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Historia de la conquista de La Habana por los ingleses: Capítulo IV

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La isla de Cuba presenta por su configuración una extensión de quinientas veinte leguas marítimas de costas, que la hacen a la vez vecinas de Haití y Jamaica, del extremo meridional de la Florida y de la península de Yucatán, la parte más orien­tal de Méjico. Su importancia política no consiste solamente en la extensión de su territorio, en la fertilidad admirable de su suelo y en el poder de sus establecimientos de marina militar, sino también y más principalmente en las ventajas que ofrece la posición geográfica de La Habana.

La parte septentrional del mar de las Antillas, conocida con el nombre de golfo de Méjico, forma una cuenca circular de más de doscientas cincuenta leguas de diámetro, y el litoral de la ciudad de Matanzas, a la desembocadura del canal Viejo, cierra este golfo al sudeste, no dejando a las corrientes oceánicas, lla­madas Gulfstream, otras entradas que un estrecho al sur entre el cabo de San Antonio y el Cabo Catoche y hacia el norte el canal de Bahamas entre Bahía Honda y los bajos de la Flo­rida. Cerca del extremo norte de este litoral, donde se cruzan, por decirlo así, porción de grandes rutas al comercio del mundo, es precisamente donde se halla el hermoso puerto de La Habana, fortificado a la vez por la naturaleza y el arte. Su entrada es un canal de poco más de media milla de largo y de cerca de doscientas toesas de ancho, que abre el paso a una gran taza en forma de óvalo, defendida de todos los vientos y capaz por, su extensión y fondo de contener mil buques, la cual comunica con las tres ensenadas de Regla, Guanabacoa y Atarés, en cuya última se encuentran manantiales de agua dulce. En el meri­diano de La Habana es donde se reúnen las aguas del Golfo, las del canal Viejo y las del canal de Bahamas: la dirección contraria de las corrientes y las agitaciones de la atmósfera, suma­mente violentas, dan a estos lugares, sobre el límite extremo de la zona equinoccial, un carácter particular y una importancia notable (56).

A estas circunstancias de localidad debió La Habana su pre­ponderancia sobre las demás poblaciones de la Isla desde su traslación de la costa del sur al antiguo puerto llamado de Ca­renas, en los primeros tiempos de la Conquista. A principios del siglo XVI había empezado ya a hacerse por el canal de Bahamas el comercio y navegación de los españoles, y el puerto de La Habana les brindaba una escala segura en su regreso a España y medios fáciles de refrescar sus víveres y aguadas. Además, los mares de las Antillas se vieron entonces infestados de piratas ingleses y franceses, que hacían grandes estragos en las poblaciones de la banda oriental, y los colonos españoles empezaron a emigrar a La Habana como punto más distante del teatro de aquellos atentados, aunque algunas veces probó también esta ciudad sus amargas consecuencias.

A estas causas del temprano desarrollo de su población se agregó también la ventaja que sobre la ciudad de Santiago de Cuba, capital de la Isla, ofrecía a los gobernadores para mejor llevar a cabo los proyectos de conquista en los dos continentes de América. Cuando Hernando de Soto se encargó del gobier­no de la Isla en 1538, determinó pasar a La Habana por serle más conveniente aquel punto para cumplir las órdenes del Rey relativas a la conquista de la Florida; y como hubiese ocurrido el que un corsario francés había incendiado la ciudad poco antes de su llegada, ordenó su reconstrucción y que se abriesen los cimientos del castillo que aún existe con el nombre de La Fuerza.

El ejemplo de Soto fué el origen de que el gobierno general de la Isla se trasladase insensiblemente a La Habana. El doctor Gonzalo Pérez de Ángulo fué el primero que residió allí durante casi todo su gobierno, y los demás gobernadores siguieron la misma costumbre, llevados del concurso y comercio de las flo­tas que diariamente progresaba; lo cual contribuyó a fomentar la emigración de una gran parte de los habitantes de la Isla, quienes corrían a establecerse en el distrito de La Habana. Dedicáronse al cultivo del tabaco y de la caña con el auxilio de algunos negros que se habían introducido para reemplazar el trabajo de los indios, y también a la cría caballar y de ganados, en la cual hicieron tales progresos que ya a mediados de aquel siglo proveían las expediciones de Costa Firme y las tropas que salían a la conquista de los dos continentes. De catorce o dieciséis mil almas que en 1580 habría quizá en la Isla, la mayor parte se hallaba en La Habana y sus inmediaciones (57).

Estos adelantos movieron la voluntad soberana de Felipe II a dictar algunas providencias en honor de La Habana y para la seguridad y bienestar de sus habitantes. En 1589 fué nombrado capitán general de la Isla el maese de campo Juan de Tejada con orden de residir en el castillo de la Fuerza, viniendo de este modo a decidirse la creación de la capitanía general con residencia en aquella ciudad. Tejada llevó consigo al inge­niero Juan Bautista Antonelli para que dirigiese la construcción de los castillos del Morro y de la Punta, que le había reco­mendado el Rey, y durante su permanencia en La Habana se ocupó también en los trabajos de la Zanja que llevó algún tiempo su nombre y hoy se conoce con el de la Zanja Real. En el gobierno de Tejada se aumentó hasta doce el número de regidores del ayuntamiento de aquella capital, se le dio a la villa el nombre de ciudad, y por armas un escudo con una corona en la parte superior y en sus cuarteles tres castillos de plata en campo azul y una llave de oro, alusivo todo a los cas­tillos de la Fuerza, el Morro y la Punta y a ser tenida La Habana por el monarca español como la llave de las Indias.

En 1634 se creó allí un tribunal de cuentas; pocos años des­pués se concluyeron en la desembocadura de los ríos Chorrera y Cojímar dos torreones que defendían aquellos puntos avan­zados de la capital, y como estos fuertes hubiesen sido costea­dos por los vecinos de la ciudad, el gobernador don Alvaro de Luna y Sarmiento usó de la hidalga atención de confiar su de­fensa a tres compañías de naturales del país, siendo ésta la pri­mera fuerza regimentada que se organizó en la Isla.

La pérdida de Jamaica llevó a Cuba en 1656 más de ocho mil emigrados españoles, haciendo subir su población total a cuarenta mil almas. Como la conquista de aquella isla por los ingleses sirviese de incentivo a los piratas para emprender nue­vas excursiones contra las colonias españolas, formándose una liga entre los de Jamaica y los franceses de la Tortuga y el cabo Francés, se renovó la antigua disposición de los habitantes de la Isla a establecerse en el distrito de La Habana, donde la presencia de las autoridades superiores y el número y magnitud de las fortificaciones les brindaban protección y garantías de seguridad. Esta liga llegó a hacerse tan temible, que receloso Felipe IV de que en alguna de las frecuentes irrupciones que hacían los piratas pudiesen unir todas sus fuerzas, protegidos por el gobernador de Jamaica, e intentar un ataque formal para apoderarse de La Habana, quiso aumentar sus medios de defensa, y al efecto dispuso que se murallase la ciudad; salvándola, con esta y otras prudentes precauciones, de los aten­tados y crímenes horribles que experimentaron después San­tiago de Cuba, San Juan de los Remedios y Puerto Príncipe.

El gobernador don Francisco Rodríguez de Ledesma con­tinuó en 1760 las obras de fortificación de La Habana, y levantó una escuadrilla que protegiera las costas de la Isla; pocos años después se estableció el protomedicato, y aquella capital vio en la creación de la casa de maternidad, al abrirse en 1711 los cimientos de un instituto que honra la memoria del piadoso obispo don fray Jerónimo de Valdés. Los monarcas españoles continuaron dispensando su protección a La Habana, fijándose principalmente en la defensa de su puerto por las ventajas que ofrecía como punto militar: en 1724 o 1725 se dispuso la construcción del magnífico arsenal que tan gran número de buques de guerra ha dado a la marina española; la Universidad, fun­dada el 5 de enero de 1728, obtuvo la real aprobación el 3 de septiembre del mismo año (58); durante el gobierno de don Fran­cisco Cajigal de la Vega se ensanchó la habitación de la Fuerza y la batería de la Pastora recibió algunas mejoras que perfec­cionaron su construcción; y últimamente, la traslación de la estación de la Armada de Barlovento, de Veracruz a La Habana, en 1748, decidió de la supremacía del antiguo puerto de Carenas sobre los demás de la América española (59).

Así que a las ventajas naturales con que la divina Provi­dencia ha querido favorecer a la ciudad de La Habana y a las disposiciones acertadas de los reyes de España para protegerla contra la codicia de las cortes rivales de Europa y las depre­daciones de los piratas, debió la capital de la isla de Cuba los progresos que en la época de la invasión inglesa la colocaban en la lista de las primeras ciudades de América; no sólo por la excelencia de su posición geográfica, la templanza de su clima, fertilidad de su suelo y seguridad de su puerto, sino tam­bién por la belleza de su caserío, la elegancia de sus edificios públicos, la riqueza y adorno de sus templos, el número de sus habitantes, la extensión de su comercio y la importante defensa de su guarnición, armada naval y fortificaciones.

La ciudad está situada a los 23° 8' 35" latitud norte y 84° 43' 7" 5, longitud al oeste del meridiano de París (60), en una hermosa y pintoresca llanura al oeste de la entrada del puerto, y sus cercanías, así como los pueblos inmediatos eran los más ricos y mejor poblados de la Isla; el caserío ocupaba una extensión de novecientas toesas de largo y quinientas de ancho, era de un solo cuerpo, de sillería, de airosa forma y en su conjunto de muy bella apariencia; y su población se com­ponía de gentes las más atentas y sociales de toda la América Española, muy dadas a imitar las costumbres y maneras fran­cesas, tanto en sus trajes y conversación, como en el buen gusto de su mesa y en el adorno de sus casas. Contribuían a la hermosura de la ciudad once iglesias y monasterios y dos gran­des hospitales: las iglesias eran ricas y magníficas, particular­mente las de Recoletos, Santa Clara, San Agustín y San Juan de Dios, cuyo interior estaba adornado con altares, lámparas y candelabros de oro y plata de un gusto exquisito. Servía de punto de reunión y lugar de recreo a los habaneros la plaza de Armas, rodeada toda de casas de un frente uniforme; y la Zanja Real de Antonelli daba paso a las aguas de la ciudad y proveer al arsenal y la escuadra (61). La población de La Habana y su distrito se calculaba entonces en setenta mil almas (62) y la del resto de la Isla quizá no excedía de sesenta mil.

El comercio de La Habana, relativamente al que hacían los españoles con América, era ya en aquella época muy considerable, y el mayor de todos los puertos de la Isla. Además de surtir de mercancías a los pueblos del interior y del litoral, exportaba gran número de cueros, estimados por su excelente calidad, y también azúcar, tabaco y otros efectos. El comercio de importación se hacía por los buques matriculados de Cádiz y Canarias, además del que se toleraba a los mercantes espa­ñoles que comerciaban con los puertos del continente hispano­americano, particularmente los que volvían de Cartagena, Porto-Bello y Veracruz para España, y entraban en La Habana a renovar sus provisiones, hacer aguada y gozar de la convenien­cia de salir con el convoy que en el mes de septiembre regre­saba a la Península con los galeones cargados con las riquezas del Perú y Chile, y la flota con los tesoros de Nueva España.

La aglomeración periódica de gran número de naves mer­cantes y de guerra había introducido en La Habana la cos­tumbre de hacer una feria, durante la cual reinaba una gran animación en la ciudad; pues a la vez que facilitaba las tran­sacciones comerciales, servía de diversión y pasatiempo a los marinos y navegantes que aguardaban !a salida del convoy. En esa época se publicaba una orden prohibiendo bajo pena de la vida que ninguna persona perteneciente a la escuadra se que­dase a pasar la noche en tierra, y todos se retiraban a bordo al disparar el cañonazo que llamaban de aviso. Las provisiones eran entonces excesivamente caras, y tan grande la circulación de dinero, que además del precio ordinario de los jornales se pagaba a cada esclavo jornalero un exceso de cuatro pesos al día a los varones y dos a las hembras.

Fácil es de suponer que una ciudad tan importante había de estar bien defendida. La entrada del puerto lo estaba por la parte del este por el fuerte castillo del Morro, situado en una roca elevada, de forma irregular, algo semejante a un triángulo, en cuyos muros y baluartes había cuarenta cañones montados; por la batería de los Doce Apóstoles, llamada así por montar igual número de cañones de a 36, situada hacia el interior del puerto en la parte baja de los baluartes del Morro que miran al sudoeste, casi al nivel del mar, y por la de la Divina Pastora, con 14 cañones a flor de agua, en un punto un poco más elevado que la anterior, haciendo frente a la puerta de la Punta. Hacia el oeste, en la misma entrada del puerto y como a doscientas varas de esta puerta, estaba el castillo de la Punta, de forma cuadrada, con cuatro baluartes bien montados de artillería, y en la misma dirección, ya en la ciudad, el llamado la Fuerza, con veinte y dos piezas, de igual forma y con el mismo número de baluartes que el anterior, aunque no de construcción tan só­lida; el cual, además de ser la residencia ordinaria del Gober­nador, servía de depósito a los caudales del Rey. Entre ambos fuertes, orillando la bahía, se extendían algunos baluartes muy bien artillados.

Las murallas corrían por la parte de tierra desde la puerta de la Punta hasta el arsenal, revestidas de cantos labrados, con baluartes y parapetos y un foso derrumbado por varios puntos y casi vuelto a cubrir, particularmente detrás de las puertas de la Punta y de Tierra, por donde en caso de un sitio pudiera levantarse una trinchera y causar gran daño a la plaza. Desde la primera a la segunda puerta mencionadas, el terreno se extiende con un ascenso suave, y en él se veían al­gunos jardines y haciendas de pasto, cubiertas de innumerables palmares. Delante de la puerta de Tierra había un rebellín, y el cerro que desde allí se dilata hasta el arsenal era el más elevado de la ciudad y más escabroso que el del lado de la Punta. Tales eran las fortificaciones de La Habana en aquella época, las me­jores que tenía España en las Antillas, y dignas de la impor­tancia de aquel puerto.

Pero aunque fuertes, tenían defectos de posición que no podrían menos de producir grandes ventajas a cualquier ene­migo que intentase apoderarse de la plaza, pues tanto la ciudad como los fuertes estaban dominados por muchas alturas de fácil acceso. Al este del puerto, el monte llamado la Cabaña, donde después se construyó el castillo que lleva su nombre, domina en gran parte el Morro y enteramente la Punta, la Fuerza y toda la parte nordeste de la ciudad, que como puede juzgarse por la descripción anterior, era la mejor fortificada. Al oeste de la población se extendía un suburbio llamado de Guadalupe, cuya iglesia estaba situada en una eminencia a media milla de la puerta de Tierra, al mismo nivel de ésta y más alta que todas las demás fortificaciones en aquella direc­ción: desde el lado del norte de esa eminencia podía flanquearse la puerta de la Punta, y por el sudeste se dominaba la fábrica del arsenal. La zanja real viene por la parte del norte a bajar al foso cerca de la puerta de Tierra y de allí sigue hasta el arsenal, donde hacía mover un molino de aserrar: a media milla de la iglesia mencionada está el puente de Chávez, cons­truido sobre un arroyo que va a desaguar a la bahía, el cual sirve para unir el camino central de la Isla hasta Baracoa, y desde este puente al Lazareto hay solamente dos millas con un cerro intermedio: una trinchera levantada entre estos dos puntos cortaría la comunicación de La Habana con el resto de la Isla. De estas observaciones se deducirá fácilmente que aunque bien fortificada, aquella ciudad no era inexpugnable en los tiempos de la invasión inglesa (63).