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Historia V:La Compañía de Jesús

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Capítulo 5 – La crisis religiosa en el siglo XVI
La Compañía de Jesús

de Charles Seignobos


Ignacio fué a Roma. Agradó al Papa y obtuvo de él permiso para fundar una Orden religiosa (1539). La dió un nombre militar, Compañía de Jesús. «No creo, decía, haber dejado el servicio militar, le he trasferido a Dios». La Compañía había de ser «una cohorte» para combatir «a los enemigos espirituales» (los herejes). Los miembros juraban, a más de los tres votos ordinarios de los monjes (pobreza, celibato, obediencia), consagrar su vida al servicio del Papa. La Compañía era dirigida por un general, que elegían de por vida sus compañeros. Los miembros fueron llamados jesuítas.

El primer general fué Ignacio de Loyola. Se estableció en Roma y dió reglas a sus compañeros. Impuso a todos los ejercicios espirituales que él mismo había practicado. El que pide entrar en la Compañía debe permanecer dos años como novicio. Hace entonces los ejercicios durante un mes al menos. Ha de encerrarse de modo que no pueda entrar la luz del día, y tratar de representarse, por la imaginación, las cosas religiosas, con tanta intensidad como si las viera. Considera un tema fijado de antemano: el pecado, la pasión de Cristo, el Infierno. Debe representárselo metódicamente por los cinco sentidos; por ejemplo, imagina por la vista las llamas del Infierno, por el oído los lamentos de los condenados, por el olfato el olor infecto, por el tacto el calor. La regla indica en qué momentos debe orar, llorar, suspirar. La disciplina es militar; el jesuíta debe obedecer siempre las órdenes de su superior. Debe «dejarse llevar como su fuera un muerto», o «como el bastón en manos de un viejo, que le sirve para todo aquello en que quiere emplearlo».

Ignacio de Loyola acogía con preferencia jóvenes para poder formarlos. Los envió primeramente a estudiar a las Universidades, sobre todo a la de París. Luego fundó el Colegio romano, en el que se enseñaba a hablar y escribir en latín, y que servía para instruir a los jóvenes jesuítas. Pero fueron admitidos también, gratuitamente, alumnos seglares.

Ignacio comprendió entonces el poder que los colegios podían dar a su Compañía, y los creó para los seglares. Tuvieron al principio externos gratuitos, más tarde fueron internados de pago. Se enseñaba a los alumnos a hablar en latín, a hacer discursos y versos latinos, que entonces estaban de moda. Sobre todo, se le habituaba a la práctica de la religión católica, se les obligaba a confesar una vez por semana y a comulgar frecuentemente. La disciplina era menos severa que en los colegios de la época. Ignacio había dictado la regla de que el jesuíta no debía pegar al alumno. Se encargaba a los discípulos buenos vigilar a los otros.

Pronto la Compañía no dispuso de miembros suficientes para tener profesores en sus colegios. Creáronse auxiliares (coadjutores) que no hacían más que los tres votos ordinarios. No eran miembros de la "Congregación" que elegía al general. La gente llamaba a todos jesuitas, pero los únicos miembros verdaderos de la Compañía eran los profesos que habían hecho los cuatro votos.

Los jesuitas vestían traje sacerdotal, y tenían facultad para predicar y confesar. Ignacio había prohibido a sus compañeros que aceptasen ningún cargo, y la Compañía de Jesús no ha permitido nunca que un jesuíta sea obispo. Pero cuando hubo príncipes que pidieron para confesarse un jesuíta, no les fué negado. Más tarde aún, los jesuítas vinieron a ser confesores de los príncipes para inducirles a adoptar medidas contra los herejes.

El número de jesuítas aumentó rápidamente. A la muerte de San Ignacio (1556), había ya cerca de 1.000 establecidos en cien casas repartidas en doce provincias. La Compañía siguió creciendo muy rápidamente, sobre todo en Italia, en España y en Portugal.

Fundó casas en Alemania, y en Roma un Colegio germánico para preparar a los alemanes.

En Francia, el clero y el Parlamento desconfiaron durante mucho tiempo de los jesuítas, que no consiguieron establecerse hasta el siglo XVII.