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Historia de la conquista de La Habana por los ingleses: Capítulo X

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No menos afortunados por la parte del oeste, los ingleses habían logrado extender su campamento hasta Jesús del Monte, el Cerro y la Cruz del Padre (135), merced al error capital come­tido por el gobernador Prado de reducir la escuadra española a una completa inacción en el puerto de La Habana. Después de la heroica aunque inútil defensa del torreón de la Chorrera, que hizo el 10 de junio el regidor Aguiar, los enemigos acamparon en la loma de Aróstegui, donde hoy se levanta el poderoso castillo del Príncipe; y habiendo Prado dispuesto el día 13 que el navío Asia fuese echado a pique en el mismo lugar que el Neptuno y Europa (136), el almirante Pocock, más seguro aún de que el puerto estaba enteramente cerrado, pudo desentenderse del bloqueo de aquel punto importante, y dando orden de que cuatro navíos continuasen cruzando a lo largo de la costa, acudió con lo demás de su escuadra en auxilio de aquel ejército. Al efecto dispuso que ochocientos hombres de marina fuesen regimentados formando dos batallones al mando do los mayores Campbell y Collins, y los incorporó a una divi­sión compuesta de dos batallones de granaderos y trescientos hombres de infantería ligera que lord Albemarle había enviado al mando del coronel Howe para sostener la posición de la Chorrera y entretener a los sitiados por aquella parte; y además hizo desembarcar dos morteros y toda la artillería que se creyó necesaria para las baterías que en Taganana y otros puntos se habían mandado construir con la idea de estrechar más el sitio de la ciudad (137). Con estas fuerzas y el auxilio que les pres­taba la escuadra, pudo el coronel Howe extender sus posiciones a San Antonio, estancia de Jústiz y Puentes Grandes, desde donde salían varios piquetes a recorrer los pueblos del Quemado, Jesús del Monte y Guajay en busca de provisiones para el ejército (138). Dos de los navíos que estaban cruzando a sota­vento de La Habana, el Hampton Court y el Defiance, hallán­dose el 28 de junio a la vista del Mariel, descubrieron ancladas en el puerto las fragatas españolas Venganza, de 26 cañones, y Marte, de 18, y después de un corto ataque las apresó el Defiance, habiendo encontrado en ella sólo veinte hombres, por haberse internado toda la demás tripulación (139).

Una de las disposiciones más acertadas que adoptó el ge­neral Prado fué la de conceder grado de coroneles a los regi­dores Aguiar, Aguirre y don Laureano Chacón, cuando éstos ofrecieron sus vidas en defensa de la Patria, y ponerlos al frente de las milicias del país, en lugar de darles jefes del ejército y sujetarlas a la severa disciplina de una organización militar. Mientras el ilustre Velasco luchaba con valor heroico por la parte del este, aquellos briosos cubanos se distinguían por el lado opuesto le la ciudad, logrando contener las correrías y hostilidades del enemigo y saliendo con honor en varios encuen­tros que tuvieron: a la intrepidez y valor de las milicias que mandaban se debió el que la ciudad no fuera cercada por aquella parte y cortadas las comunicaciones con el resto de la Isla.

Situóse don Luis de Aguiar en el Horcón, y desde allí con­tuvo el progreso del ejército inglés, obligándolo a retirarse de todos los puntos a donde intentó avanzar, haciéndole casi siem­pre prisioneros. Viendo Aguiar el daño que causaba la batería de Taganana, los acometió en sus trincheras la noche del 18 de julio; y aquellas gentes, nunca acostumbradas al estruendo de la guerra, hicieron una gran mortandad en las aguerridas tropas británicas, forzándolas a emprender la fuga, les clavaron todos los cañones y les tomaron dieciocho prisioneros, que envió el regidor a la ciudad con los trofeos de esta acción. El general Prado concedió la libertad, en nombre del Rey Católico, a ciento cuatro esclavos que tomaron parte en ella.

El señor Chacón ocupó con sus milicianos el Jubajay, [o será Guajay o Wajay] cuatro leguas al oeste, y desde allí im­pidió que los ingleses penetrasen hasta los ricos pueblos de Santiago y el Bejucal, de que intentaban apoderarse para surtir de carnes y viandas al ejército, tomando muchas veces la iniciativa y hostilizándolos con ventaja en sus mismas posiciones. Respecto del regidor Aguirre, dice el señor Pezuela que com­partió con sus dos compañeros el mando de las milicias, pero ni él ni Valdés refieren ninguna acción particular en que se hubiese distinguido.

A los regidores Aguiar y Chacón, y quizá también Aguirre, así como al coronel Caro, que cubría los pueblos de Jesús del Monte y San Juan, se debió el que la ciudad no hubiese sido asaltada por la parte de tierra; pero teniendo este último la penosa orden de irse retirando a medida que avanzase el ene­migo, a excepción de algunos encuentros afortunados del coronel Gutiérrez, toda la gloria de las armas españolas en aquella dilatada e importantísima posición se debió al valor e intrepidez de las milicias que mandaron Aguiar y Chacón, bajo cuyas órdenes se reunió mucha juventud del país procurando seña­larse en los empeños más aventurados (140).

Sin embargo de todos estos patrióticos esfuerzos, después que la toma del Morro había hecho a los ingleses dueños de las alturas que dominan la Punta y la Fuerza, y que por la parte del oeste habían extendido su campo hasta Jesús del Monte, el Cerro y la Cruz del Padre, la situación de la ciudad era crítica en extremo. Podían emprender forzar la entrada del puerto con su escuadra, protegidos por los fuegos del Morro, y debilitar los medios de resistencia de los españoles por el lado del este, y las fuerzas del coronel Howe, reforzadas con la pri­mera división que había llegado de Nueva York el 28, daban señales de querer circunvalar la plaza y la escuadra por el campo del oeste, situando en la Cruz del Padre o en las posiciones inmediatas alguna división que enlazase sus fuegos con los de la Cabaña y San Lázaro (141).

Para prevenir ambos males dispuso el Gobernador que la artillería de la Punta y la Fuerza, secundada por el navío Aquilón y dos fragatas de guerra, se dirigiese contra el Morro hasta conseguir su demolición, la cual se obtuvo en parte a las ocho horas de empezado el ataque: el fuego duró desde el último de julio hasta el 3 de agosto. En la loma de Soto, donde hoy está el castillo de Atares, se levantó en muy pocos días una batería de seis cañones de 24 y cuatro de 16. Además con el fin de aumentar la escasa guarnición que había en La Habana, se hicieron retirar al recinto todos los destacamentos de tropa veterana situados fuera de la plaza, exceptuando los dragones que siguieron cubriendo las inmediaciones y causando algún daño al enemigo: aun con este refuerzo, la guarnición no excedió de mil doscientos soldados y trescientos vecinos.

Sin duda que el Consejo no hubiera dilatado la rendición de la ciudad, sacrificando la vida y propiedades del ejército y de los vecinos de La Habana con una inútil defensa, a no haber contado con otros medios que los escasos de que podía disponer en tan apuradas circunstancias. Alentábalo la firme resistencia del vecindario a toda idea de capitular, la buena disposición de la tropa y los auxilios de gente y municiones que venían del Interior. El 5 de agosto llegaron 212 fusiles y algunas mu­niciones enviadas de Santiago de Cuba; 500 fusiles más se reci­bieron de Jagua el 9; y el 10, 1.500; los guajiros introducían diariamente en la ciudad, con riesgo de sus vidas, sus frutos y ganados para el abastecimiento de sus defensores; y se ha­bían tenido noticias del gobernador de Cuba [Santiago] anun­ciando la pronta marcha de una expedición de mil hombres entre tropa y voluntarios de aquella ciudad y de la parte espa­ñola de Santo Domingo. Todo esto hacía esperar que si se lograba mantener la ciudad algunos días más podría mejorar la crítica situación en que se hallaban los sitiados y verse en estado de obligar a los ingleses, faltos de víveres y acosados por el vómito negro, a levantar el sitio, no obstante las ven­tajas adquiridas sobre la plaza (142). Pero todas estas halagüeñas esperanzas se desvanecieron con las medidas que adoptó el conde Albemarle y la actividad y perseverancia del ejército invasor; y La Habana se vio forzada a capitular a los pocos días de la toma del Morro.

Dueño el general inglés de esta importante fortaleza, empezó a hacer de ella el mejor uso que le fué posible en el estado ruinoso en que se hallaba: dispuso que las baterías de la Cabaña hiciesen fuego sobre la ciudad y la bombardeasen; y cono­ciendo la resistencia de los españoles a rendirse, empezó a pre­pararse para reducir la plaza al último extremo. En su conse­cuencia dio órdenes al general Keppel para que, por un plan propuesto por el jefe de ingenieros, mandase construir siete baterías que se extendiesen desde la Pastora hasta la cruz de la Cabaña, y en seguida trasladó el cuartel general (143) al campo del oeste. Allí practicó un reconocimiento minucioso de la cal­zada de San Lázaro y la Punta, dando las disposiciones necesarias para levantar un reducto cerca de esta fortaleza, y mandó reforzar los puestos avanzados de Jesús del Monte y las avenidas del Cerro. En medio de estos trabajos tuvieron los ingleses la fortuna de recibir los refuerzos que esperaban de Nueva York, y los náufragos de la división del brigadier Burton, y reparar así las pérdidas de gente que estaban sufriendo la fragata Echo y la bombarda Thunder regresaron el 2 con la segunda división de transportes que había salido de aquella ciudad el 30 de junio; y el 8 llegaron las fragatas Richmond, Lizard y Enterprise y la goleta Porcupine, trayendo parte de la tripulación y de la tropa que había naufragado en cayo Confite (144).

En medio de esta actividad en ambos campamentos ingleses, la guarnición de la plaza se mantenía vigilante y animada de una confianza que cada día se debilitaba más en su gobernador. El fuego de los españoles era vivo y bien dirigido, tanto por la parte del este como por la del campo: las fortalezas y baluartes continuaron sus ataques por la bahía, y el navío Aquilón estuvo haciendo fuego hasta el 3 que dos obuses de la Cabaña le causaron grave daño y lo obligaron a desalojar el punto con gran precipitación: habiendo observado el general Prado que los enemigos hacían preparativos para combinar una acción por la parte del oeste y que habían destacado tropas por el camino que conduce a la Punta para proteger el reducto que estaban construyendo, mandó al amanecer del 10 hacer un vivo fuego de cañón que barriese toda la playa inmediata (145).

Pocas horas después aparecieron descubiertas las baterías de la Cabaña, amenazando destruir la ciudad y todas las for­tificaciones que defendían el puerto, y el ejército del oeste con­tinuaba sus movimientos con evidentes señales de secundar el ataque. Antes de empezar la acción, lord Albemarle, usando de un proceder muy distinto del que pocos días antes le había merecido el héroe del Morro, se contentó solamente con enviar al general Prado uno de sus ayudantes con una carta informán­dole del peligro cierto que corría la ciudad e intimándole a la rendición (146), dio orden a aquél de amenazarlo, si persistía en una resistencia inútil, de entrar en ella y tratar a los ven­cidos con todo el rigor de las leyes militares (147).

Después de seis horas de conferencias en el Consejo, el ge­neral Prado se decidió a tentar una vez más la suerte de las armas, sacrificando al pundonor militar las convicciones de algunos miembros de aquella junta que veían inevitable la pérdida de la ciudad, y quizá sus propias convicciones; y el parlamen­tario volvió con una respuesta muy cortés y propia del valor personal de Prado, manifestando al conde de Albemarle que es­taba resuelto a defender la plaza hasta morir en sus ruinas. Ob­serva Mr. Entick (148) que el general español después de mantener la bandera de parlamento flameando por tan largo tiempo en el campo, no usó de una atención conforme con tan bizarra res­puesta, mandando renovar el fuego antes que el ayudante inglés hubiese recorrido dos tercios del campo, a su vuelta de La Habana.