Historia general de la República del Ecuador I: Capítulo II

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Historia general de la República del Ecuador: Tomo primero de Federico González Suárez
Capítulo II: Conquistas y dominación de los incas en el Reino de Quito
Estado del Reino de Quito antes de la conquista de los incas.- El inca Túpac-Yupanqui.- Llega con su ejército a la provincia de Huancabamba.- Conquista esa nación.- Reduce a su obediencia a los paltas.- Los cañaris se fortifican y derrotan al Inca.- Medidas y preparativos para la conquista.- Los régulos de los cañaris se entregan al Inca.- Túpac-Yupanqui intenta la conquista de Quito.- El Scyri se apareja para resistir.- Batalla de Tiocajas.- El Scyri se retira al norte.- El Inca se apodera de Quito.- Muerte de Tupac Yupanqui.- Primeras empresas de Huayna Capac.- Viene a Tomebamba.- En Quito se dispone para la guerra con el Scyri.- Muerte de Cacha.- Los caranquis.- Expedición de Huayna Capac a la costa.- Traición del cacique de la Puná.- Castigo de los huancavilcas.- Estado del imperio en tiempo de Huayna Capac.- Nacimiento de Atahuallpa.- Carácter de Huayna Capac.- Primeras noticias de los conquistadores.- Muerta del Inca.- División del imperio.


I[editar]

Algunos años de paz disfrutaron los scyris en su imperio. Los pequeños estados de Tiquizambi y de Chimbo y la poderosa nación de los cañaris celebraron alianzas con los soberanos de Quito, y, mediante ellas, se ensancharon los límites de la monarquía, llegando por el sur hasta Saraguro, la tierra de los poco aguerridas paltas.

Más al sur, y ya en los términos del Perú actual, vivían las tribus de los huancabambas, cajas y cascayuncas, con las cuales, en aquel tiempo, estaban en paz todos los comarcanos.

Las tribus de los chonos, de los huancavilcas y de los punaes, pobladores de la costa, se mantenían también en paz con las de la sierra; pues la diversa temperatura era obstáculo poderoso para que los indios serraniegos descendiesen a la costa, y para que los moradores de ésta se atreviesen a guerrear con los serranos.

La paz de que gozaban entonces estas tierras y la unión que existía entre las diversas naciones que las poblaban, nacían del temor de los incas, que, con un poderoso ejército, se habían presentado ya en el sur, y se hallaban ocupados en hacer la guerra a los chachapoyas. Tupac Yupanqui, padre de Huayna Capac y abuelo de Atahuallpa, había llegado con sus armas victoriosas casi a los términos del Reino de Quito, y principiaba la conquista y reducción de los huancabambas, los más meridionales de sus aliados.

El Inca traía un ejército numeroso, aguerrido y bien disciplinado, por lo que le bastó presentarse para vencer; pues los huancabambas huyeron despavoridos a los montes y a los cerros, donde algunos se dejaron morir de hambre antes que sujetarse a la obediencia del Inca.

El triunfo sobre los paltas fue todavía más completo, porque ellos mismos se dieron de paz y pidieron ser incorporados al imperio de los incas. No obstante tanta docilidad, Tupac Yupanqui sacó algunos millares de ellos y los mandó lejos de su territorio a las provincias remotas del Collao, y pobló de mitimaes traídos de otras provincias la tierra de los paltas. Las fortalezas, que ellos habían preparado en las alturas de Saraguro, de nada les sirvieron, porque la presencia de las tropas del Inca en el valle les hizo comprender que era inútil toda resistencia.

Vencidos y sujetos los paltas, se aprestó el Inca para la conquista de la célebre nación de los cañaris. Eran estos indios numerosos, y estaban desde largo tiempo atrás apercibiéndose en silencio para la defensa de sus tierras y de su independencia: habían celebrado junta de todos sus régulos y elegido por jefe a Dumma, y tenían además a punto un ejército considerable.

Tupac Yupanqui conoció que no debía perder tiempo ni darles a los cañaris espacio para fortificarse más; precipitose, pues, con sus tropas y atacó a los enemigos, esperando vencerlos, si los tornaba de sorpresa; pero se equivocó, porque los cañaris estaban sobre aviso, y tenían ocupados todos los pasos difíciles. El combate fue, pues, reñido y el Inca retrocedió precipitadamente hasta Saraguro, conociendo que no era tan hacedera, como se había imaginado, la conquista de unas tribus tan astutas como belicosas. La derrota del Inca les infundió nuevo brío a los cañaris, y, combinando el valor con las estratagemas, se entendieron secretamente con los paltas, estimulándolos a deshacerse del Inca: empresa tan arriesgada acobardó a los paltas, y, después de consultar con sus hechiceros lo que debían hacer, resolvieron dar aviso a Tupac Yupanqui de la propuesta de los cañaris. El orgullo del hijo del Sol se sintió ofendido con semejantes intentos, y formó la resolución de no regresar al Cuzco sin haber sujetado primero a su obediencia a los cañaris. Pidió tropas de refuerzo a todo el imperio; y, mientras éstas le llegaban, se puso a construir muy de asiento una fortaleza entre los términos de los paltas y de los cañaris.

Sabiendo éstos los preparativos del Inca y viendo las obras o aprestos de guerra que había comenzado, cayeron de ánimo; y el vigor con que resistieron a la primera acometida, se trocó en desaliento. Comenzaron a discurrir sobre las ventajas de la paz y, al fin, concluyeron por enviar emisarios al Inca, encargados de ofrecerle la obediencia y sumisión a su imperio. Los cañaris tenían fama de hombres doblados y muy volubles, por lo que el Inca no se fió de ellos al principio, sino que tomó medidas para su seguridad y exigió, como una de ellas, que Dumma y los otros régulos entregaran a sus propios hijos en rehenes, lo que se verificó. Asegurado el Inca con esta medida, se puso en camino para la provincia del Azuay; pero antes de entrar en ella personalmente, hizo que se adelantara el jefe de su mayor confianza, para que le dispusiera alojamiento digno de su persona, y también para que sondeara el ánimo de los cañaris y descubriera si meditaban alguna traición.

Los cañaris recibieron al enviado del Inca con grandes agasajos, y en muy corto tiempo construyeron un palacio en que hospedar al nuevo soberano; y cuando éste se presentó, al fin, en sus tierras, le salieron al encuentro, dándole públicas y solemnes manifestaciones de acatamiento sincero y de fiesta y regocijo. Así terminó la conquista de los cañaris y la incorporación de su provincia al imperio de los incas.

Tupac Yupanqui se detuvo largo tiempo en la provincia del Azuay, mandó sacar un número considerable de sus naturales y llevarlos a la parte del Cuzco; hizo tender puentes en los ríos y dispuso la construcción de varios edificios, así religiosos como profanos, deseando captarse el afecto de los cañaris y tenerlos sujetos.

Para emprender la conquista del Reino de Quito, dio orden de que se construyeran dos fortalezas a este lado del Azuay: una en Achupallas, y otra en Pumallacta; hizo edificar en lo más agrio de la cordillera una casa de hospedería para la comodidad del ejército y sojuzgó, sin dificultad ninguna, a los abyectos quillacos, que vivían en el valle de Guasuntos y Alausí.

Eran los quillacos tan menguados y tan miserables, que vivían siempre temerosos, como dice el cronista de los incas, de que les faltara la tierra, el agua y aun el aire; y tan sucios y perezosos, que el Inca, para obligarlos al trabajo, les impuso el tributo de entregar cada cierto tiempo cañutillos de plumas llenos de los parásitos que se criaban en sus cuerpos desaseados.

Estando el Inca en la provincia de los paltas, recibió la embajada que le enviaban los huancavilcas de Guayaquil, felicitándole por sus triunfos y conquistas, poniéndose bajo su obediencia, e implorando su auxilio y protección contra los feroces régulos de la Puna, cuyas guerras y correrías los tenían desesperados. El Inca acogió a los embajadores con señales de mucha complacencia, y, después de colmarlos de agasajos, los despidió prometiéndoles que bajaría a la costa, así que terminara la conquista del Reino de Quito, en la que estaba entonces empeñado.

Parece que Tupac Yupanqui regresó al Cuzco, dejando para mejor ocasión la conquista de Quito; y que a los dos años la emprendió volviendo a la provincia del Azuay con un ejército muy crecido. Las tropas del Scyri y las del Inca se avistaron en las hondonadas del río que desciende desde Achupallas, y en reñidísimos combates se disputaron el paso, haciendo rodar de una y otra parte enormes piedras. Los pueblos de Sibambe, de Chanchan y de Tiquizambi habían caído ya en poder del Inca, y se habían entregado a su obediencia; por lo cual, abandonando el Scyri la defensa del paso del río, replegó todas sus fuerzas en Liribamba, capital de los puruhaes, donde tenía una muy buena fortaleza. Mandaba como general en jefe las tropas de Quito un tío de Hualcopo, duodécimo Scyri, llamado Epiclachima, hombre de ánimo esforzado y capaz de empresas atrevidas. Hizo frente al ejército de los peruanos en la llanura de Tiocajas, y allí perdió la vida en una batalla sangrienta, dando con su muerte el triunfo a los soldados del Inca.

Como el éxito del combate había sido para él tan ventajoso, no dudó Tupac Yupanqui del abatimiento y desolación de Hualcopo, y así le convidó con la paz, invitándole a deponer las armas y a someterse de buen grado a su imperio. Mas el Scyri rechazó con orgullo la propuesta, manifestando que sólo con la muerte perdería su reino y su independencia. Después de cortos días de tregua se continuaron, pues, las acciones de guerra y Tupac Yupanqui fue acercándose a Quito con grande dificultad, atacando las fortalezas de Mocha y de Latacunga, perdiendo gente y comprando a costa de mucha sangre la victoria. En esta ocasión llegó hasta la misma ciudad de Quito; pero no logró completamente su intento, porque en la provincia de Imbabura se mantuvo firme Hualcopo, cediendo terreno al vencedor, pero conservando con brío su corona.

Desde Quito Tupac Yupanqui dio la vuelta al Cuzco, dejando guarnecidas con gente del Perú varias fortalezas, levantadas en estas provincias para asegurar las conquistas que en ellas había verificado y mantener sumisos a los pueblos, que de muy mala gana habían doblado su cerviz al yugo extranjero.

Tupac Yupanqui fue uno de los Incas más poderosos: sus grandes hechos de armas, sus dilatadas conquistas pertenecen propiamente a la historia, y su personalidad misma se halla mejor caracterizada, destacándose, entre las figuras fabulosas de los incas, como un personaje verdaderamente histórico, y no como una entidad forjada por la imaginación de los indios y adornada con una grandeza moral poco verosímil. Este Inca fue quien principió en el territorio ecuatoriano la obra famosa de los dos grandes caminos que venían del Cuzco a Quito; también se atribuye al mismo Inca la institución de las postas o correos, establecidos en estas partes del mundo antes que se conociesen en Europa. Sagaz y advertido en su conducta, gustaba de ganarse el afecto de los vencidos, deponiendo las insignias reales y presentándose con el tocado y los arreos propios de cada nación, como si fuera un hijo nativo de ella. Ensanchó considerablemente los límites de su imperio, trayendo las armas victoriosas de los hijos del Sol hasta el punto donde la línea equinoccial divide al mundo en dos hemisferios.


II[editar]

Cargado de despojos y orgulloso con tantas victorias, regresó, pues, Tupac Yupanqui al Cuzco, donde fue recibido en triunfo, y obsequiado con grandes fiestas y regocijos; mas no pudo lograr mucho tiempo de su fortuna, porque murió poco después, cuando los numerosos pueblos que, por medio de conquistas, había agregado a su imperio, no estaban todavía acostumbrados a la sujeción ni habían renunciado al proyecto de recobrar su independencia, sacudiendo el yugo que el conquistador les había impuesto. Empero Tupac Yupanqui dejaba un hijo, heredero de su valor, émulo de su fortuna y destinado a levantar el imperio a un punto asombroso de grandeza y de prosperidad. Ese hijo era Huayna Capac, el mayor de los Incas y el más famoso entre todos ellos.

A los funerales de Tupac Yupanqui y al duelo de su corte se siguieron, en la capital del imperio, las ceremonias de la coronación del nuevo soberano.

Huayna Capac estaba ya en una edad vigorosa y había dado muestras de valor nada común, de habilidad para la guerra y de tino para el gobierno. Sin embargo, los comienzos de su reinado no auguraban prosperidad: varias provincias del imperio intentaban romper el yugo de los Incas y recobrar su independencia, y aún en la misma corte se tramaban conspiraciones que ponían en peligro no sólo el cetro sino hasta la vida del hijo y sucesor de Tupac Yupanqui. No obstante, de tal modo supo conducirse el nuevo monarca y tal maña se dio, que en breve tiempo logró ganarse la voluntad de sus principales vasallos, inspirándoles confianza en su valor personal y estimación por las prendas no comunes de que manifestaba estar adornado. Afianzado el gobierno en el Cuzco, se resolvió dar principio a la visita de las provincias del imperio, y emprender nuevas conquistas comenzando por la parte del sur.

En efecto, por ese lado las tropas de Huayna Capac, con el Inca en persona a la cabeza de ellas, llegaron hasta la frontera de los promaucaes en Chile; después, trasmontando la cordillera, descendieron casi hasta las llanuras de Mendoza en la República Argentina. Desde ahí se regresó el Inca al Cuzco, diciendo que había llegado al término de la tierra y que había visto donde acababa el mundo.

Recorrieron también los soldados del Inca el territorio de Tucumán y la mayor parte de las costas de Coquimbo y Atacama.

Después de tomar algún tiempo de descanso, se hicieron levas de gente, se aparejó un ejército considerable y, con una cantidad inmensa de vitualla y otras provisiones de guerra, salieron del Cuzco el Inca y sus generales, tomando el camino del norte para conquistar la tierra de la costa, llamada de los llanos, y para castigar y escarmentar a las provincias que se habían rebelado.

No hace a nuestro propósito referir lo que le aconteció al Inca en las provincias pertenecientes al Perú, y nos limitaremos a relatar únicamente lo que sucedió en el territorio del Ecuador.

Intentó Huayna Capac la reducción de los chachapoyas, que, a lo que parece, habían recobrado su independencia, y se entró por las tierras de ellos; mas con poca fortuna, pues los bárbaros fortificados en las breñas, resistían a las tropas del Cuzco y hacían burla del Inca, mostrándole desde lo alto sus vergüenzas y gritándole que se saliera de sus tierras. En los Bracamoros, la suerte le fue aun más adversa y se vio obligado a salir huyendo precipitadamente, pues los jíbaros le opusieron una resistencia tan tenaz y vigorosa, que Huayna Capac tuvo por más fácil huir de ellos que vencerlos. «Dejémoslos a estos rabudos -decía el Inca, (aludiendo a la pampanilla que los varones usaban para cubrir parte de su cuerpo)-, porque son indignos de ser nuestros súbditos»: sentencia jactanciosa, con que el hijo del Sol disimulaba la afrenta de su derrota.

En esta expedición probó el ejército de los incas su impotencia contra el valor indomable de las tribus salvajes, a quienes la aspereza de sus tierras, lo enmarañado de sus bosques, la insalubridad del clima y hasta la condición de sus ríos, vadeables solamente a nado, ponían a cubierto de la ambición que de avasallar todos los pueblos y enseñorearse de ellos incorporándolos a su imperio, tenían los monarcas del Cuzco. El indio de la sierra interandina caía de ánimo cuando tenía que guerrear con el salvaje, cuyas flechas enherboladas causaban necesariamente la muerte: los jíbaros las disparaban a mansalva, puestos en acecho entre la espesura de los bosques, desde donde herían sin poder ser heridos.

Más fácil fue no la reducción sino el castigo de los rebelados paltas: habían éstos alzado la obediencia al Inca y querían tomarlo de sorpresa y atacarlo en las gargantas de la cordillera, que forman uno como sistema de fortificaciones naturales en el territorio quebrado e irregular de la provincia de Loja. Enviaron, pues, algunos de los suyos, con el encargo de sorprender a Huayna Capac y asesinarlo. En efecto, los emisarios lograron penetrar hasta el campamento del Inca, fingiendo que andaban discurriendo por el camino para proveer de leña al ejército; mas no faltó quien los descubriera, por lo cual a unos les reventaron los ojos y a otros les cortaron las orejas y las narices, y así mutilados les hicieron regresar a sus pueblos. Aterrados los paltas con semejante espectáculo, se dividieron en pareceres contrarios, perdiendo en disputas el tiempo que debían emplear en su defensa; entre tanto Huayna Capac cayó sobre ellos, y, tomándolos desprevenidos, ejerció crueles venganzas y sumergió a esa triste nación en profundo abatimiento.

En la provincia del Azuay fue muy bien recibido, y detúvose allí largo tiempo, así por construir varios edificios grandiosos, como por gozar del buen temple de ella. Huayna Capac holgaba mucho de estar en esa provincia; pues, como había nacido en Tomebamba, sentía particular afecto a los Cañaris; y así ennobleció esas tierras edificando en Hatun Cañar aquel gran monumento, que ha sido y es todavía admiración de los viajeros. Y aun se asegura, con mucho fundamento, que para aquel regio edificio hizo traer piedras talladas desde el Cuzco, dando a entender con eso cuánto distinguía al lugar de su nacimiento.

Del Azuay vino como en triunfo hasta Quito, donde era esperado con grandes muestras de acatamiento y reverencia por Chalco Maita, indio principal, a quien Tupac Yupanqui había dejado por gobernador de estas provincias, dándole facultad de andar en litera a hombros de criados y de servirse de vajilla de oro, como el mismo soberano.

No obstante, la ambición de Huayna Capac no podía estar satisfecha, porque al norte, en la provincia de Imbabura, se conservaba todavía levantado el trono de los scyris, y las provincias meridionales apenas podían disimular, con festejos y aclamaciones, el sentimiento que les causaba la pérdida de su independencia.

Diremos en pocas palabras cuál era el estado del reino de los scyris, y los cambios que en él habían acontecido.

Vencido Hualcopo Duchicela por Tupac Yupanqui y ocupada Quito por las tropas del Inca, se vio el Scyri en la necesidad de retirarse al norte, donde se fortificó, fijando su residencia en Hatuntaqui, y haciendo de aquel lugar una plaza de armas. Pero el dolor de ver desmembrado su reino y la afrenta de las derrotas pasadas, sumieron a Hualcopo en tanto abatimiento, que falleció poco tiempo después, dejando su reino a Cacha, su hijo y sucesor, y también el último de los scyris.

La destrucción del reino de los caras y la conquista de las provincias del norte costaron algunos años de guerra a Huayna Capac; y aun podemos decir que no logró reducirlas completamente a su obediencia. Se dieron batallas sangrientas por una y otra parte, la vida misma del Inca estuvo en peligro alguna vez, y esos indios aguerridos y amantes de su independencia no se sometieron al yugo de los incas, sino cuando el exterminio de la tribu de los caranquis les puso en el extremo de rendirse temporalmente.

En la batalla dada en las llanuras de Hatuntaqui pereció el último de los scyris, pero los restos de sus tropas se refugiaron en Caranqui, y allí, por largo tiempo, sostuvieron con Huayna Capac una guerra tenaz y obstinada. El Inca se vio obligado a combatir con la tribu de Cochasquí y con las de Cayambi y Guachala aliadas para la defensa común; y la última acción con los cayanquis fue tan reñida y sangrienta, que por los cadáveres arrojados al lago, en cuyas orillas se habían fortificada aquéllos, las aguas se tiñeron en sangre: una vez declarada la victoria en su favor, Huayna Capac no puso término a su venganza, e hizo pasar a cuchillo a todos los varones capaces de tomar las armas.

El lago apareció entonces a la vista de los indios como un mar de sangre, y aterrados le apellidaron Yahuarcocha, nombre con el cual se conoce hasta ahora.

Se cuenta que Huayna Capac hizo venir a su presencia a los huérfanos de los desventurados caranquis, y que enfurecido les dijo: «¡Muchachos! ¡Ahora hacedme la guerra!»...

No obstante, las tribus imbabureñas y las moradoras de los extensos valles de Cayambi y Puembo se manifestaron rehacias a la dominación de los incas; y, para mantenerlas sujetas, se vio precisado Huayna Capac a construir fortalezas y poner guarniciones en ellas.

Pacificadas algún tanto las tribus de Imbabura, juzgó el Inca muy oportuno avanzar la conquista hacia el norte y llevó sus armas hasta Pasto, venciendo y sujetando a su obediencia a los quillasingas, pobladores de lo que ahora conocemos con el nombre de Tulcán y territorio de Pasto. Por el lado del norte quedó de este modo fijado en el río de Angasmayo el límite del imperio; restaba solamente afianzar la conquista de las provincias de la costa, empezada por Tupac Yupanqui.

Este Inca redujo las provincias de Paita y de Túmbez, y mandó a la de Guayaquil algunos indios principales de su ejército para que instruyeran a los Huancavilcas en las leyes y modo de vivir de los incas. Sea que los enviados se hiciesen odiosos, sea que los Huancavilcas se arrepintieran de su primera resolución de someterse a los soberanos del Cuzco, lo cierto es que mataron a los comisionados del Inca, y, con ese hecho, manifestaron que habían cambiado completamente de ánimo en punto a la obediencia a una autoridad extraña. Huayna Capac descendió a Túmbez y allí recibió una embajada de Tumbala, régulo principal de la Puna, que le rogaba que pasara por algunos días a su isla, donde quería tener la honra de recibirlo y hospedarlo, como la grandeza del hijo del Sol lo merecía. Accedió el Inca y fue recibido, en efecto, con el mayor aparato, y agasajado y festejado con señales, al parecer, de la más sincera amistad y adhesión a su persona. Hospedáronle en un palacio aderezado ricamente para recibirlo, y todo fue risas y contento, festejos y alegría, mientras el regio huésped permaneció en la isla. Llegado el día de la vuelta al continente, comprendió Huayna Capac cuán calculada había sido la perfidia y cuán bien disimulada la traición que preparaba el pérfido régulo de la Puna.

Pasó el Inca a Túmbez en una balsa, guiada y gobernada por los remeros de la isla: seguía al Inca lo más selecto y escogido de su ejército, embarcado asimismo en balsas; mas de repente, cuando los orejones estaban más descuidados, desbarataron los isleños las balsas en medio del golfo, con lo cual la mayor parte de los soldados del Inca se ahogó, y otros fueron muertos a palos por los traicioneros indios de la Puna, que, acostumbrados a surcar el mar desde que nacían, se burlaban de la furia de las olas y discurrían a nado de una parte a otra, para acabar a golpes con los miserables incas, que bregaban desesperados, ansiando salir a la orilla y salvar sus vidas.

Los de la Puna se habían puesto de acuerdo con los de tierra firme para no dejar escapar con vida ni a uno solo de los incas. Cuando Huayna Capac supo lo acontecido con sus orejones, lo sintió profundamente, y concibió al punto la idea de vengar la injuria y castigar la traición, escarmentando a los fementidos isleños. Juntó, pues, un muy respetable ejército; y, auxiliado por los tumbecinos enemigos mortales de los de la Puna, invadió la isla, logró tomar puerto con grande trabajo y pasó a cuchillo a los indios principales que pudo haber a las manos.

Para castigar a los Huancavilcas, cómplices de la traición, les mandó que en adelante se arrancaran cuatro dientes de la mandíbula superior: ellos, por una superstición religiosa, se sacaban antes dos, y el Inca los condenó a sacarse otros dos más, afrentándolos de ese modo con afearles las bocas por traicioneros.

Dispuso también que se trabajara una calzada de piedra en la orilla derecha del río, la que, en efecto, se fabricó en un largo trecho: pensaba además poner un puente, pero desistió de ese empeño, viendo la anchura del cauce y el oleaje de las aguas cuando sube la marea. Apenas podía disimular Huayna Capac el enojo y el sentimiento que le causaba la pérdida de la flor de su ejército; y con el Inca se dolían a una todos sus soldados, lastimándose de la mísera suerte de sus compañeros; pues, según las creencias religiosas de los peruanos, no gozaban de reposo las almas de aquellos cuyos cuerpos carecían de sepultura.

Para mejor asentar su dominación en la costa, recorrió el Inca la provincia de Manabí y la de Esmeraldas; y aun bajó hasta las tierras del Chocó, cuyos moradores le parecieron tan salvajes y tan degradados, que no quiso ni intentar siquiera la empresa de conquistarlos.

Ya Tupac Yupanqui, padre de Huayna Capac, había hecho antes una expedición a la costa, trasmontando la Cordillera occidental de los Andes por Pululagua y saliendo al río de Baba, que desemboca en el de Guayaquil; también había recorrido la provincia de Manabí, desde uno de cuyos cerros elevados se cuenta que conoció el mar, y aun se añade que se embarcó en balsas y que arribó a ciertas islas desconocidas.

Se refiere además que en esas islas encontró hombres negros, y que trajo de ellas unas pieles de ciertos animales, tan grandes como caballos. Pero, ¿son ciertas estas cosas? ¿Hasta qué punto se ha mezclado en estas tradiciones la verdad con la fábula? No es posible discernirlo.

En tiempo de Huayna Capac la monarquía de los incas llegó a su mayor grado de prosperidad y engrandecimiento: por límites tenía, al Occidente las aguas del Pacífico, desiertas y solitarias entonces, y para los indios supersticiosos hasta llenas de misterios; por el Oriente circunscribía al imperio la cordillera de los Andes, pues las armas de los incas no lograron nunca avasallar completamente a las tribus que habitaban en los bosques, regados por los tributarios del Amazonas; por el norte se dilataba hasta las llanuras de Pasto, y por el sur llegaba hasta la frontera de los araucanos: comprendiendo, en una tan inmensa extensión de territorio, naciones y tribus de lenguas, religiones y costumbres muy diferentes.


III[editar]

Nos detendremos un momento en describir, de una manera rápida, cuál era la situación de los pueblos que componían el imperio en tiempo de Huayna Capac.

Los indios, en la lengua del Cuzco, apellidaban al conjunto de pueblos de que estaba formado el imperio de los hijos del Sol, con el expresivo nombre de Tahuam tin suyo o las cuatro partes del mundo, lo habitado en dirección hacia los cuatro puntos cardinales del horizonte. Con semejante expresión daban a entender que en todas las direcciones que podía tomar un caminante vivían gentes sometidas a la obediencia de los monarcas cuzqueños. En efecto, como lo hemos dicho antes, las armas victoriosas de los hijos del Sol habían extendido los límites de sus estados a un lado y otro de la línea equinoccial, hasta los confines de Chile hacia el sur, y hasta el río Mayo por el lado del norte, en Colombia; de tal modo que, el reino de Huayna Capac comprendía toda la extensión de la América Meridional ocupada al presente por las cuatro repúblicas de Chile, de Bolivia, del Perú, del Ecuador y parte de Colombia.

Muy cierto es que el último término de la grandeza y de la prosperidad es el principio de la decadencia y el comienzo de la ruina de las naciones. Verificose así con el imperio de los incas: llegó a su mayor grandeza, y se hundió en una completa ruina.

El imperio no tenía unidad perfecta ni armonía natural: sus partes eran muy diversas y se conservaban adheridas unas a otras por vínculos artificiales, que más tarde o más temprano habían de acabar por romperse, produciendo la disolución completa de aquel enorme cuerpo social, formado artificialmente. Eran innumerables las naciones que lo componían, diversas en usos, costumbres y supersticiones religiosas: habían vivido muchas de ellas en guerras perpetuas y encarnizadas y se odiaban con odio irreconciliable; otras, habituadas al aislamiento, se hallaban mal avenidas con la nueva organización política, que contrariaba sus antiguos sentimientos y modo de vivir. Los indios aman mucho el lugar en que han vivido sus mayores, y los mitimaes, transportados por la fuerza a tierras distantes, echaban de menos los sitios en que habían nacido y donde estaban los huesos de sus antepasados: los caciques gemían en silencio, viéndose sujetos a los orejones, en las mismas tierras y en los mismos pueblos gobernados antes por ellos como señores absolutos; y anhelaban por echar de sobre sí el yugo de la dependencia y recobrar la perdida soberanía.

El gobierno, por su parte, trabajaba por fundir y amoldar el cuerpo del imperio, reduciendo todos esos elementos diversos a una forzada y difícil unidad: extinguía los idiomas nativos y obligaba a aprender y a hablar el idioma quichua, que era el del Cuzco; violentaba en todas partes a los pueblos vencidos, haciéndoles aceptar el culto y las prácticas religiosas de los hijos del Sol y estableciendo en todas partes templos, colegios de sacerdotes y tierras de labranza para la nueva divinidad, para el dios de la corte y de la familia y raza imperial. La religión del gobierno tenía culto y ceremonias oficiales; pero los ídolos de la tribu vencida eran servidos por sus antiguos adoradores, con tanta mayor devoción cuanto más oscurecidos los tenía la religión oficial, pues las creencias religiosas no se desarraigan sino a la larga y con sumo trabajo.

Como medida de gobierno para conservar en la obediencia y sujeción a las naciones vencidas; solían los incas establecer colonias militares formadas de la tropa fiel del Cuzco: estas colonias, domiciliadas en muchos puntos del imperio, contribuían además a generalizar el conocimiento de la lengua quichua y a difundir las ideas de orden y de armonía, que eran las bases del sistema de gobierno de los incas, en el cual todo estaba sometido a reglamentos minuciosos, desde la marcha de los ejércitos en tiempo de guerra hasta la hora de comer y de descansar las familias en el hogar doméstico.

Los dos famosos caminos que cruzaban de un extremo a otro todo el territorio sometido al imperio, poniendo fácilmente en comunicación con la capital hasta a las más remotas provincias, hacían muy expedita la acción del gobierno, oportuna, la administración de justicia y temible la vigilancia de las autoridades. Verdad es que en tiempo de los incas nadie viajaba por puro gusto; pues el comercio se practicaba entre una provincia y otra, yendo de cuando en cuando los de la sierra a los llanos en busca de sal, de conchas y de otros productos, y permutándolos con lana o pieles; o viniendo los de la costa para proveerse en estas partes de granos y de piedras de obsidiana que empleaban en usos diversos, así domésticos como religiosos. Los que viajaban entonces eran: primero, los ejércitos en tiempo de campaña; y segundo, los mitimaes o colonos forzados que, en ciertas ocasiones, se ponían en marcha, emprendiendo en grupos numerosos su viaje de traslación, perpetua a otros lugares. Viajaban también los peregrinos que acudían en romería a los adoratorios famosos de ciertos ídolos muy venerados, como Pachacamac en el Perú, y Umiña o la Esmeralda milagrosa en las costas de Manta en el Ecuador. Viajaban, en fin, con mayor frecuencia los soberanos acompañados de su familia, de su servidumbre y de la tropa que los escoltaba, y para estos viajes se habían hecho labrar de propósito los dos grandes caminos, el de la sierra que iba por la Cordillera oriental, y el de los llanos, que seguía la dirección de la costa.

Una de las medidas más importantes, que tenían puestas en práctica los incas para el mejor gobierno de sus pueblos, era el establecimiento de correos o postas, encargados de trasmitir con la mayor celeridad las órdenes del soberano hasta a los puntos más retirados del imperio. Institución notable y muy digna de una nación civilizada: en esto los incas se habían adelantado a todos los monarcas de Europa en aquella época.

Otra institución propia del gobierno previsivo de los incas era la de las hospederías o casas de posada, llamadas tambos, construidas de jornada en jornada en entrambas vías reales. En esas casas tenían almacenados víveres, pertrechos de guerra, vestidos e instrumentos de labranza, en cantidades enormes. El numeroso cortejo que acompañaba al soberano, los cuerpos de tropa que formaban su escolta y los ejércitos que marchaban a la campaña en tiempo de guerra, todos encontraban siempre en los tambos aparejado cuanto habían menester, desde la sandalia rústica para el simple soldado, hasta el arnés de oro bruñido para los jefes de la familia imperial. De un extremo a otro del imperio, del Maule que se arrastra al Mediodía, hasta el caudaloso Mayo al norte, en ochocientas leguas de extensión, las postas o correos llevaban la voluntad del soberano y la hacían ejecutar al momento.

Puentes levantados sobre todos los ríos facilitaban las comunicaciones y contribuían a la comodidad de viajeros y transeúntes; y la severidad con que se ponían por obra todas las disposiciones del soberano, por rigurosas que fuesen, daba mayor estabilidad a la paz, que reinaba en todo el ámbito del imperio.

En efecto, Huayna Capac había puesto término a las conquistas, las guerras habían cesado hacía algunos años, todas las provincias estaban tranquilas, y el monarca era no solamente obedecido, sino acatado y hasta venerado como una especie de divinidad por todos sus súbditos. De las dos ciudades más célebres de su inmenso imperio, Huayna Capac había preferido a Quito y hecho en ella su residencia ordinaria, por casi treinta años continuos, hermoseándola con edificios suntuosos según el gusto y usanza de los incas. Quito había, pues, venido a ser, en los últimos años de la vida de Huayna Capac, la verdadera corte del imperio, sin que la remota Cuzco perdiera nada de su opulencia ni de su carácter sagrado, como predilecta del Sol y cuna de la dinastía celestial de los incas. Al Cuzco iban las romerías de los devotos; en el Cuzco estaba la espléndida casa del Sol, el templo de Coricancha, y en su ancha plaza, era donde todos los años solían los descendientes de Manco encender con la lumbre del astro del día el fuego nuevo, símbolo de no sé qué misteriosa renovación del mundo, según las creencias de las naciones americanas.

Quito era como la segunda capital del imperio, y Huayna Capac gustaba de permanecer aquí más tiempo que en el Cuzco. El anciano Inca resolvió hacer una visita a sus estados y regresar al cabo de largos años a la ciudad de sus mayores, y se dispuso la marcha de la real comitiva con todo el aparato y comodidad que en esas circunstancias fueron posibles. Mas, cuando Huayna Capac estaba descansando en su regio palacio de Tomebamba, llamado ahora Ingapirca, en las cercanías del pueblo de Cañar, le llegaron noticias de la costa, avisándole que habían aparecido otra vez aquellos hombres misteriosos, blancos, barbados, que andaban por el mar en grandes barcas, recorriendo a lo largo las costas del imperio y tomando tierra en algunos puntos. Esos extranjeros desconocidos eran Pizarro y sus compañeros, que en su viaje de descubrimiento y de exploración de las costas del Perú habían desembarcado primero en la bahía de San Mateo y después en Túmbez. Huayna Capac oyó con atención la noticia, y averiguó con curiosidad cuántas circunstancias le parecieron necesarias para descubrir el significado de un acaecimiento tan inesperado, tan sorprendente y al parecer tan misterioso. Díjosele que los extranjeros habían continuado su navegación siguiendo por varios días hacia el sur, que habían regresado luego, que habían sido muy obsequiados en todos cuantos pueblos habían visitado, y que, por fin, tomando mar abajo habían desaparecido por el norte, advirtiendo que regresarían pronto.

Púsose también en conocimiento del monarca, que en la ciudad de Túmbez se habían quedado dos de aquellos extranjeros: manifestó deseo de conocerlos y de verlos con sus propios ojos, y dio orden para que se los trajeran. En efecto, los dos españoles fueron enviados a Huayna Capac por el curaca de Túmbez; pero, cuando los estaban trayendo acá a Quito, adonde había regresado el Inca enfermo, supieron que éste había muerto y los mataron al punto en el camino. Tal fue, según la narración más probable, el fin de los desgraciados españoles, a quienes Pizarro les permitió quedarse en Túmbez.

La que Huayna Capac recibió en Tomebamba, era ya la tercera noticia que circulaba entre los indios acerca de la aparición de extranjeros desconocidos en las costas del Perú: la primera fue, cuando los viajes de exploración que practicó el adelantado Vasco Núñez de Balboa; repitiose segunda noticia con ocasión de la llegada del piloto Ruiz a las playas ecuatorianas en la provincia de Esmeraldas, cuando tocó allí la primera vez; la tercera noticia fue ésta, que el Inca recibió en su palacio de Tomebamba. La aparición de los extranjeros había hecho profunda impresión en el ánimo asustadizo y supersticioso de los indios ¿qué querían esos desconocidos? ¿de dónde habían asomado? ¿sería posible estorbar su vuelta?... He aquí que se presentaban ya por tercera vez: su número era mayor; su audacia sorprendente, su valor indomable; manejaban armas terribles y se manifestaban resueltos a adueñarse de las tierras que iban descubriendo. Aunque Huayna Capac había oído la noticia de la aparición de los extranjeros con calma y serenidad, no obstante, su ánimo había quedado al escucharla hondamente impresionado: era ya ésta la segunda vez que durante su reinado había recibido semejante noticia; si en la primera ocasión no había dejado de temer algunas calamidades para su reino con la vuelta de aquellas gentes desconocidas, en la segunda conoció que la catástrofe no podía menos de ser inevitable.

Reflexionando Huayna Capac sobre todas las circunstancias de un suceso tan inesperado, apoderose de su corazón la melancolía: decayó de ánimo, púsose taciturno y meditabundo y, al fin, se sintió gravemente enfermo. Tan honda era la impresión que en el espíritu del Inca había causado la llegada repentina de aquellas gentes advenedizas, que, un día, mientras estaba solo en el baño, su exaltada imaginación se excitó tan vivamente, que le pareció tener delante un fantasma, en cuyos rasgos extraordinarios se le representaban los hombres blancos y barbados, que tan preocupado le traían... El Inca dio gritos, acudieron las gentes de la regia servidumbre, divulgose el hecho y la consternación cundió por todas partes.

Ya Huayna Capac no quiso continuar su viaje al Cuzco, y de la célebre provincia de Tomebamba dispuso que lo regresaran a Quito: así se hizo, y en esta ciudad falleció poco después, consumido de melancolía.

El monarca espiraba temiendo que esa ligera nubecilla, que había visto asomar en el horizonte, se convirtiera en tempestad devastadora para su raza y sus tristes pueblos, y en verdad, que su previsora sagacidad no le engaitaba.

Aconteció la muerte de Huayna Capac en mes de diciembre, y tan fatal suceso tornó en duelo, en llantos y en desolación las alegrías y regocijos con que estaban celebrando en todo el imperio la fiesta del Raymi o baile solemnísimo por el florecimiento de las sementeras de maíz, que en aquellos días suelen ostentarse verdes y lozanas. Los cantares festivos se cambiaron en fúnebres lamentos; las danzas de júbilo, en ceremonias de duelo. Años después, cuando los pobres indios contaban a los hijos de los conquistadores los acaecimientos del tiempo pasado y la historia de sus reyes Incas, todavía se acordaban de esta triste coincidencia y se ponían a lamentar.

El cadáver de Huayna Capac fue embalsamado para trasladarlo al Cuzco: su corazón, por disposición terminante dada por el monarca poco antes de morir, se colocó en un vaso de oro y se guardó aquí en Quito, en el templo del Sol. La ciudad de su residencia predilecta quiso que fuese la depositaria de su corazón: ¿no es verdad que en este hecho, en esta disposición testamentaria de Huayna Capac, en este legado del último Inca hay una cierta delicadeza de sentimientos muy ajena de un rey bárbaro?

Tan grande fue el pesar que la muerte del más famoso de los incas causó en todos los puntos del imperio, que más de mil personas se sacrificaron voluntariamente, deseando ir a servir y acompañar a su amado soberano en la misteriosa región de los muertos. Los funerales duraron muchos días de seguida, y por el espacio de un año, en cada luna nueva, se renovaban los llantos, los gemidos y todas las demás ceremonias acostumbradas en semejantes casos.

La traslación del regio cadáver al Cuzco fue una fiesta mortuoria no interrumpida: de todas partes acudían los indios en tropel al camino real, para incorporarse al cortejo fúnebre y seguir por varias jornadas, dando alaridos lastimeros y repitiendo en tristes endechas las hazañas del Inca difunto. Más bien que señales de duelo parece, pues, que debían llamarse públicas manifestaciones de culto religioso las que tributaban los indios al cadáver de Huayna Capac. En el Cuzco no le dieron sepultura como a todos los demás Incas sus antepasados, sino que lo colocaron en el mismo templo del Sol, de pie delante de la imagen de la divinidad, tutelar de su raza. Allí se conservó hasta la entrada de los españoles en el Perú; pues entonces, temiendo los indios algún desacató contra los restos de su Inca, los escondieron y tuvieron ocultos por largos años: descubiertos después, fueron conducidos a Lima, y el arzobispo Loaysa los mandó sepultar en uno de los patios del hospital de San Andrés.

Huayna Capac alcanzó a reinar casi por más de medio siglo: fue el más poderoso de los Incas, y el más afortunado; llevó sus armas victoriosas hasta los últimos términos de su imperio paterno, y en guerras tenaces y obstinadas venció a las tribus que intentaban sacudir el yugo de los monarcas del Cuzco; acometió a otras naciones limítrofes, guerreó también con ellas, salió vencedor en muchos combates y logró ensanchar los límites de sus estados enormemente, pues la conquista del reino de los scyris y de todas las otras tribus esparcidas en tierra ecuatoriana al otro lado de la línea equinoccial, equivalía por sí sola a la adquisición de una extensa monarquía. Los muros de piedra de los palacios y reales posadas de Huayna Capac, que todavía se conservan en pie, así al norte en los términos del Carchi, como al Mediodía en las mesetas de la cordillera de los Andes, que separa a Chile de la República Argentina, son señales de la grandeza del imperio del último de los Incas. Un imperio más vasto que el de Huayna Capac no lo ha habido en América; y la Historia hace mención de muy pocos que con él en extensión se puedan comparar.

De ingenio agudo y perspicaz, de ánimo esforzado y constante; generoso, magnánimo, inclinado a la clemencia, pero fácil para encenderse en ira, ejercía algunas veces venganzas sangrientas; gustaba de observar los fenómenos naturales y el espectáculo de los cielos, principalmente en las noches estrelladas y serenas, lo cual le granjeó entre sus súbditos la fama de astrólogo o adivinador de lo futuro; grave en el andar, medido y corto en palabras, cuidadoso de manifestar en todo señorío y majestad, era amado de sus vasallos y servido con reverencia y temor. Había reflexionado sobre la regularidad de los movimientos del sol y deducido de ahí la existencia de un Ser superior, a cuya voluntad debía necesariamente estar sometido aquel hermoso astro: es como un llama atado a un poste, decía; pues no puede moverse sino en un círculo determinado y siempre de la misma manera.

En su conducta con las mujeres guardaba una cierta galantería, digna de un soberano civilizado: cuando una mujer se le presentaba para pedirle un favor, la acogía benignamente y poniéndole su mano derecha sobre el hombro, le decía: hija, se halla lo que pides, si era joven; señora, se hará lo que deseas, si era casada; madre, se hará lo que mandas, si era anciana.

De estatura más bien pequeña que alta, enjuto de carnes, pero robusto; en sus músculos bien desarrollados y en lo voluminoso de sus huesos manifestaba el vigor de su complexión natural: merced a la poligamia establecida entre los incas y hasta recomendada por sus supersticiones religiosas, Huayna Capac se desposó con muchas mujeres y de ellas tuvo una descendencia numerosa, apellidada la familia o ayllo de Tomebamba.


IV[editar]

Después de la guerra con los caranquis, vencido y muerto el último Scyri, parecía que el triunfo de Huayna Capac era completo y que su dominación sobre el Reino de Quito quedaba asegurada definitivamente; mas no sucedió así, pues los jefes del ejército quiteño y los grandes del reino se congregaron en asamblea y proclamaron por soberana de Quito y legítima heredera del cetro de los scyris a Pacha, joven princesa, de pocos años de edad, hija única del último Scyri. Este hecho le causó no poca sorpresa a Huayna Capac; pero su natural sagacidad le sugirió al momento el arbitrio de que podría valerse para calmar los ánimos y captarse la voluntad de los aguerridos quiteños, haciéndoles sin violencia deponer las armas y someterse a su imperio. Publicó, pues, que estaba determinado a casarse con la princesa, hija y heredera del Scyri difunto; pidió la mano de la joven y se desposó con ella, celebrando con grandes fiestas y regocijos su regio enlace. Pacha no era de la raza divinizada de los incas del Cuzco, pero corría por sus venas la no menos ilustre sangre de los scyris soberanos de Quito. Huayna Capac, más que por la conquista, por su matrimonio con Pacha, llegó pues a ser señor del Reino de Quito: ya no fueron solamente sus victorias, sino las mismas leyes de la monarquía quiteña las que le dieron derecho a la corona de los scyris, como esposo legítimo de la única heredera del reino.

El Inca amó con pasión a la princesa quiteña: ésta con sus prendas naturales supo ganarse la voluntad del monarca, y el cariño consumó en breve un matrimonio arreglado en un principio tan sólo por los cálculos egoístas de la política.

Huayna Capac a la borla carmesí con que llevaba ceñida su frente, como monarca del Cuzco, añadió la esmeralda, distintivo de la dignidad real entre los scyris, colgándola de un hilo de oro, cual la habían solido llevar los antiguos reyes de Quito. La fortuna se le mostraba favorable, halagándole cada día con más prósperos sucesos, uno de los cuales fue para el Inca el nacimiento de Atahuallpa, que vino a apretar más el vínculo de cariño que unía al soberano del Cuzco con la hija de los scyris. Bien pronto las gracias infantiles del niño cautivaron más y más el corazón del padre: Atahuallpa era despierto de ingenio, ágil, expedito y de memoria feliz; se mostraba animoso y resuelto, presagiando en los entretenimientos de la niñez las aficiones guerreras de que dio prueba más tarde en la edad madura. Huayna Capac gustaba de tenerlo siempre a su lado, haciéndole comer en su mismo plato y enseñándole, en persona por sí mismo, todas aquellas cosas que constituían la educación de los príncipes en la corte de los señores del Cuzco. ¡Si lo hubiera pensado el desventurado Inca!... ¡Tan felices principios no auguraban tan aciagos fines!

En el espacio de algunos años hizo Huayna Capac dos viajes desde Quito al Cuzco: el primero, poco tiempo después de nacido su predilecto Atahuallpa; y el segundo, en lo postrero de su vida, cuando se vio obligado a regresar desde la provincia de Tomebamba a esta ciudad, donde, como lo hemos referido ya, falleció no mucho después de su llegada.

Sintiéndose próximo a morir, convocó a todos los grandes de su corte, y, en presencia de ellos, otorgó su testamento a estilo y usanza de los incas, declarando que constituía por heredero del imperio del Cuzco a su primogénito Huáscar, hijo de la Coya, su hermana y esposa legítima, dejándole todas cuantas provincias habían poseído sus antepasados; y por heredero del Reino de Quito a Atahuallpa, a quien le señaló todo cuanto habían tenido los scyris, sus abuelos maternos.

El testamento de Huayna Capac fue la causa de la futura ruina del imperio y el principio de sus desgracias: si el Inca lo hubiera dispuesto con mayor provisión política y menos amor de padre, lo habría dejado indudablemente íntegro al que hubiese tenido por el mejor entre sus hijos. Muerto Huayna Capac, el imperio se descompuso, y las guerras civiles entre los dos príncipes herederos del Inca, debilitando bajo todos respectos las fuerzas de la nación, contribuyeron poderosamente al fácil triunfo de los conquistadores castellanos. ¡Pobres indios! A Tupac Yupanqui le apellidaron padre espléndido; y a Huayna Capac, mozo rico, pero no en bienes materiales, sino en prendas del ánimo; y cierto que estos dos célebres reyes manifiestan a todo el que considere las cosas desapasionadamente hasta qué punto de grandeza moral podría levantarse la raza indígena, si le fuera dado salir de ese abismo de abyección, en que desde la conquista yace sumida.