte en los negocios de una carnicería que compraba muy pocos animales, en proporción de los muchos que despachaba.

Bien pronto crecieron los quehaceres del intendente, del juez, del comisario y del recaudador, y necesitaron secretarios, escribientes, empleados de todas clases; y para pagar los sueldos de tanta gente, todos dieron cancha a su imaginación administrativa, para crear impuestos, no bastando ya las multas para tener las cosas en un pie serio, ordenado y seguro.

Y las autoridades de la ciudad, cabeza de distrito, ponderaron la prosperidad del pueblo nuevo.

Prosperidad será; ¡pero cuán más felices eran los habitantes!, antes de conocer las ventajas de ser administrados, gobernados, estrujados, despojados y violentados por esos forasteros hambrientos, atorrantes politiqueros, mandados por el Gobierno provincial para llenarse los bolsillos, en perjuicio de la gente productora, terribles bacilos, destructores del progreso.

Si, todavía, se tuviera el consuelo de pensar que, gracias a los grandes odios que nacen generalmente de las pequeñas pasiones políticas, se comerán entre sí; pero no, pues nunca falta un acuerdo que los salve de la muerte. Y, aun suponiendo que desaparecieran algunos, no han de faltar otros, para tomar su sitio en el festín.


M42

Nota de WS

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