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Historia de la conquista de La Habana por los ingleses: Capítulo XII

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La conquista de La Habana fué un acontecimiento muy feliz para el ejército y armada inglesa. La oportunidad de su ren­dición salvó a uno y otra de una ruina segura, pues era impo­sible que hubiese podido continuar por muchos días el sitio en una época del año en que el excesivo calor, las fuertes lluvias estacionales y las enfermedades propias del clima hubieran pron­to destruido el ejército más poderoso, no teniendo donde gua­recerse y estando rendido de fatiga y falto de los recursos más esenciales a la vida. Algunos miles de hombres yacían aniqui­lados en los campamentos y la escuadra por falta de alimento, y las enfermedades tropicales se habían cebado tan cruelmente en el ejército que al tiempo de la capitulación no había más de dos mil quinientos hombres aptos para el servicio. Bajo el aspecto militar, ella fué la más grande, y en sus consecuencias la más decisiva, de cuantas hicieron los ingleses en el transcurso de la guerra; y en ninguna de las campañas militares que tuvieron lugar en las diversas partes donde pelea­ron las armas británicas resplandeció tanto como en el sitio de La Habana la superior inteligencia militar de los jefes y oficiales generales, ni el valor, serenidad y perseverancia de las tropas. Esta importante adquisición reúne en sí misma todas las ventajas que pueden obtenerse en la guerra: un triunfo de armas de la clase más elevada y cuyos efectos sobre la escuadra española equivalieron a una gran victoria naval, pues además de los buques apresados en Cayo Sal y bahía del Mariel, cayeron en poder de los conquistadores nueve navíos y uno más que estaba en grada y todos los utensilios del arsenal (164).

Los ingleses no sólo encontraron allí consuelo en sus nece­sidades y gloria militar, sino también grandes riquezas. Además de los cañones, provisiones de guerra y otros efectos que había en gran abundancia, el botín ascendió a tanto como hubiera producido una fuerte contribución sobre la ciudad: veinte y cinco buques mercantes (165), varios grandes almacenes llenos de valores inmensos y cerca de tres millones de pesos cayeron en su poder (166). Estos fondos fueron repartidos con tan parcial desproporción entre las varias clases del ejército y armada, que hubo multiplicadas quejas y vivos resentimientos por parte de la tropa y marinería (167). Pero más que todo esto, el gobierno británico estaba en posesión de un puerto que ponía en sus manos el destino de los pueblos de Europa contra las tenta­tivas de la casa de Borbón reveladas en el funesto Pacto de Familia: porque Cuba podía con razón considerarse la llave de aquellos tesoros del Nuevo Mundo, que debían servir de recurso principal a España y Francia para continuar una guerra cuyo objeto era destruir toda potencia que se opusiese a su am­bición, intereses y voluntad (168).

El efecto que produjo, tanto en la Corte como en el pueblo inglés, la noticia de este acontecimiento se encuentra pintado con exactos colores en los documentos oficiales de acuella época. En una representación que la municipalidad de Londres dirigió con tal motivo al Rey, manifiesta aquel cuerpo que la conquista de La Habana podía considerarse como el medio más seguro de destruir los proyectos de la casa de Borbón, y ofrece asistir al Trono de la manera más eficaz, hasta que los enemigos de la nación se viesen forzados a oír las proposiciones de paz que el monarca considerase compatibles con el triunfo de las armas británicas y el comercio y navegación de sus súbditos. "El Ayuntamiento —dice— se detiene con el mayor placer a con­siderar el alto precio e importancia de una conquista obtenida con la adquisición de inmensas riquezas y la ruina irreparable del poder comercial y marítimo de España” (169). El Rey, en su discurso de apertura, al informar al parlamento de la toma de La Habana, dice: "Una plaza de la más alta importancia para España"; y en sus peticiones congratulatorias, la Cámara de los Lores la llama "el baluarte de las colonias españolas", y la de representantes, después de hacer mención del feliz éxito de la guerra en la Martinica, añade: "y la más gloriosa e importante conquista de La Habana" (170).

Aún no habían transcurrido dos meses de esta conquista cuando los ingleses se apoderaron también de la ciudad de Manila, capital de la isla de Luzón, una de las Filipinas, plaza no menos importante en el este que lo es La Habana en el oeste: la ciudad se libertó de ser destruida mediante una suma de cuatro millones de pesos, y el botín fué de varios buques y una cantidad considerable de municiones. La única compensación que tuvo España por estas grandes pérdidas fué la toma de la colonia del Sacramento, objeto por largo tiempo de cuestiones con Portugal, con la que se hizo dueño de veintiséis buques ingleses cargados de mercancías y pertrechos de guerra por valor de cerca de veinte millones de pesos. Los esfuerzos hechos en Portugal no fueron bastantes a reparar las pérdidas de los españoles en América y Asia, aunque el estado de aquel reino al tiempo de la invasión les había despertado halagüeñas esperanzas de una fácil conquista: después de alcanzar los aliados ventajas considerables, el ejér­cito anglo-lusitano logró hacerlos retirar a las fronteras de Es­paña en el mes de octubre, a esperar refuerzos de Francia.

Aunque el cúmulo de tantas desgracias no había podido abatir el espíritu de la magnánima nación española, las últimas pérdidas habían agotado los recursos de las dos coronas aliadas. España se veía privada de sus grandes tesoros de América, cor­tadas las comunicaciones con sus colonias, arruinada su marina, y su ejército disminuido y desalentando con el éxito de una infructuosa y larga campaña emprendida con la plena confianza de obtener un feliz resultado: Francia, amenazada por un amigo extranjero, fatigada de invasiones repetidas, destruido su comercio y próxima a una bancarrota, execraba la alianza de Austria como una calamidad pública, y hasta la de España, aunque cimentada en los vínculos de la sangre y más conforme con los sentimientos nacionales, era considerada como un mal más bien que como una conveniencia (171).

En tan crítica situación, las Cortes de Madrid y Versalles solicitaron la paz con un empeño y sinceridad iguales a sus infortunios. Felizmente el ministerio del conde de Egremont sostenía la guerra forzado por el espíritu de agresión de los soberanos aliados, y había apurado las fuerzas y recursos de la nación en escarmentar a los enemigos del poder marítimo y comercial de Inglaterra, con el fin de obligarlos a suscribir a una paz general que terminase todas las cuestiones pendientes entre las tres principales potencias beligerantes, más bien que halagado por la ambición de conquistar las ricas colonias de las Antillas para la corona de la Gran Bretaña. Si el célebre Pitt hubiera continuado al frente del gabinete, probablemente la guerra se hubiera dilatado algún tiempo más, hallando su penetración y genio fecundo medios eficaces de conocer el ver­dadero estado de los enemigos y sacar de él mayores ventajas para su país; y de seguro que no se hubiera dicho al concluirse las hostilidades, lo que del conde de Egremont decía disgustado el pueblo de Londres después de firmados los artículos preli­minares en Fontainebleau: que aquel tratado había hecho bueno el refrán inglés de que Inglaterra pierde siempre por nego­ciación lo que sus hijos ganan con la espada (172).

Después de una correspondencia entre las Cortes de Ingla­terra y Francia, se convino en el mes de agosto en el nombra­miento de embajadores para arreglar los preliminares de paz, y al efecto el duque de Bedford salió de Londres para París el 5 de septiembre, y el 10 llegó a Londres el duque de Nivernois. La elección de estos dos personajes, los más distinguidos de la nobleza de ambos países, demostró las pacíficas inten­ciones de los dos gobiernos: el marqués de Grimaldi, embajador español en la Corte de Francia, recibió plenos poderes para representar los intereses políticos de su nación en el tratado.

Los puntos principales que habían agitado largas cuestiones en las tres Cortes y al fin provocado aquella guerra quedaron arreglados sin gran dificultad; y para allanar inconvenientes a la conclusión definitiva del tratado de paz, se acordó que las cuestiones pendientes entre Austria y Prusia fuesen asunto de conferencias entre aquellas Cortes (173).