Historia de una anguila

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HISTORIA DE UNA ANGUILA



Es una mañana de verano; reina en la Naturaleza una tranquilidad absoluta; óyese solamente, de vez en cuando, las estridencias de los grillos. Junto a la caseta de baños en construcción, bajo las ramas verdes de un sauce, se agita en el agua el carpintero Guerasim, campesino alto, flaco, de rizosos cabellos bermejos; sopla, refunfuña, guiña los ojos y procura sacar algo de entre las raíces del sauce. A su lado, con el agua hasta el cuello, está otro carpintero, Liubim, hombre joven, bajo de estatura y jorobado; su cara es triangular y tiene ojos de chino. Entrambos llevan blusas y calzones y parecen hallarse ateridos de frío, lo cual se comprende, porque hace más de una hora que permanecen en el agua.

—¿Por qué empujas sin cesar con la mano?—grita el jorobado, tembloroso—. ¡Cabeza de burro! ¡Tenlo!..., ¡tenlo!..., ¡que no se te escape el maldito pez! ¡Te repito que lo agarres bien!

—¡No se escapará!... ¿Por dónde quieres que se nos escape?

—Se ha metido por debajo de los troncos— contesta Gnerasim con su voz de bajo ronco—. No hay por dónde cogerla.

—¡Cógela por las agallas! ¡Cógela y no la sueltes!

—¡Espera! Ya la tengo, no sé por dónde. El caso es que la tengo. ¡Cáspita! La maldita muerde.

—Por las agallas te he dicho; no la sueltes...

—No se ven las agallas. Espera. Ya la he cogido por alguna parte; por el labio creo que la he cogido.

—¡No; ¡por el labio no tires de ella! Se te va a escapar. ¡Por las agallas, por las agallas! Otra vez empujas con la mano. ¡Qué imbécil eres, válgame Dios! ¡Agárrala!

—¡Agárrala!...— exclama Guerasim irritado—. Es muy fácil dar órdenes... ¡Métete tú mismo en el agua y agárrala, diablo de jorobado que eres! ¿A que estás sin hacer nada?

—Bien la agarraría si pudiese. Bajo de estatura como soy, no puedo meterme allí; es muy hondo.

—No importa que sea hondo; échate a nado. El jorobado viene nadando y se coge de las ramas. Pero a la primera tentativa de ponerse en pie se hunde.

—Ya te decía yo; aquí el agua es profunda—grita con enfado al salir a flote—; ¿dónde me he de colocar? ¿He de sentarme en tu cuello?

—Súbete a uno de los troncos; los hay como si fueran una escalera.

El jorobado busca con el pie un tronco y se sitúa en él, asiéndose a las ramas. Resuelto este problema, empieza a rebuscar en el agua entre las raíces. Está agachado y hace lo posible por no tragar agua. Sus manos se enredan entre las algas, resbalan por el musgo que cubre los troncos, y, finalmente, topan con las pinzas de un cangrejo.

—¡Diablo! ¿Qué haces tú aquí?—exclama Liubim y, furioso, lanza el cangrejo en la orilla.

Prosiguiendo las investigaciones, su mano encuentra la de Guerasim y llega hasta una cosa fría.

—¡Aquí está! ¡Qué enorme es la muy estúpida!... Deja que meta la mano... Ahora... Por las agallas... No me empujes con el codo... Ahora mismo... Ahora... Deja que la agarre bien... Está muy metida entre los troncos... No sé por dónde cogerla... El vientre está por todos lados... ¡Mátame ese mosquito que me pica en el cuello...! ¡Ya la cogí, ya!

El jorobado hincha los carrillos, detiene la respiración; evidentemente toca las agallas, cuando las ramas a que está asido se rompen. Liubim pierde el equilibrio y ¡patapum! cae en el agua. Fórmanse círculos concéntricos, y en la superficie aparecen burbujas. El jorobado reaparece nadando, da un fuerte resoplido y vuelve a colgarse de las ramas.

—Te vas a ahogar, ¡demonio!, y luego seré yo el responsable. ¡Vete al infierno! ¡La sacaré yo!

Los dos hombres se injurian recíprocamente. El Sol, entre tanto, sigue su curso. Las sombras se acortan, se repliegan como los cuernos de un caracol; la hierba caldeada por los rayos exhala un perfume intenso.

Las doce del día están a punto de sonar... Mientras, Guerasim y Liubim continúan, debajo del sauce, engolfados en su tarea.

La voz ronca del uno y la voz aguda del otro resuenan sin cesar en el silencio de esta jornada de verano.

—¡Sácala... por las agallas!... Espera, que yo empujaré. ¿Dónde metes el puño? Con el dedo, no con el puño. ¡Animal!, ¡animal! Córrete hacia la izquierda... que a la derecha hay un hoyo. ¡Tírala del labio!

Por la vertiente vecina baja un rebaño; el pastor Efim, que es muy viejo, tuerto y con la boca contraída, anda despacio, mirando fijamente al suelo. Los carneros llegan a la orilla del agua; luego los caballos; detrás de los caballos, las vacas...

—¡Empújala por debajo!—grita Liubim—. Pasa el dedo por aquí. ¿Estás sordo? ¡Imbécil!

—¿Qué hacéis, hijitos míos?—les pregunta Efim.

—Una anguila... No la podemos sacar. Se ha metido debajo de un tronco... Por este lado... ¡Ahora, ahora!

Efim quédase unos momentos mirando con su único ojo a los pescadores. De repente se desata las sandalias, tira al suelo el saco y se quita la camisa, conservando el pantalón. Persígnase y, extendiendo sus brazos morenos y escuálidos, se mete en el agua. Camina unos cincuenta pasos por el suelo fangoso, y luego se echa a nadar.

—¡Esperad, esperad, muchachos!—les grita aproximándose—. Vais a dejarla escapar. Hay que saber cómo se hace esto.

Efim únese a los carpinteros, y los tres individuos, empujándose con los codos y rodillas, insultándose y estorbándose mutuamente, patalean en el mismo sitio.

El jorobado no cesa de tragar agua y tiene accesos de tos convulsiva.

—¿Dónde anda el pastor?—grita alguien desde la orilla—. ¡Efim! ¡Pastor! ¿Dónde estás? El rebaño se te ha metido en el jardín. ¡Echalo, échalo del jardín! ¡Pronto! ¿Dónde está ese viejo bandido?

Se oyen voces de hombres y mujeres. Por la verja del jardín asoma el dueño, Andreievitch, vestido con una bata de tela oriental; en la mano tiene su periódico. Mira con aire interrogativo en qué dirección vienen los gritos, y se encamina apresuradamente hacia el río.

—¿Qué hay? ¿Qué hay? ¿Quién vocea de ese modo?—pregunta severamente al percibir las tres cabezas mojadas que emergen del agua—. ¿Qué diablos enredáis ahí?

—Un pez...; cogemos un pez...— responde Efim sin levantar la cabeza.

— ¿Cómo? ¡Ya te daré yo el pez! El rebaño se mete en el jardín mientras tú pescas. ¡Y la caseta! ¿Cuándo estará lista? Trabajáis hace dos días y no habéis adelantado nada...

—Estará..., estará la caseta—refunfuña Guerasim—. El verano es largo; tendréis tiempo, señor, de remojaros... ¡Brrr!... No podemos con la anguila... Se ha metido debajo del tronco, y allí permanece como en una madriguera.

—¿Una anguila?—pregunta el dueño, y sus ojos se animan—. ¡A sacarla pronto!

—¡Nos darás cincuenta copecs; verás qué pieza! Es gorda como un cerdo. Los vale, señor, los cincuenta copecs... por las penas que nos ha causado... No la aprietes, Liubim; no la aprietes... reventará... Empuja desde abajo... Tú, abuelito, tira hacia arriba..., ¿entiendes?, hacia arriba; no hacia abajo, ¡demonio!

Pasan cinco minutos, luego diez; el dueño se impacienta.

—¡Vasili!—grita volviéndose hacia la finca—. ¡Vaska! Mándame a Vasili...

Vasili, el cochero, llega a todo correr; está mascando algo y respira con dificultad.

—¡Métete en el agua! Ayúdales a sacar la anguila, que no pueden con ella...

Vasili se desnuda rápidamente y se mete en el agua.

—¡Despacho en un instante! ¿Dónde está? Ya veréis cómo esto va a ir aprisa. ¡Tú, Efim, vete de aquí! ¿A qué meterse en estas honduras un hombre viejo? Vete, y déjanos en paz; yo la sacaré. ¡Ya!... ¡Aquí está!... ¡Quitad de ahí las manos!...

—¿Quitar las manos? Las quitaremos cuando hayas agarrado el pez. ¡A ver cómo te las compones!

—De este modo no haré nada; hay que cogerla por la cabeza...

—¡Bruto! Ya sé que es por la cabeza por donde hay que cogerla; pero ¿dónde está la cabeza? ¡Búscala! Debe de estar debajo del tronco.

—No ladres; si no... ¡Bestia!

—¡Callaos ya! ¿Cómo os atrevéis a proferir en presencia del señor palabras semejantes?—murmura Efim—. No la sacaréis, chicos; es más testaruda que vosotros.

—¡Aguarda! Veo que no lograréis nada—dice el dueño—, y se desnuda apresuradamente, añadiendo:

—Sois cuatro majaderos; no sois capaces de acabar con una anguila.

Andrei Andreievitch, desnudo, espera un rato para orearse y se mete en el agua.

—Hay que cortar el tronco—decide Liubim—. ¡Guerasim, Guerasim, trae el hacha! ¡Alcánzamela!

—No os vayáis a cortar los dedos—advierte el dueño, oyendo golpes de hachas debajo del agua—. ¡Efim, vete de ahí! Yo sacaré la anguila. Vosotros no servís para nada.

El tronco está partido, lo levantan un poco y Andrei Andreievitch siente con gran satisfacción cómo sus dedos se introducen debajo de las agallas de la anguila.

—¡Ya la tengo! ¡Muchachos, no empujéis!... ¡Quedaos quietos!... ¡Ya va fuera!...

Aparece a la superficie una gran cabeza de anguila, y detrás de ella un cuerpo negro de un metro de largo.

La anguila menea la cola y busca manera de escurrirse.

Una sonrisa triunfante resplandece en todas las caras. Después de unos momentos de admiración silenciosa, prorrumpen en gritos:

—¡Ea! ¡Ya te tenemos!

—¡Soberbia anguila!—balbucea Efim, rascándose el pecho—. Pesa lo menos diez libras.

— Seguramente—afirma el dueño—. ¡Y lo gorda que está! Diríase que va a reventar... ¡Ah!..., ¡ah!...

La anguila hace con su cola un movimiento tan rápido como imprevisto, y los pescadores la ven zambullirse en el agua...

Todos alargan las manos, pero ya es tarde; la anguila ha desaparecido para siempre.