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Historia de la conquista de La Habana por los ingleses: Capítulo XI

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En consecuencia de la resolución de Prado, aún no habían los primeros albores del día empezado a platear el azul pro­fundo del cielo en la mañana del 11 de agosto, cuando lord Albemarle, seguido de sus ayudantes, subió a las alturas de la Cabaña, no para admirar las bellezas prodigiosas con que la Divina Providencia ha querido dotar la naturaleza de Cuba, sino a satisfacerse de si las órdenes dadas el día anterior habían sido cumplidas. En lugar de parar su atención en la bella armo­nía de aquel cielo riquísimo de estrellas, adornado con los matices de oro y púrpura de que se viste la risueña aurora en las mañanas serenas del estío y de contemplar el suave mur­mullo de la rica vegetación de aquella tierra, la innumerable variedad de sus árboles y plantas y la belleza de sus bosques y prados, su espíritu preocupado de ideas de guerra y destruc­ción no daba lugar a los sentidos para otras impresiones que las del aparato de las máquinas de fuego, el movimiento de las tropas y el desorden aparente de un campamento próximo a hacer desaparecer en pocas horas de sobre la faz de la Tierra la hermosa capital de Cuba que, envuelta aun en los misterios de las sombras, se levantaba a los pies de aquel altivo monte.

Sus leales habitantes, ajenos al peligro inminente que los amenazaba, confiaban a su valor el éxito de la acción próxima a empezar, muy distantes de creer, los que velaban libres y seguros, que estaba cercano el momento en que se verían vencidos, desarmados y a la merced de sus enemigos. El Consejo, después de haberse retirado el día anterior bien tarde de la noche, estaba reunido desde muy temprano en el hospicio de San Isidoro [San Isidro], y el general Prado había salido de allí a recorrer el glacis y animar el pueblo de una perseverancia que ya en él había empezado a decaer, viendo los imponentes aprestos del ejército inglés y el mal estado de la plaza.

Las campanas de los templos acababan de llamar a los fieles a la oración matutina, y los habaneros habían dirigido sus preces y encomendado sus vidas y la libertad de la Patria al Supremo Dispensador de todos los bienes, cuando a los pri­meros rayos del sol se descubrieron las baterías que se extendían desde el Morro por toda la altura de la Cabaña, y empezaron a abrir sus fuegos sobre la plaza en combinación con el campo del oeste y una división de cinco navíos de la escuadra, los cuales fueron contestados en todos los puntos por la artillería de los baluartes y castillos.

Pero la ventaja del enemigo, tanto en sus posiciones como en el uso de la artillería, se hizo sentir bien pronto: los fuegos de la Punta fueron apagados entre nueve y diez, quedando reducidos a dos cañones que desde el baluarte del norte dispa­raban de tarde en tarde, y como a la una se vio a la guarnición abandonar el castillo y correr a esconderse en la ciudad; la Fuerza sufrió gran daño en sus defensores y murallas con el incesante cañoneo de la Cabaña (149), y la ciudad estaba medio destruida por más de seis mil bombas que habían sido lanzadas desde ambos campamentos ingleses durante la acción y en los días anteriores (150).

Después de este último esfuerzo, ya no quedó duda alguna de que si se persistía en la resistencia, la ciudad quedaría redu­cida en pocas horas más a escombros y ruinas, y sus leales habitantes serían en breve víctimas de la cuchilla enemiga. El general Prado resolvió, pues, capitular; y a las dos de la tarde aparecieron en toda la muralla y baluartes de la plaza y en el navío almirante banderas de parlamento, novedad que no espe­raba la gente del país, a lo menos con tanta prontitud, pues los regidores pasaron a inquirir el intento de aquella demos­tración (151). Al mismo instante cesó el fuego por ambas partes; el Gobernador dirigió una carta al conde de Albemarle manifes­tándole que había creído conveniente alterar su resolución y pidiéndole una tregua corta para presentarle los artículos de capitulación bajo los cuales entregaría la ciudad (152), a lo cual accedió el Conde; y al día siguiente el sargento mayor don Antonio Ramírez Estenoz pasó al campo enemigo, autorizado con plenos poderes del general Prado y el marqués del Real Transporte, para presentar al conde de Albemarle los artículos de capitulación y convenir en el modo de entregar la ciudad (153). El Sr. Ramírez de Estenoz estuvo en conferencias con el almirante Pocock, encargado por el general inglés, y regresó a La Habana al anochecer del mismo día con las respuestas que aparecen al final de cada uno de los artículos de la capitulación; y después de algunas dificultades sobre la entrega de la escua­dra y buques mercantes, por los cuales hicieron el general Prado y el marqués del Real Transporte varias proposiciones de gran cuenta, y de tratarse sobre si el puerto de La Habana perma­necería neutral durante la guerra (154), cuya discusión se pasó todo el día 12 y gran parte del 13, oponiéndose a convenir en ambos particulares el General y el Almirante inglés; vinieron a un acuerdo definitivo el 13, en que fueron firmados y sellados los artículos de la capitulación (155).

La ciudad con todas sus fortalezas, los buques de guerra y mercantes surtos en el puerto, la artillería y municiones de boca y guerra, y los caudales reales, así como los pertenecientes al comercio de Cádiz, serían entregados a las tropas de S. M. B. La guarnición de la ciudad y la del castillo de la Punta saldrían con todos los honores de la guerra y se embarcarían con tri­pulación de la escuadra en buques ingleses para uno de los puertos más inmediatos de España. Los súbditos españoles que quisieran retirarse del país podrían hacerlo, vendiendo libre­mente sus bienes y trasladándose a su costa a donde tuviesen por conveniente. La religión católica, apostólica romana sería respetada, sin molestar en su culto público ni privado a los naturales del país, y las autoridades inglesas conservarían los fueros, derechos y privilegios de la Iglesia (154).

En virtud de esta capitulación, el día 14 a las diez de la mañana el general Keppel, al mando de quinientos hombres, pasó a posesionarse del castillo de la Punta, y al mediodía de la puerta y baluarte inmediatos; el coronel Howe tomó posesión el mismo día de la puerta de Tierra con dos batallones de granaderos, habiendo evacuado estos puntos las tropas españolas, y por la tarde hizo su entrada en la ciudad el conde de Albemarle a la cabeza de su ejército (157), admirando la lealtad de aquellos habitantes al soberano español en la expresión de dolor con que veían penetrar por sus calles desiertas y sus de­rruidos edificios los macilentos y estropeados restos de la hueste vencedora y ondear por primera vez en sus baluartes y castillos otra bandera que la que siempre fué en sus corazones el sím­bolo de su origen y nacionalidad.

El intendente de marina don Lorenzo Montalvo fué encar­gado de hacer el 15 entrega de los buques de guerra, almacenes y efectos de mar y tierra que eran propiedad de la Corona: triste comisión que fué dulcificada con la más honrosa y agra­dable de permanecer en La Habana cuidando de las personas e intereses de los heridos y súbditos españoles a quienes cir­cunstancias particulares no permitieran regresar a España.

Dos fragatas de guerra salieron a tomar posesión de Ma­tanzas, y otros buques fueron enviados con el mismo objeto al Mariel: también marchó el 15 y 16 un fuerte destacamento a los pueblos de Santiago, el Bejucal y Managua, donde se habían retirado desde el principio del sitio el obispo don Pedro Agustín Morell, las comunidades religiosas y muchas familias, quienes regresaron después a la ciudad (158). Todas estas pobla­ciones reconocieron a Jorge III de Inglaterra: el resto de la Isla permaneció sujeto al gobernador español de Santiago de Cuba; no habiendo podido concluir su conquista el conde de Albemarle por haber tenido que dar cumplimiento a órdenes que tenía del Ministro de enviar a Nueva York una parte del escaso ejército que había quedado bajo su mando, y haberse disminuido considerablemente la escuadra con la vuelta del Almirante a Inglaterra (159).

La salida de las tropas españolas se efectuó el 24, embar­cándose por la puerta de la Punta, en transportes preparados por el almirante inglés, siete jefes, diecisiete capitanes, se­senta subalternos y ochocientos cuarenta y cinco soldados; y el 30 se hicieron a la vela, juntamente con las autoridades y empleados de la ciudad, cuyo número, incluidas sus familias y criados, fué de cincuenta y siete personas (160). Al general Prado y su familia se les destinó un navío para regresar a España (161), lo que efectuaron poco antes que el ejército y empleados, así como el conde de Superunda y don Diego Tabares (162).

Era el general don Juan de Prado un sujeto de valor per­sonal generalmente reconocido en el ejército español, de una lealtad acrisolada, recto en sus principios y honrado en sus acciones; pero, falto de actividad, escaso de recursos naturales, limitado en el conocimiento del arte de la guerra, y sin práctica de mandos superiores, sus planes carecieron de base y firmeza en todo el tiempo que duró el sitio, viéndose obligado a alte­rarlos a cada paso según que hacía fuerza en él la opinión de cualquiera de los miembros del Consejo.

Así que los movimientos del ejército inglés desvanecieron su tenaz confianza con el desembarco en las playas de Cojímar, forzado a tomar medidas que no estaban al alcance de su capa­cidad y a crear recursos extraordinarios de defensa, se enervó su energía natural y resolución, abrumólo a todas horas el peso de la responsabilidad que cargaba sobre sus hombros, y en medio de su confusión y aturdimiento comunicó a sus medidas un carácter de indecisión y debilidad y cayó en errores y des­aciertos muy ajenos de sus puras intenciones y patrióticos sen­timientos. Encerró la escuadra en el puerto, abriendo recursos al enemigo para estrechar el sitio de la ciudad; abandonó el punto más importante de defensa para verse después en la pre­cisión de emplear inútilmente el nervio del ejército en remediar las funestas consecuencias de tal medida; faltóle tacto en la distribución de las fuerzas de su mando, exponiendo los cuerpos de milicias al fuego de los ingleses en las acciones más críticas, en lugar de protegerlos y alentarlos con la disciplina de los batallones regimentados; y tuvo la mala fortuna de preferir a los oficiales de marina para el mando del ejército y fortalezas, aunque todos ellos probaron su lealtad y valor en un grado emi­nente. Esta injusta preferencia, con agravio de los oficiales de infantería que estaban en las filas de la guarnición, encendió los odios que siempre han existido en las diversas armas del ejército español por espíritu de cuerpo, y disgustó a las tropas, que, no obstante, dieron pruebas repetidas de estar animadas de los mejores deseos en la defensa de la ciudad.

En tiempos normales, su carácter afable y conciliador, su integridad y honradez y el noble deseo que lo animaba de dis­tinguirse en el mando que le había confiado su Rey, hubieran hecho del gobierno del general Prado uno de los más tranquilos y prósperos que hasta entonces había tenido aquel hermoso país. En el consejo de generales que se formó en España para examinar la conducta de las autoridades superiores y demás jefes que tomaron parte en la defensa de La Habana, el cual fué presidido por el célebre ministro conde de Aranda, se pro­nunció sentencia de muerte contra Prado; pero el Rey usó de clemencia con el infortunado general y le conmutó la pena en confinamiento perpetuo. El conde de Superunda y don Diego Tabares, virrey del Perú el uno y gobernador el otro de Car­tagena, volvían a España concluidos sus gobiernos cuando la invasión del conde de Albemarle los sorprendió en La Habana, y habían asistido al Consejo, tomando sólo una parte pasiva y empleando sus conocimientos y experiencias en ilustrar los acuerdos de aquella junta para el mejor acierto en las opera­ciones militares del sitio (163).