Historia IX:Resistencia del Parlamento

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En tiempo de Luis XIII se había sacado dinero de las provincias. Mazarino se dedicó a pedírselo a los habitantes de París.

Se llamó primeramente por un edicto a los vecinos de los arrabales, que no tenían derecho a edificar cerca de las fortificaciones (en la zona polémica), y se les ordenó pagar un impuesto de cuarenta sueldos por toesa (1644). Fué lo que se llamó edicto de la toesa. Los vecinos apelaron al Parlamento de París. Los miembros del Parlamento tenían envidia a los financieros, a los que echaban en cara «poseer toda la riqueza del reino» y gastaría en «lujo y festines», en tanto Francia estaba en la miseria. Sentenciaron en favor de los vecinos, a pesar del edicto. El gobierno anuló la sentencia del Parlamento. La multitud se amotinó y amenazó con quemar la morada de Émeri.

El gobierno renunció al edicto de la toesa y estableció un impuesto sobre los comerciantes (1645). Manifestaron éstos que preferían cerrar las tiendas. Sus mujeres fueron a esperar a la reina a la salida de la iglesia y la acompañaron llorando hasta Palacio.

Se estableció (1644) un derecho de entrada, denominado tarifa, sobre los artículos que entraban en París. Los miembros del Parlamento tenían la costumbre de hacer entrar en París las cosechas de sus tierras sin pagar ningún derecho. El edicto de la tarifa los irritó mucho.

Mazarino intentó luego sacar dinero a los miembros de los altos tribunales de París, llamados tribunales soberanos.

Había cuatro:

  1. El Tribunal de las ayudas juzgaba las causas en materia de impuestos;
  2. El Tribunal de cuentas comprobaba las de los agentes del rey;
  3. El Gran Consejo juzgaba las causas que el Gobierno no quería dejar a los jueces ordinarios;
  4. El Parlamento, el tribunal más poderoso, juzgaba todas las causas civiles y criminales.

El Parlamento se componía de varias Cámaras. La principal, «la Cámara Grande», formada por lo consejeros de más edad, juzgaba las causas. Las Cámaras de instrucción y las Cámaras de las instancias preparaban los asuntos. Las formaban los consejeros más jóvenes.

En las grandes ocasiones, todas las Cámaras se reunían en pleno, 220 magistrados con togas encarnadas y de armiño, en la Cámara de San Luis, un salón alto de techo, pintado de azul y oro, con pavimento de mosaico de mármol blanco y negro.

El Parlamento no era, en principio, más que un tribunal. Pero el Soberano había tomado la costumbre de enviar al Parlamento las ordenanzas y los edictos para registrarlos, lo cual era un medio de hacer conocer las leyes nuevas. El Parlamento se aprovechó para presentar quejas al rey acerca de las ordenanzas antes de registrarlas, lo cual era un media de criticar los actos del gobierno.

Todos los miembros de los tribunales soberanos habían comprado su cargo y tenían derecho, al presentar su dimisión, de designar su sucesor. Hasta 1604 era necesario, después de haber resignado el cargo, esperar cuarenta días, hasta que el sucesor se hubiera posesionado de él. Si el poseedor moría en ese intervalo, el rey recuperaba el cargo y volvía a venderlo en provecho suyo (véase capítulo I). En 1604 el rey concedía «la dispensa de los cuarenta días», a condición de pagar un derecho anual. Se denominó este erecho «la Paulette», del nombre del financiero. Paulet a quien el rey vendió el derecho de recaudar esta renta. Pero el edicto de dispensa no se había concedido sino por cierto tiempo, y el plazo iba a expirar en 1648. Para renovarle, el gobierno exigió de los miembros de los tribunales soberanos que pagasen cuatro años de sus gajes. Se exceptúo al Parlamento, porque los gajes, fijados en la Edad Media, habían seguido siendo de 375 libras anuales, y el derecho anual se fijaba en 400.

Los miembros de todos los tribunales se conocían, tenían la costumbre, para arreglar sus asuntos comunes, de celebrar una asamblea de delegados. El Parlamento dictó un «decreto de unión» que ordenó reunir a los delegados de los cuatro tribunales en la Cámara de San Luis. Añadió que trabajarían «en común para reformar los abusos del Estado» (mayo de 1648).Se hablaba mucho entonces en París del Parlamento de Inglaterra, que acababa de destronar al rey Carlos I. No se veía que este Parlamento inglés, la Asamblea de los representantes de la nación, no tenía de común más que el nombre con el Parlamento de París, que era un simple tribunal. Los «parlamentarios» imaginaban poder, como en Inglaterra, intervenir en el gobierno.

La reina hizo anular la disposición. Decía «que establecer en París una asamblea de cincuenta personas sin orden del rey, era una especie de república dentro de la monarquía». Pero la asamblea se reunió a pesar de la prohibición. Pidió al rey que anulase los tratos con los financieros y que no cobrase tributos sino después de haber hecho que los discutiera el Parlamento.

La reina declaró que no consentirá jamás «que aquella canalla atacase la autoridad de su hijo», y aún quería mandar prender a los consejeros. Pero los parisienses, descontentos de los tributos, amenazaban con sublevarse. París estaba lleno de soldados que habían desertado por no recibir su soldada; la Corte no tenía tropas para defenderse. Mazarino prefirió esperar. «La reina, dijo, es valiente como un soldado que no conoce el peligro». Despidió a Emeri y prometió hacer reformas.

Se supo pronto que el ejército real acababa de conseguir una gran victoria en Lens, en los Países Bajos. El joven rey dijo: «El Parlamento estará muy incomodado por esta noticia». Mazarino quiso aprovechar el efecto producido por aquella victoria para asustar a los miembros del Parlamento. Quería habérselas, sobre todo, con un viejo consejero, Broussel, el que más enérgicamente había protestado contra los impuestos y los tratantes, que llamaba «cuervos hambrientos». En el Parlamento -donde se emitía opinión por orden de edad- hablaba uno de los primeros, y muchas veces decidía la votación. Había hecho añadir a las peticiones de los tribunales que cualquier detenido habría de ser interrogado por un juez dentro de las veinticuatro horas. Decíase que tenía «sentimientos de romano». Broussel era respetado por el pueblo de París, porque se conocía su mucha honradez. Vivía con gran sencillez en un cuartito, e iba siempre a pie.

Se llevaron a Nuestra Señora 72 banderas cogidas al enemigo, y en tanto se contaba el Te Deum por el triunfo, Mazarino mandó prender a Broussel, así como a otros dos consejeros. Pero la vieja sirvienta de Broussel empezó a escandalizar. Broussel era muy querido en el barrio donde vivía, y la multitud se amotinó gritando: «¡Libertad!» y «¡Viva Broussel!» Se cerraron las tiendas, la milicia burguesa tomó las armas, y se interceptaron las calles, muy estrechas entonces, con barricadas (dícese que se levantaron 1.200).

Al día siguiente, el Parlamento en corporación pasó por las barricadas y llegó al Palacio real a pedir a la reina la libertad de los presos. La reina empezó por negarse, diciendo que preferiría ahogar a Broussel con sus propias manos. Pero casi no había tropas en París, se resignó a ceder, y dió libertad a Broussel [1]


  1. El cardenal de Retz, a la sazón coadjutor del arzobispado de París, escribió más tarde unas Memorias célebres en que se alabó de haber sublevado al pueblo, lo cual es inexacto. Molé, primer presidente del Parlamento, de quien también se ha hablado mucho, mostró valor ante la multitud irritada, pero desempeñó papel poco importante.