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Historia XIV:El Gobierno

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Luis XIV fué apellidado el Rey-Sol, y había tomado como emblema un sol. Creía ser autor de todo lo que se hacía en su reino, lo mismo que el sol da vida a todo en la tierra.

Decía: «El oficio de rey es grande, noble, delicioso». Le gustaba ejercer su «oficio de rey». Se había hecho regla de trabajar todos los días. «Por el trabajo se reina», eran sus palabras.

Al asumir el poder, había manifestado que no tendría primer ministro, no queriendo, decía, «dejar que otro ejerciera las funciones de rey mientras él sólo tendría el título». Quería gobernar directamente y decidir solo. Prohibió firmar ninguna resolución sin orden suya. Los ministros no debían servirle más que para preparar los asuntos.

Luis XIV adoptó la regla de no tomar nunca como ministro a ningún personaje de alto rango, ni obispo, ni señor. Dió a los príncipes de su familia dignidades y pensiones, pero no los admitió en su Consejo. Tomó siempre como ministros gentes de la clase media ennoblecida. Pensaba que aquellos advenedizos, no siendo nada por su origen y no pudiendo contar más que con el favor del rey, le obedecerían mejor que los altos personajes. «Quería, escribió, mostrar al pueblo por el rango de aquellos de que me servía, que no era mi intento compartir con ellos mi autoridad».

Tomó primeramente como consejeros a los hombres que habían ayudado a Mazarino: Le Tellier, encargado de los asuntos de Guerra; —Lionne, de las Relaciones exteriores; —Fouquet, superintendente de Hacienda. Pero ya desconfiaba de Fouquet, que había adquirido una gran fortuna proporcionando dinero a Mazarino para la guerra.

Fouquet se había mandado edificar Un palacio magnífico con un parque, en Vaux, cerca de Melun, y daba grandes fiestas. Luis XIV decidió desembarazarse de él. Le llevó a Nantes, le mandó prender y juzgar. Fué condenado a destierro. Luis XIV agravó la pena por la de prisión perpetua. El cargo de superintendente de Hacienda fué suprimido.

El rey tomó muy pronto como principales consejeros a Colbert, que había sido el intendente de Mazarino, y al hijo de Le Tellier, al que nombró marqués de Louvois. Imaginaba dirigir a sus ministros. Pero Louvois y Colbert sabían hacer decidir lo que les agradaba, exponiendo sus proyectos al rey como si fuera éste el autor de la idea.

Colbert y Louvois aprovecharon el favor de que gozaban, a fin de que sus parientes fueran nombrados para los cargos más altos. —Colbert hizo dar a su hijo, nombrado marqués de Seignelay, la supervivencia (es decir, el derecho de sucederle) como ministro de Marina y de la Casa del rey. Hizo dar el ministerio de Estado a su hermano Colbert de Croissy, que logró trasmitirlo a su hijo. —Louvois tuvo por sucesor a su hijo, nombrado marqués de Barbezieux.

A diario el rey se reunía en Consejo con algunos de sus ministros. Tenía tres veces por semana el Consejo llamado de Estado o Consejo superior. En él se arreglaban los asuntos de gobierno, las relaciones con los Estados extranjeros, lo que llamamos política interior y política exterior. Los que a este Consejo asistían eran llamados ministros de Estado. No eran más que cuatro o cinco, personas de confianza del rey. Iban con el traje ordinario y se sentaban en taburetes. Luis XIV no quería que aquella reunión pareciese una ceremonia oficial.

El lunes, cada quince días, se reunía el Consejo de los despachos. A él acudían los ministros de Estado, el canciller, que estaba encargado de los asuntos de Justicia, y los cuatro secretarios de Estado, entre los que estaban repartidas las diferentes provincias y las diferentes clases de asuntos. En este Consejo se leían los despachos enviados por los intendentes que administraban el reino. Cada ministro hacía la relación de los asuntos que le concernían y preparaba la respuesta. El rey la firmaba.

El martes y el sábado, el rey reunía el Consejo de Hacienda, en que se decidían las cuestiones de impuestos y de gastos.

El viernes, el rey tenía el Consejo de conciencia con su confesor, para resolver los asuntos de la Iglesia y para nombrar a los eclesiásticos.

Todos los asuntos eran resueltos en secreto, sin inspección de ninguna clase. El Parlamento ya no tenía el derecho de presentar peticiones, el rey no le permitía siquiera deliberar sobre los edictos que le eran enviados para registrarlos.

En las provincias, el rey continuaba nombrando gobernadores, elegidos, como antes, entre los grandes señores. Les daba cuantiosos sueldos, pero no les dejaba ningún poder. El gobernador permanecía en la Corte y no iba a su provincia sino raras veces, por lo común para dar fiestas. El mariscal de Villars, gobernador de Provenza por espacio de veinte años, pasó en total tres meses en su gobierno.

Los agentes que en realidad estaban en posesión del poder eran los «intendentes de Justicia, Policía y Hacienda». El gobierno los elegía entre los relatores del Consejo de Estado, que eran burgueses ennoblecidos. Enviaba uno a cada una de las generalidades, de las que había una treintena. Permanecían en su puesto mientras al rey le placía conservarlos en él. El intendente era la persona de confianza del Gobierno, encargado de ejecutar las órdenes del rey. Se ocupaba de todo, de Justicia, de Hacienda, de las tropas, y, como nadie podía oponérsele, era el verdadero dueño de la provincia.