Historia de la vida del Buscón: Libro Primero: Capítulo VI

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Historia de la vida del Buscón de Francisco de Quevedo
Libro Primero - Capítulo VI - De las crueldades de la ama, y travesuras que hizo



«Haz como viere» dice el refrán, y dice bien. De puro considerar en él, vine a resolverme de ser bellaco con los bellacos, y más, si pudiese, que todos. No sé si salí con ello, pero yo aseguro a V. Md. que hice todas las diligencias posibles.

Lo primero, yo puse pena de la vida a todos los cochinos que se entrasen en casa y a los pollos de la ama que del corral pasasen a mi aposento. Sucedió que un día entraron dos puercos del mejor garbo que vi en mi vida. Yo estaba jugando con los otros criados, y oílos gruñir, y dije al uno:

-Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa.

Fue, y dijo que dos marranos. Yo que lo oí, me enojé tanto que salí allá diciendo que era mucha bellaquería y atrevimiento venir a gruñir a casa ajena. Y diciendo esto, envásole a cada uno a puerta cerrada la espada por los pechos, y luego los acogotamos. Porque no se oyese el ruido que hacían, todos a la par dábamos grandísimos gritos como que cantábamos y así expiraron en nuestras manos. Sacamos los vientres, recogimos la sangre, y a puros jergones los medio chamuscamos en el corral, de suerte que cuando vinieron los amos ya estaba todo hecho, aunque mal, si no eran los vientres, que aún no estaban acabadas de hacer las morcillas. Y no por falta de prisa, en verdad, que por no detenernos las habíamos dejado la mitad de lo que ellas se tenían dentro, y nos las comimos las más como se las traía hechas el cochino en la barriga.

Supo, pues, don Diego el caso, y enojóse conmigo de manera que obligó a los huéspedes (que de risa no se podían valer) a volver por mí. Preguntábame don Diego que qué había de decir si me acusaban y me prendía la justicia, a lo cual respondí yo que me llamaría a hambre, que es el sagrado de los estudiantes; y que si no me valiese, diría que como se entraron sin llamar a la puerta como en su casa, que entendí que eran nuestros. Riéronse todos de las disculpas. Dijo don Diego:

-A fe, Pablos, que os hacéis a las armas.

Era de notar ver a mi amo tan quieto y religioso y a mí tan travieso, que el uno exageraba al otro o la virtud o el vicio.

No cabía el ama de contento conmigo, porque éramos dos al mohíno: habíamonos conjurado contra la despensa. Yo era el despensero Judas, de botas a bolsa, que desde entonces hereda no sé qué amor a la sisa este oficio. La carne no guardaba en manos de la ama la orden retórica, porque siempre iba de más a menos; no era nada carnal, antes de puro penitente estaba en los huesos. Y la vez que podía echar cabra u oveja no echaba carnero, y si había huesos, no entraba cosa magra. Era cercenadora de porciones como de moneda, y así hacía unas ollas éticas de puro flacas, unos caldos que a estar cuajados se pudieran hacer sartas de cristal de ellos. Las Pascuas, por diferenciar, para que estuviese gorda la olla, solía echar cabos de vela de sebo y así decía que estaban sus ollas gordas por el cabo. Y era verdad según me lo parló un pabilo que yo masqué un día. Ella decía, cuando yo estaba delante:

-Mi amo, por cierto que no hay servicio como el de Pablicos, si él no fuese travieso; consérvele V. Md., que bien se le puede sufrir el ser bellaquillo por la fidelidad; lo mejor de la plaza trae.

Yo, por el consiguiente, decía de ella lo mismo y así teníamos engañada la casa. Si se compraba aceite de por junto, carbón o tocino, escondíamos la mitad, y cuando nos parecía, decíamos el ama y yo:

-Modérese V. Md. en el gasto, que en verdad que si se dan tanta prisa no baste la hacienda del Rey. Ya se ha acabado el aceite o el carbón. Pero tal prisa le han dado. Mande V. Md. comprar más y a fe que se ha de lucir de otra manera. Denle dineros a Pablicos.

Dábanmelos y vendíamosles la mitad sisada, y de lo que comprábamos sisábamos la otra mitad; y esto era en todo, y si alguna vez compraba yo algo en la plaza por lo que valía, reñíamos adrede el ama y yo. Ella decía:

-No me digas a mí, Pablicos, que esto son dos cuartos de ensalada.

Yo hacía que lloraba, daba voces, íbame a quejar a mi señor, y apretábale para que enviase al mayordomo a saberlo, para que callase la ama, que adrede porfiaba. Iban y sabíanlo, y con esto asegurábamos al amo y al mayordomo, y quedaban agradecidos, en mí a las obras, y en el ama al celo de su bien. Decíale don Diego, muy satisfecho de mí:

-¡Así fuese Pablicos aplicado a virtud como es de fiar! ¿Toda esta es la lealtad que me decís vos de él?

Tuvímoslos de esta manera, chupándolos como sanguijuelas. Yo apostaré que V. Md. se espanta de la suma de dinero que montaba al cabo del año. Ello mucho debió de ser, pero no debía obligar a restitución, porque el ama confesaba y comulgaba de ocho a ocho días y nunca la vi rastro de imaginación de volver nada ni hacer escrúpulo, con ser, como digo, una santa.

Traía un rosario al cuello siempre, tan grande, que era más barato llevar un haz de leña a cuestas. De él colgaban muchos manojos de imágines, cruces y cuentas de perdones que hacían ruido de sonajas. Bendecía las ollas y al espumar hacía cruces con el cucharón. Yo pienso que las conjuraba por sacarles los espíritus, ya que no tenía carne. En todas las imágines decía que rezaba cada noche por sus bienhechores; contaba ciento y tantos santos abogados suyos, y en verdad que había menester todas estas ayudas para desquitarse de lo que pecaba. Acostábase en un aposento encima del de mi amo, y rezaba más oraciones que un ciego. Entraba por el Justo Juez y acababa en el Conquibules, que ella decía, y en la Salve Rehína. Decía las oraciones en latín adrede por fingirse inocente, de suerte que nos despedazábamos de risa todos. Tenía otras habilidades; era conqueridora de voluntades y corchete de gustos, que es lo mismo que alcahueta; pero disculpábase conmigo diciendo que le venía de casta como al rey de Francia sanar lamparones.

¿Pensará V. Md. que siempre estuvimos en paz? Pues ¿quién ignora que dos amigos, como sean codiciosos, si están juntos, se han de procurar engañar el uno al otro? «Ésta ha de ser ruin conmigo, pues lo es con su amo», decía yo entre mí; ella debía de decir lo mismo porque chocamos de embuste el uno con el otro, y por poco se descubriera la hilaza. Quedamos enemigos como gatos y gatos, que en despensa es peor que gatos y perros.

Yo, que me vi ya mal con el ama, y que no la podía burlar, busqué nuevas trazas de holgarme y di en lo que llaman los estudiantes correr o arrebatar. En esto me sucedieron cosas graciosísimas, porque yendo una noche a las nueve (que anda poca gente) por la calle Mayor, vi una confitería y en ella un cofín de pasas sobre el tablero, y tomando vuelo, vine a agarrarle y di a correr. El confitero dio tras mí, y otros criados y vecinos. Yo, como iba cargado, vi que aunque les llevaba ventaja, me habían de alcanzar, y al volver una esquina, sentéme sobre él y envolví la capa a la pierna de presto y empecé a decir, con la pierna en la mano, fingiéndome pobre:

-¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha pisado!

Oyéronme esto y en llegando, empecé a decir: «Por tan alta Señora», y lo ordinario de la «hora menguada» y «aire corrupto». Ellos se venían desgañifando, y dijéronme:

-¿Va por aquí un hombre, hermano?

-Ahí adelante, que aquí me pisó, loado sea el Señor.

Arrancaron con esto y fuéronse; quedé solo, llevéme el cofín a casa, conté la burla, y no quisieron creer que había sucedido así, aunque lo celebraron mucho. Por lo cual, los convidé para otra noche a verme correr cajas. Vinieron, y advirtiendo ellos que estaban las cajas dentro la tienda y que no las podía tomar con la mano, tuviéronlo por imposible, y más por estar el confitero, por lo que sucedió al otro de las pasas, alerta. Vine, pues, y metiendo doce pasos atrás de la tienda mano a la espada, que era un estoque recio, partí corriendo, y en llegando a la tienda, dije:

-«¡Muera!». Y tiré una estocada por delante del confitero. Él se dejó caer pidiendo confesión, y yo di la estocada en una caja y la pasé y saqué en la espada y me fui con ella. Quedáronse espantados de ver la traza y muertos de risa de que el confitero decía que le mirasen, que sin duda le había herido, y que era un hombre con quien él había tenido palabras. Pero, volviendo los ojos, como quedaron desbaratadas al salir de la caja las que estaban alrededor, echó de ver la burla, y empezó a santiguarse que no pensó acabar. Confieso que nunca me supo cosa tan bien.

Decían los compañeros que yo solo podía sustentar la casa con lo que corría, que es lo mismo que hurtar, en nombre revesado. Yo, como era muchacho y oía que me alababan el ingenio con que salía de estas travesuras, animábame para hacer muchas más. Cada día traía la pretina llena de jarras de monjas, que les pedía para beber y me venía con ellas; introduje que no diesen nada sin prenda primero.

Y así, prometí a don Diego y a todos los compañeros, de quitar una noche las espadas a la mesma ronda. Señalóse cuál había de ser, y fuimos juntos, yo delante, y en columbrando la justicia, lleguéme con otro de los criados de casa, muy alborotado, y dije:

-¿Justicia?

Respondieron:

-Sí.

-¿Es el corregidor?

Dijeron que sí. Hinquéme de rodillas y dije:

-Señor, en sus manos de V. Md. está mi remedio y mi venganza y mucho provecho de la república; mande V. Md. oírme dos palabras a solas, si quiere una gran prisión.

Apartóse; ya los corchetes estaban empuñando las espadas y los alguaciles poniendo mano a las varitas. Yo le dije:

-Señor, yo he venido desde Sevilla siguiendo seis hombres los más facinorosos del mundo, todos ladrones y matadores de hombres, y entre ellos viene uno que mató a mi madre y a un hermano mío por saltearlos, y le está probado esto; y vienen acompañando, según los he oído decir, a una espía francesa; y aun sospecho, por lo que les he oído, que es... (y bajando más la voz dije) Antonio Pérez. Con esto, el corregidor dio un salto hacia arriba, y dijo:

-¿Y dónde están?

-Señor, en la casa pública; no se detenga V. Md., que las ánimas de mi madre y hermano se lo pagarán en oraciones, y el Rey acá.

-¡Jesús! -dijo-, no nos detengamos. ¡Hola, seguidme todos! Dadme una rodela.

Yo entonces le dije, tornándole a apartar:

-Señor, perderse ha V. Md. si hace eso, porque antes importa que todos V. Mds. entren sin espadas, y uno a uno, que ellos están en los aposentos y traen pistoletes, y en viendo entrar con espadas, como saben que no la puede traer sino la justicia, dispararán. Con dagas es mejor, y cogerlos por detrás los brazos, que demasiados vamos.

Cuadróle al corregidor la traza, con la codicia de la prisión. En esto llegamos cerca, y el corregidor, advertido, mandó que debajo de unas yerbas pusiesen todos las espadas escondidas en un campo que está enfrente casi de la casa; pusiéronlas y caminaron. Yo, que había avisado al otro que ellos dejarlas y él tomarlas y pescarse a casa fuese todo uno, hízolo así; y al entrar todos quedéme atrás el postrero, y en entrando ellos mezclados con otra gente que entraba, di cantonada y emboquéme por una callejuela que va a dar a la Vitoria, que no me alcanzara un galgo.

Ellos que entraron y no vieron nada, porque no había sino estudiantes y pícaros (que es todo uno), comenzaron a buscarme, y no hallándome, sospecharon lo que fue, y yendo a buscar sus espadas, no hallaron media. ¿Quién contara las diligencias que hizo con el retor el corregidor? Aquella noche anduvieron todos los patios reconociendo las caras y mirando las armas. Llegaron a casa, y yo, porque no me conociesen, estaba echado en la cama con un tocador y con una vela en la mano y un Cristo en la otra y un compañero clérigo ayudándome a morir, y los demás rezando las letanías. Llegó el retor y la justicia, y viendo el espectáculo, se salieron, no persuadiéndose que allí pudiera haber habido lugar para cosa. No miraron nada, antes el retor me dijo un responso; preguntó si estaba ya sin habla, y dijéronle que sí; y con tanto, se fueron desesperados de hallar rastro, jurando el retor de remitirle si le topasen, y el corregidor de ahorcarle fuese quien fuese. Levantéme de la cama, y hasta hoy no se ha acabado de solemnizar la burla en Alcalá.

Y por no ser largo, dejo de contar cómo hacía monte la plaza del pueblo, pues de cajones de tundidores y plateros y mesas de fruteras (que nunca se me olvidará la afrenta de cuando fui rey de gallos) sustentaba la chimenea de casa todo el año. Callo las pensiones que tenía sobre los habares, viñas y huertos, en todo aquello de alrededor. Con estas y otras cosas, comencé a cobrar fama de travieso y agudo entre todos. Favorecíanme los caballeros y apenas me dejaban servir a don Diego, a quien siempre tuve el respeto que era razón por el mucho amor que me tenía.



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