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Historia de la conquista de La Habana por los ingleses: Capítulo V

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Cúpole a España la desgracia de estar desempeñando el gobierno de la Isla en estas críticas circunstancias un general poco apto para luchar con la inteligencia militar del conde de Albemarle y salvarla contra los medios poderosos que habían puesto en sus manos el ministerio inglés y el feliz éxito de la conquista de la Martinica. Al encargar el gobierno supremo al mariscal de campo don Juan de Prado el mando de esta posesión importante a fines de 1760, receloso de las miras de Cromwell y de las tentativas hechas por el almirante Vernon en 1742, y viendo que la atención de las armas británicas se fijaba en hostilizar a los franceses en sus colonias del mar Caribe, le encargó muy particularmente la reparación y forti­ficación del recinto de La Habana y que tomase antes que todo el mayor empeño en levantar un castillo en las alturas de la Cabaña, cuya necesidad había manifestado su antecesor Cajigal (64): mantuvo además un ejército en la Isla que al tiempo de la invasión era de 4,600 hombres, la estación naval del puerto de La Habana se componía de una escuadra de doce navíos y cuatro fragatas a las órdenes del marqués del Real Transporte, y confiado en lo fuerte de la plaza y aún más en el clima des­tructor de la Isla, había dispuesto que se guardasen allí sus tesoros de América y que sirviese de almacén principal de sus establecimientos militares y navales del Nuevo Mundo (65).

Pero ni las recomendaciones del supremo gobierno, ni los fundados temores que a principios de 1762 se tenían ya en La Habana de que los ingleses preparaban un armamento para invadir la ciudad (66), ni las noticias de la conquista de la Mar­tinica, donde se sabía estar el general Monckton con un ejér­cito y escuadra poderosos (67), pudieron vencer la apatía del nuevo gobernador, y moverlo a poner la plaza en estado de defensa en caso de un rompimiento con Inglaterra. Las me­didas adoptadas por el general Prado se circunscribieron a acti­var algunas obras útiles a la ciudad, dictar providencias públicas y secretas para conocer el número de hombres que había en la Isla capaces de tomar las armas, y celebrar varias juntas con los jefes militares y oficiales de graduación residentes en La Habana, auxiliándose del consejo de los generales conde de Superunda y don Diego Tabares, que accidentalmente se encon­traban allí de paso para España; sin que de estas juntas saliese nada de consecuencia, ni jamás el gobernador se mostrase per­suadido de los riesgos probables de una invasión (68).

Bien es verdad que varias causas contribuyeron a impedir que el general Prado cumpliese las órdenes soberanas en los primeros tiempos de su gobierno. Encontróse sin recursos bastantes en La Habana para emprender la costosa obra de las fortificaciones que se le había encargado, y las calamidades que abrumaron a la población con el azote espantoso de la fiebre amarilla en el verano de 1761 ocuparon su atención y le arran­caron gran número de brazos y otros medios con que hubiera podido contar en circunstancias menos azarosas (69). Para cúmu­lo de males, el buque conductor de los despachos del supremo gobierno a los gobernadores de las Antillas informándoles de la declaración de guerra entre Inglaterra y España fué apresado por el patache del navío Dublin, quedando aquellas autori­dades ignorantes de todo lo que pasaba en Europa; y el general Prado llegó a tener noticias positivas de un acontecimiento tan importante a mediados de marzo, por una comunicación de M. de Blenac desde el cabo Francés, instruyéndolo de la nueva alianza entre España y Francia, y ofreciéndole las fuerzas de su mando para auxiliarlo contra el enemigo común de ambas naciones, ofrecimiento que no creyó aquél conveniente aceptar, muy ajeno de sospecharse que La Habana corriese ningún pe­ligro. Cuenta Beatson que el general Prado participaba en tanto grado de las prevenciones nacionales contra los extran­jeros, que al recibir la carta de M. de Blenac se volvió a los que con él estaban, diciendo: "Con tanto gusto permitiría yo a nuestros buenos aliados la entrada en el puerto, como a la misma escuadra del almirante Pocock" (70).

Estas consideraciones no podrán sin embargo justificar la situación en que se encontraba La Habana al presentarse la escuadra inglesa a la vista del puerto el 6 de junio, ni la incredulidad de Prado, llevada al extremo de haber pasado cerca de tres meses en una criminal inacción después de las noticias recibidas de Haití. Era tal su tenacidad en rechazar la idea de que los ingleses pudieran venir sobre una plaza que él con­sideraba inexpugnable, que después de haberse presentado aqué­llos delante de Cojímar, pasó al castillo del Morro aquella mis­ma mañana a observar sus movimientos, y como al volver a La Habana encontrase las tropas sobre las armas por orden del Teniente-rey, desaprobó su conducta y dispuso que volviesen a sus cuarteles. Pocas horas después avisaron del Morro que los navíos ingleses arribaban sobre la costa con evidentes seña­les de intentar un desembarco, y entonces conoció el Gober­nador lo que ya era una verdad para muchos.

La confusión natural a un pueblo que se ve sorprendido, desarmado y con medios imperfectos de defensa para resistir a un enemigo poderoso, sucedió a la inquieta duda que hasta entonces había reinado, y el ruido y estruendo de las campanas de los templos y la artillería de los fuertes aumentaban la cons­ternación del vecindario. Pero pronto el sentimiento noble del patriotismo predominó y calmó los ánimos de aquellos habi­tantes, y todos acudieron espontáneamente a la sala real a aumentar el número de los combatientes, armados unos y otros en busca de armas, ofreciendo a las autoridades el sacrificio de sus vidas en defensa de la Grande Antilla (71). Miembros todos de la gran familia española, identificados con los estrechos vínculos de una misma religión, idioma y costumbres, y regidos y gobernados bajo iguales principios de legislación civil y polí­tica, se veían allí el nervudo vizcaíno, el grave navarro y el activo catalán, unidos con el culto castellano, el andaluz alegre y el criollo de ojos centelleantes, rivalizando en el glorioso deseo de medir sus fuerzas con el enemigo, castigar su arrojo y salvar aquella porción de la patria común del riesgo inmi­nente que la amenazaba.

Inmediatamente se formó un Consejo de Guerra presidido por el gobernador Prado, compuesto del Teniente-rey, sargento mayor de la plaza, del general de marina, marqués del Real Transporte, intendente don Lorenzo Montalvo, y los capitanes de navío de los buques de la escuadra anclados en el puerto; los generales conde de Superunda y don Diego Tabares, invi­tados por el Gobernador, accedieron a formar parte de este con­sejo (72). Conocidas las fuerzas de la guarnición de la plaza, que ascendían, inclusos los enfermos, a cerca de tres mil hom­bres con los jefes y oficiales (73), y además la marinería de la escuadra (74) que serían mil doscientos hombres (75), se acordó repartir al vecindario como tres mil quinientos fusiles, muchos de ellos descompuestos, y algunas carabinas, sables y bayonetas que se encontraron en la sala real (76): de este modo logró Prado reunir un ejército de cerca de siete mil hombres, con una fuerza adicional de mil doscientos marineros, de la maestranza, que era mucha, y de los negros esclavos ofrecidos voluntariamente por sus dueños, los cuales sirvieron de gran utilidad en las operaciones por el lado de la bahía y en los trabajos de for­tificación (77).

Como se presumiese que el enemigo intentaba efectuar un desembarco por las playas entre Bacuranao y Cojímar y otro por la parte de la Chorrera, se mandaron reforzar las guarniciones de los fuertes situados en aquellos puntos: que una división de sobre tres mil hombres, compuesta del regimiento de Edimburgo y el resto de la caballería de la plaza, de varias compañías de infantería del ejército y milicia y algunos lan­ceros rurales al mando del coronel don Carlos Caro, pasase a defender la costa por la parte de Cojímar (78), y que el coronel don Alejandro Arroyo, con otra de tres compañías del regi­miento fijo de La Habana, algunos piquetes de otros cuerpos y doscientos hombres de marina, cubriese la playa desde San Lázaro a la Chorrera: considerando el Consejo que la parte al este del puerto sería probablemente el punto principal del ataque, acordó también poner en completo estado de defensa los castillos del Morro y la Punta, cuyo mando fué confiado a los capitanes de navío don Luis de Velasco y don Manuel de Briceño, y que se levantaran en las alturas de la Cabaña parapetos y baterías, se abriesen fosos y se hiciesen otras varias obras importantes, mandando incendiar todos los caseríos que podían comprometer su defensa. El capitán de navío don Juan Ignacio de Madariaga, en quien el general Prado delegó su autoridad para los demás puntos de la Isla, fué encargado de dirigir todas las operaciones exteriores por el lado del oeste de la ciudad, mantener expeditas las comunicaciones y hosti­lizar al enemigo en el campo (79).