Historia general de la República del Ecuador I: Capítulo III
I
[editar]Para que el estudio histórico que vamos a hacer de las antiguas naciones o tribus indígenas, que poblaban las provincias del Ecuador antes de la Conquista, nos conduzca a resultados ciertos y seguros, es necesario distinguir, con mucho cuidado, las dos clases de civilizaciones indígenas que existieron en estas comarcas: la civilización que llamaremos nacional o de los aborígenes ecuatorianos, y la civilización extranjera o peruana, traída por los incas a estos territorios y planteada y sostenida aquí por los hijos del Sol. La una civilización, la indígena, tiene varios aspectos o condiciones diversas, y se puede clasificar en tantas especies cuantas eran las naciones que conquistaron y avasallaron los incas en el Ecuador, desde Huancabamba hasta Angasmayo, y desde Cayambi hasta Esmeraldas. Por esto, cada nación debe ser estudiada por separado.
La civilización incásica fue traída al Ecuador por los soberanos del Cuzco, y desde la época de las primeras conquistas del inca Tupac Yupanqui en la provincia de Loja, hasta la entrada de los españoles en Quito duró como unos cien años, poco más o menos. A pesar de la firmeza con que los incas solían llevar a cabo la enseñanza de sus leyes, de su religión, de sus costumbres y hasta de su misma lengua en las naciones que ellos conquistaban, es imposible que hayan conseguido abolir completamente en el Ecuador la antigua civilización indígena, la primitiva civilización de los aborígenes. Esto es tanto más digno de consideración, cuanto nunca lograron los incas establecer definitiva y absolutamente su dominación sobre todas las naciones del Ecuador. En las tribus de Caranqui y de Cayambi no la establecieron completamente, a pesar de los castigos sangrientos que hicieron en ellas; en las tribus de los chonos no echó raíces duraderas; entre los de la Puna indudablemente no llegó a establecerse nunca; y los cañaris conservaron, a lo que parece, su original y variada civilización. ¿La recibieron completamente y se amoldaron a ella los indómitos puruhaes? ¿Hasta qué punto llegaron los incas a modificar el carácter, la índole y las costumbres de los paltas y huancavilcas, de los chimbos y quillasingas? Problemas históricos son éstos, que ofrecen ancho campo de investigación a la arqueología, a la filología y a las de más ciencias auxiliares de la Historia; pero, por desgracia, los materiales, que debían servir para esos estudios, no solamente son escasos, sino que faltan completamente respecto de la mayor parte de las naciones indígenas del Ecuador.
La misma civilización de los incas no ha sido hasta ahora bien conocida, y la manera cómo influyó sobre las demás naciones sujetas a los monarcas del Cuzco, se ha solido examinar desde puntos de vista poco a propósito para descubrir la verdad. Se ha dado por cierto y se ha admitido como un hecho indudable, que todas las naciones conquistadas por los incas se hallaban en un estado de profunda abyección, de barbarie y hasta de salvajismo, del cual fueron sacadas por los hijos del Sol. De aquí ese carácter de cruzada civilizadora, con que se suelen describir las guerras y conquistas de los incas. Pero, en las naciones conquistadas por éstos, ¿no había, acaso, algunos elementos de civilización más excelentes que los que poseían los descendientes de Manco Capac? El sistema de los incas, impuesto a la fuerza a algunas naciones indias, ¿contribuyó siempre a mejorar el estado social de ellas? ¿No sucedería, tal vez, que en esas guerras de exterminio de que tenemos ejemplos en la historia de los incas, arrancaran éstos de raíz civilizaciones nacientes o ya avanzadas, en las que había no pocos elementos de vida para los pueblos exterminados?... Resta saber, por otra parte, si los incas no recibieron a su vez, como sucedió con los romanos y los griegos, la influencia de los pueblos que conquistaron. Acaso un día la crítica histórica se verá obligada a rehacer por completo la historia de las antiguas naciones indígenas de la América Meridional.
Procuremos trazar con breves rasgos un cuadro o mejor dicho un ligero bosquejo del estado de civilización, en que se encontraban las naciones indígenas que poblaban el territorio de nuestra República antes de la Conquista. Esa civilización apenas comenzaba para algunas; en otras presenta caracteres notables que la hacen muy digna de atención.
Principiemos por los scyris.
Scyri es palabra de una lengua desconocida, y significa señor o rey, como el término Inca en el idioma de los quichuas.
Ésta era, por lo mismo, una expresión de dignidad, con que designaban al jefe, al superior de todos, al rey de la nación.
En cuanto a la colectividad de la tribu o raza de los scyris, ella se daba a sí misma el nombre de cara, por lo cual las gentes que la componían se conocen en la historia con el apellido de Caras, palabra que, a lo que se pretende, quiere decir hombres o varones por excelencia.
La historia de los Caras en el Ecuador se reduce toda a solo tres hechos: su llegada a las costas de Occidente, la conquista que hicieron del Reino de Quito y sus guerras con los incas. Respecto a su manera de gobierno, a sus creencias y prácticas religiosas, a sus leyes, artes, usos y costumbres, muy poco o casi nada es lo que sabemos.
Adoraban al Sol, como a su primera divinidad visible, a la Luna y a las estrellas. Al Sol le edificaron un templo en la cima del Panecillo, cerro de figura perfectamente cónica que se levanta aislado a la parte meridional de Quito: también a la Luna le edificaron otro templo en la eminencia opuesta hacia el lado del norte; pero se ignora completamente cuáles eran la forma, las dimensiones y los materiales de esos templos, ni se puede conjeturar bajo qué imágenes representarían a los dos astros en los santuarios que les estaban dedicados.
Los sacrificios que en ellos se ofrecían eran de frutos de la tierra, de flores del campo y de animales, aunque no nos faltan fundamentos razonables para conjeturar que los altares de los caras eran ensangrentados con víctimas humanas. De la tribu de los caras establecidos en Caranqui lo asegura Garcilaso terminantemente.
No se sabe si adoraban otras divinidades, ni cuáles eran las prácticas de su culto.
Su sistema de gobierno era monárquico absoluto hereditario, aunque templado por la aristocracia, pues los nobles y grandes del reino eran consultados por el Scyri en los asuntos graves y aun tomaban parte en la elección de soberano, porque mientras los grandes y principales de la nación no reconocían al soberano, no tenía éste el derecho de reinar. La corona pasaba por sucesión legítima a los varones; y, a falta de hijo varón, debía heredar el hijo de la hermana del Scyri. Esta ley se observó hasta el tiempo del undécimo Scyri, quien la derogó para constituir heredera del reino a Toa, su hija única.
En punto a costumbres, los caras practicaban la poligamia: a los scyris les era lícito tener cuantas mujeres querían, y lo mismo a los curacas o jefes de las tribus: por lo que respecta a los particulares, solían casarse con cuantas mujeres podían mantener.
No se hallaba establecido entre los caras el comunismo absorbente de los incas, y los individuos ejercían indudablemente el derecho de propiedad, poseyendo sus bienes y legándolos a sus herederos.
Para sus vestidos tejían el algodón y la lana, y curtían y adobaban pieles de diversos animales. Sus armas, fabricadas de madera, de cobre y de piedra eran lanzas, hachas y picas de enormes dimensiones. Construían fortalezas con un sistema o plan muy distinto de los pucaraes de los incas, pues se reducían a dos terraplenes cuadrados, uno mayor y otro menor: en el centro de éste se levantaba una casa grande, en la que guardaban las armas y las escalas para arrimar a los muros. Usaban también de grandes tambores de madera, formados de gruesos troncos de árboles ahuecados artísticamente; pero estos tambores no eran portátiles, sino que siempre estaban fijos en el mismo punto, para lo cual los suspendían en el aire apoyándolos en dos maderos.
La insignia de los scyris era la corona de plumas de colores, con dos órdenes de plumas, y la esmeralda, que les colgaba sobre la frente. Los jefes del ejército y los principales caudillos llevaban guirnaldas de plumas, asimismo de diversos colores; pero, para distinguirse del soberano, no tenían más que un solo orden de plumas.
Su manera de sepultarse y la forma que solían dar a sus sepulcros merecen descripción especial. Los caras pueden llamarse muy bien el pueblo de los túmulos en el Ecuador. Ponían el cadáver en tierra, echado de espaldas; junto a él colocaban algunos cántaros llenos de licor fermentado, las armas y aquellos objetos que el difunto había amado más en vida y que habría menester en su regreso de ultratumba; después iban poniendo grandes piedras al rededor, y formaban con ellas una especie de bóveda cónica, sobre la que amontonaban tierra en cantidad suficiente para construir una colina o montículo más o menos grande y elevado, según la dignidad del muerto. Estos túmulos en forma de colinas se conocen hasta ahora con el nombre de tolas, que era el mismo que tenían en la lengua de los antiguos caras.
De estas tolas o monumentos fúnebres de los caras están llenas algunas llanuras en la provincia de Imbabura y en la de Pichincha, es decir en el territorio donde aquellos dominaron por más largo tiempo.
Cuando moría un individuo se reunía a llorar por él y a celebrar sus exequias toda la parentela: tendido de espaldas el cadáver en una camilla portátil era llevado al punto donde se había resuelto levantarle su sepultura, los parientes iban plañendo en alta voz y desandando a trechos el camino que habían recorrido; porque, con cierta danza o bailecillo fúnebre, retrocedían de espaldas un espacio de camino, para volverlo a andar de nuevo, dando plañidos y zapateos acompasados: con este modo de andar, fácil es comprender que tardaban mucho en llegar al sitio de la sepultura, como si les pesase de acercarse pronto a ella.
Una vez puesto el cadáver en el suelo, tocaba a los más allegados formarle el sepulcro y levantar, echando tierra, el monumento fúnebre; y sobre él era donde, al cabo del año, se congregaban otra vez los parientes y amigos del muerto para llorarle y hacerle uno como aniversario, recordando sus hazañas en sus cantares y bebiendo y embriagándose a la memoria del difunto.
De los caras no nos queda monumento alguno sino sus tolas, y de éstas la más notable por sus dimensiones y lo regular de su forma está en la llanura de Callo, entre los límites de las provincias de Quito y de Latacunga. Es muy visible y se conoce con el nombre de el Panecillo de Callo: a poca distancia en la misma llanura se conservan todavía las ruinas de un antiguo palacio de los incas, y se asegura que en ese mismo punto existió un edificio construido por los scyris, y que los incas lo demolieron para levantar después el otro, cuyos escombros aún existen.
No sólo en la ciudad de Quito sino en otras varias, como en Cayambi, en el Quinche y en Caranqui, tenían los caras templos famosos y ricos para la práctica de sus supersticiones religiosas y para el cumplimiento de sus ritos y ceremonias. El de Cayambi estaba construido en una eminencia que domina la llanura, tenía forma circular y era fabricado de adobes. El de Caranqui tenía las paredes cubiertas con láminas de plata bruñida; y es razonable presumir que asimismo debieron estar ricamente entapizados el de Cayambi y el del Quinche.
El templo del Sol en Quito era al mismo tiempo un observatorio astronómico, pues en una placeta delante de la puerta había dos columnas grandes para señalar los solsticios, y doce pilastras menores puestas en círculo para indicar con su sombra respectivamente cada uno de los doce meses del año. En cuanto a la manera de distribuir y medir el tiempo, lo único que sabemos es que el año de los caras principiaba en diciembre; pero se ignora absolutamente si los meses eran lunares o solares y si estaban o no repartidos en semanas.
El sistema, o manera de escritura que usaban los caras, podemos decir que era menos imperfecto y defectuoso que el de los incas. En vez de quipos, empleaban unas piedrecillas de forma, colores y tamaños diversos; y, arreglándolas y disponiéndolas de un modo convencional, las colocaban en estantes o escritorios de barro. Los scyris tenían en Quito un sepulcro común, y allí, sobre la tumba particular de cada uno, se ponía un depósito de esas piedrecillas, por medio de las cuales se recordaban los hechos más memorables del difunto. Por desgracia, de una tan curiosa manera de escribir no se ha conservado más que el recuerdo, pues la codicia de los que buscaban tesoros violó todos los sepulcros, los deshizo y de ellos no dejó a la posteridad ni siquiera el más ligero rastro.
Parece además indudable que, con la conquista de los incas, se perdieron todas las varias clases de escritura que usaban las naciones conquistadas, quedando en uso sólo la escritura oficial de los cordeles añudados o quipos.
Nada sabemos en cuanto a la lengua que hablaban los caras: ignoramos completamente el estado de su cultura intelectual y nos son desconocidas su condición moral y los adelantos que hayan hecho en las artes y en la industria. Debieron ser mareantes diestros, cuando aportaron a las playas ecuatorianas navegando embarcados en grandes balsas, formadas de maderos de considerables dimensiones, liados unos con otros por medio de cuerdas y juncos. Pero, ¿de dónde venían? ¿cuál era la patria que abandonaban, para venir a dar en las costas equinocciales? ¿acribaron a las playas del Ecuador, viniendo a ellas derechamente, porque ya tenían conocimiento anticipado del país a que dirigían su rumbo? ¿llegaron tal vez, navegando a la ventura, sin conocer el punto adonde se encaminaban? Ninguno de estos problemas puede resolver actualmente la historia, por falta absoluta de datos; y lo más que podrá hacer será perderse en conjeturas aventuradas.
Los caras vencieron y subyugaron a los quitos, a los cuales se tiene como primitivos pobladores del centro del Ecuador: pero los quitos ¿eran, en verdad, los primitivos pobladores de estas comarcas?... Se piensa que las tribus de los quitos estaban en un estado miserable de atraso y de barbarie, cuando fueron conquistadas por los caras. No obstante, es preciso confesar que sobre este punto y sobre otros muchos la Historia se halla completamente a oscuras entre nosotros. Si los caras impusieron a los quitos su propia lengua, si les enseñaron sus costumbres o si más bien aprendieron de ellos algunas, como la manera de sepultarse; si los túmulos o tolas pertenecen originariamente a los quitos y no a los caras... ¡Cuántas cuestiones, acerca de las cuales la Historia está obligada a guardar profundo silencio, porque las ciencias que debían auxiliarla no han practicado todavía investigaciones ningunas en el Ecuador!...
Los caras o scyris podemos, pues, decir que eran todavía como nuevos en estos países, cuando los conquistaron los incas; y que había naciones que, indudablemente, eran mucho más antiguas.
II
[editar]Al sur de Quito existía otra nación numerosa, conocida con el nombre de Puruhá, la cual tenía un gobierno organizado y leyes que arreglaban la sucesión en el poder. La forma de su gobierno era monárquica hereditaria, y sucedía siempre el hijo varón.
En punto a prácticas religiosas, adoraban como divinidades vivas y animadas a los grandes cerros nevados de la cordillera de los Andes, principalmente al Chimborazo y al Tungurahua, acerca de los cuales habían imaginado una mitología curiosa; pues al primero lo tenían por divinidad masculina, y al segundo por divinidad femenina; y, cuando en las noches serenas relampagueaba discurriendo el rayo de luz de un cerro a otro, decían los indios que entre el dios varón Chimborazo y la diosa hembra Tungurahua se estaban requebrando.
En lo más elevado de la cordillera y casi al pie de las nieves perpetuas, le habían erigido un templo al Chimborazo, y allá subían a ofrecerle sacrificios principalmente cuando se acercaban los tiempos de la siembra y de la cosecha. Después el Chimborazo tuvo también sus rebaños de llamas que le fueron consagrados por los incas, y que los ministros del culto pastoreaban en los desiertos páramos de la cordillera.
Adoraban además a otros dioses, el más famoso de los cuales estaba en Liribamba, capital del reino, donde se le había levantado un santuario de forma cuadrilonga. El ídolo era de barro cocido, tenía la figura de una cabeza humana con los labios abiertos, y se hallaba dispuesto en posición acomodada para verterle en la boca la sangre de los sacrificios, en los que solían ofrecer víctimas humanas, degollando a los prisioneros de guerra.
También ensangrentaban el altar en que el Chimborazo era adorado como un dios, pues dos veces al año le sacrificaban una india joven doncella. A los primogénitos los inmolaban precisamente por una antiquísima costumbre, y embalsamados y secos los conservaban con grande veneración en las casas, guardados en vasos de barro o de piedra, hechos a propósito para ese objeto.
Entre las vanas creencias de los Puruhaes, una era la de tenerse por hijos del Chimborazo, pues estaban persuadidos de que ese cerro había engendrado a sus primeros progenitores. Cuando veían brillar el arco iris, las mujeres cerraban la boca y apretaban fuertemente los labios, de miedo de que aquel meteoro las fecundara. Así que el maíz estaba maduro y a punto para la cosecha, el mozo mejor y más robusto de cada parcialidad salía a los cerros, y allí daba voces retando a todos los que quisieran hacerles daño en la futura recolección de las mieses. Nunca entraban en los papales, sin hostigarse primero las piernas, para no impedir que se cuajaran y maduraran las papas.
Cuando moría un indio, sus mujeres salían por los campos y recorrían, dando alaridos, todos los lugares que había solido frecuentar el difunto, y andaban de una a otra parte llorando y cantando doloridas endechas en alabanza del muerto: se untaban de negro la cara y el pecho todos los días que duraba el duelo, cuya última ceremonia era lavarse la pintura negra, con que en señal de tristeza se habían teñido.
Si el muerto era un cacique o régulo principal, sentaban el cadáver en una silla o tiara, bailaban todos alrededor, y asimismo sentado lo enterraban, poniéndole a su lado sus armas y las mejores prendas de ropa, que había usado en vida. La poligamia estaba en uso entre los jefes de cada pueblo, pero los particulares ordinariamente no se casaban más que con una sola mujer. El novio iba a la puerta de la casa de los padres de la novia, y, puesto allí de pie, llamaba a los padres, y, con palabras humildes y muchos ofrecimientos, les pedía que le dieran a su hija por esposa: luego presentaba los haces de paja y los atados de leña de que había ido cargado, según uso y costumbre de su nación.
Cuando un niño varón completaba cinco años de edad, practicaban la ceremonia de imponerle nombre, yendo de casa en casa, y en cada una el jefe de la familia le trasquilaba un poco de pelo y le hacía un obsequio.
En la ceremonia del entierro, la viuda o mujer principal del difunto iba en el cortejo fúnebre, siguiendo tras el cadáver, apoyada en un bastón y sostenida por dos indias, en señal del abatimiento y falta de fuerzas que le había causado el dolor por la pérdida de su esposo. El cadáver no se sacaba nunca a enterrar por la puerta la casa, sino que, se derribaba la culata de ella, y por ahí salía la comitiva fúnebre con el cadáver, abandonando para siempre la vivienda en que había sucedido el fallecimiento. También la abandonaban cuando caía en ella un rayo; y entonces los muebles y cuanto había dentro era despojo de los hechiceros. Salían corriendo de la casa, cuando daba en ella el arco iris, porque temían morirse; y los criados volteaban las sillas en que solían sentarse los caciques, para que en ese momento el espíritu maligno no se sentara en ellas y les hiciera daño.
El lago de Colaycocha era reputado como un lugar misterioso y funesto, donde creían que estaban penando las ánimas de los muertos. Esta creencia provenía de cierta costumbre muy antigua, de abandonar en una isleta desierta del mismo lago a los criminales, para que allí perecieran de hambre y de frío.
Examinadas atentamente las tradiciones de nuestros indios, se ve que muchos de ellos tenían el convencimiento de que sus progenitores habían sido criados en los mismos puntos, donde cada parcialidad o tribu habitaba, y creían que habían salido de ciertos lugares determinados. Los puruhaes atribuían su origen a los cerros nevados, diciendo unos que habían nacido del Chimborazo; y otros del Llanganate, como los de Píllro, Patate y Pelileo. Estas creencias podrían argüir, tal vez, una antigüedad muy remota en las tribus indígenas; pues, sólo con el transcurso de muy largo tiempo, podían haber perdido así tan completamente la memoria de las inmigraciones de sus antepasados y el recuerdo del país donde estuvo la cuna de sus mayores.
No obstante, otras naciones, como los caras, conservaban la tradición de largos viajes hechos por mar, y aun calculaban el tiempo que había trascurrido, desde que sus antepasados arribaron a las costas del Ecuador hasta la época en que entraron los conquistadores españoles. Por esto, ningún estudio puede ser más interesante que el de las tribus o naciones indígenas que poblaban el litoral de nuestra República, cuando llegaron a ella Pizarro y sus compañeros.
III
[editar]Para estudiar con el debido acierto las costumbres y prácticas así religiosas como civiles de las tribus indígenas que poblaban las costas del Ecuador en la época de la Conquista, es necesario tener presente que la división geográfica, que existe actualmente en el territorio de nuestra República, no se conocía entonces, ni era posible que se conociera; pues en aquellos tiempos las divisiones territoriales se formaban de la extensión de terreno ocupado por cada tribu o por cada parcialidad indígena. Así pues, cuando decimos que los indios de una provincia de la costa guardaban tales o cuales costumbres, se ha de tener presente que nos referimos a las tribus más estudiadas y mejor conocidas, que vivían en aquellas comarcas cuando fueron descubiertas y conquistadas por los españoles a mediados del siglo decimosexto, y no a todas las que en ellas se hallaban establecidas.
Al norte, en lo que ahora lleva el nombre de provincia de Esmeraldas, habitaban tribus bárbaras, de índole más o menos aguerrida: unas cultivaban la tierra y moraban de asiento en lugares determinados, formando pueblecillos, compuestos de cabañas agrupadas con cierto orden y regularidad; otras se hallaban establecidas a orillas del mar y se ocupaban de preferencia en la pesca y en la elaboración de la sal. Aunque todas fueron conquistadas y avasalladas por los incas en tiempo de Huayna Capac, no se sometieron nunca completamente al gobierno de los monarcas del Cuzco, si no que conservaron, hasta cierto punto, su independencia y manera de vida, entreteniendo con las tribus del interior más bien relaciones de mutuo comercio que de subordinación definitiva a la misma autoridad. Favorecíalas mucho para su aislamiento social a esas tribus la condición del suelo en que vivían; pues lo áspero de los caminos hacía difíciles y en invierno hasta imposibles las comunicaciones, y lo ardiente del clima, las lluvias continuas y las enfermedades molestas ponían graves obstáculos a la acción del gobierno, convirtiendo en triste y penoso destierro la permanencia de los incas en esos lugares. Así es que, las tribus de la provincia de Esmeraldas se mantuvieron en su nativa barbarie, sustrayéndose casi por completo a la influencia regularizadora de los conquistadores peruanos.
Varones y hembras andaban desnudos, embijado todo el cuerpo con tintura negra, lo cual les daba aspecto repugnante: había algunas parcialidades, cuya gala mayor eran las labores de dibujos extraños que se hacían en la piel, practicando, con arte propio de salvajes, el tatuaje, como un lujoso adorno y un arreo honorífico para la desnudez de sus cuerpos en todas las tribus los varones gustaban muchísimo de llevar zarcillos de oro pendientes de las orejas, argollas del mismo metal colgadas de la nariz, y clavos asimismo de oro introducidos en la cara, en huecos horadados con artificio en entrambos carrillos. Se adornaban también con sartas de cuentas menudas de oro, en las que envolvían el cuello, los brazos y las piernas. Los hombres traían una especie de camisa corta de género de algodón, que les cubría apenas hasta la cintura, dejando desnudo precisamente lo que la honestidad exige que esté siempre cubierto. Las mujeres solían envolverse desde los pechos con una manta de algodón, que la ceñían a medio cuerpo.
Sus nociones religiosas eran muy groseras en las cabañas que les servían de templos adoraban dos divinidades, representadas bajo la forma de cabrones negros. Estos simulacros nunca estaban solos sino siempre apareados, en unos altares bajos, delante de los cuales continuamente quemaban sahumerio, sacado de la resina de ciertos árboles olorosos.
Solían también ofrecerles sacrificios sangrientos, inmolando víctimas humanas. Las cabezas de los que habían sido muertos en sacrificio, se conservaban en los templos, reducidas a un volumen tan pequeño como el puño de la mano, por medio de cierto artificio, en el cual empleaban piedras caldeadas al fuego. Este uso es una de las cosas en que los salvajes primitivos de la costa del Pacífico se asemejan muchísimo a los jíbaros, que todavía pueblan los bosques trasandinos al Oriente de nuestra República. ¿Procedían, tal vez, esas antiguas tribus de un mismo origen?...
El cabello se lo cortaban igual, dejándoselo caer sobre la frente y las orejas a manera de cerquillo, lo cual contribuía a dar más feo aspecto a su fisonomía salvaje y mal agestada: su continente orgulloso y su manera de hablar jactanciosa son un indicio más para sospechar que había, si no identidad de origen, a lo menos relaciones de procedencia entre los jíbaros que todavía viven en nuestros bosques orientales y aquellas tribus, que habitaban en el siglo decimosexto en el territorio de nuestra actual provincia de Esmeraldas. Los cronistas castellanos nos hacen notar que había mucha semejanza entre todas las tribus salvajes derramadas a orillas del Pacífico y del Atlántico hacia el norte de la Equinoccial, a entrambos lados del istmo de Panamá. Esta semejanza en los hábitos de vida, usos y costumbres, podrá servir para rastrear el origen de esas tribus, las cuales acaso pertenecían todas a una misma raza.
Tanto estas tribus que moraban en el territorio de Esmeraldas, como las que se hallaban establecidas en la provincia de Manabí, en la isla de la Puná y en las costas de Machala, tenían la horrible costumbre de sacrificar víctimas humanas, eligiéndolas de preferencia entre los niños y las mujeres, además de los prisioneros de guerra, a quienes, según el uso de aquellas gentes; les estaba reservado ordinariamente tan funesto destino. Los pellejos de las víctimas eran conservados con las cabezas en una especie de cruces, puestas a la entrada de sus adoratorios, donde servían de espectáculo a los concurrentes. Es cosa digna de atención la habilidad con que secaban y adobaban la piel del cuerpo humano, dejándola como una bolsa, la cual luego henchían de ceniza, para darle forma y consistencia, a fin de poder colgar los restos humanos como trofeos religiosos en los templos de sus ídolos.
La entrada del templo miraba siempre hacia el Oriente, y la puerta se cubría con un paño blanco de algodón. Algunos de sus ídolos tenían figura de serpiente; otros eran bultos humanos con vestiduras talares, medio parecidas a las dalmáticas o túnicas sagradas de los diáconos católicos. Por lo regular estos ídolos eran de madera, aunque en las costas de Manabí ordinariamente los fabricaban también de piedra.
Hablaremos un poco más detenidamente de las tribus que poblaban la provincia de Manabí y todo el litoral marítimo de la de Guayaquil, hasta el canal de Jambelí; porque, según nuestro juicio, todas ellas pertenecían a un mismo grupo etnográfico, diferenciándose únicamente por ciertas variedades locales más bien que por caracteres esenciales de origen y de raza.
No será fuera de propósito insistir en la advertencia, que hemos hecho ya en otro lugar, en punto a la civilización de los incas: ésta no ha de confundirse nunca con la de las naciones indígenas del Ecuador, ni mucho menos con la de las tribus que moraban en las costas del Pacífico. Los historiadores modernos del Perú suelen hacer una distinción muy oportuna, respecto de la inmensa extensión de territorio que en la América Meridional llegaron a conquistar los incas; pues ponen de manifiesto la diferencia que hay en el aspecto y configuración física entre las provincias de la costa, llamadas de los llanos, y las del interior conocidas con el nombre general de la sierra. Todo el territorio del Perú se considera dividido en tres zonas o porciones paralelas de norte a sur: la zona de las playas del Pacífico y tierras que miran hacia Occidente; la parte comprendida entre la formación irregular de la enorme cordillera de los Andes y, finalmente, el territorio de la montaña, que se extiende al Oriente, tras la cordillera andina. En el Ecuador es indispensable hacer una distinción análoga de provincias o territorios: los incas, dominarán solamente en la parte media, es decir, en las mesetas superiores y en los valles formados por los dos ramales de la cordillera; a las montañas orientales entraron por varias partes, solamente como de paso; y a las provincias de la costa descendieron más de una vez, pero no establecieron en ellas su gobierno de un modo definitivo. Las tribus de las costas del Pacífico podemos decir, pues, con toda exactitud, que no pertenecieron por su civilización al imperio del Cuzco: lengua, tradiciones, costumbres, prácticas religiosas, todo en ellas era diferente; y se equivocaría gravemente el que no distinguiera la una civilización de la otra. En las provincias del litoral había en el Ecuador tribus y parcialidades sobre las que los incas no ejercieron influencia ninguna, dejándolas con su fisonomía nativa propia.
Hemos visto lo que eran las tribus que moraban hacia el norte; demos, por lo mismo, a conocer las que habitaban al sur de la línea equinoccial, en las costas ecuatorianas.
Todo lo que actualmente conocemos con el nombre de provincia de Manabí se hallaba; poblado por tribus diversas, que vivían haciéndose con frecuencia la guerra unas a otras. En varios puntos tenían ídolos de piedra de dimensiones gigantescas, con hábitos talares y un tocado en las cabezas, a manera de las mitras de nuestros obispos.
Por los objetos labrados en piedra que todavía se encuentran ahora, se deduce claramente que sabían trabajarla. Entre esos objetos hay algunos que tienen figura de animales, otros de hombres o mujeres, y parece que éstos serían ídolos en quienes idolatraban. Se descubren con mucha frecuencia unas piedras labradas en forma de pirámides cuadrangulares truncadas, cuyo objeto no puede determinarse con toda seguridad. Estas piedras tienen de alto un metro poco más o menos, y algunas están adornadas con relieves que representan animales. Hay puntos en los que se hallaban estas piedras dispuestas simétricamente, formando círculos, a manera de los grandes menhires, tan conocidos entre los monumentos megalíticos de otros pueblos. Más dignas de atención nos parecen algunas de estas piedras, talladas asimismo en forma de columnas cuadrangulares, con todas cuatro caras cubiertas de labores, que representan animales o figuras humanas.
Demasiado conocidas son las sillas de piedra sin espaldar, de asientos holgados, con adornos y esculturas, en las que se puede estudiar el carácter y la índole del pueblo que las fabricó. La forma de estas sillas es idéntica: la base se reduce a un plano de piedra cuadrado, de algunos milímetros de grosor: sobre este plano está acurrucada una figura grande, que representa siempre un animal o un ser humano; una mujer, un hombre, cuyo pecho reposa sobre el plano de la base, y encima de cuyas espaldas descansa el asiento. La cara está siempre levantada y mira de frente: los brazos se apoyan con los codos en el mismo plano de la base, y las manos, con el puño cerrado, asoman junto a la cara. Hay algunas figuras, cuyo cuerpo hábilmente labrado, demuestra que los artistas sabían imitar con primor la naturaleza, observándola con atención, para copiarla en sus obras. Entre las figuras de animales, la más frecuente es la del tigre o jaguar americano.
Hay en la provincia actual de Manabí un sitio, muy notable desde el punto de vista arqueológico, por el número verdaderamente considerable de objetos de piedra, que en el se han encontrado. Este sitio es el Cerro llamado de hojas, que está entre las ciudades de Portoviejo y de Montecristi.
La forma de este cerro es muy particular. Está casi en medio de la provincia, en una llanura extensa, aislado de todos los demás cerros y colinas de la comarca, y compuesto de unas cuantas montañas de forma cónica bastante regular, agrupadas unas junto a otras, constituyendo una eminencia coronada de cumbres o minaretes naturales. En cada una de esas cimas o vértices truncados, había un número más o menos considerable de sillas y de columnas de piedra, dispuestas en círculo.
Desde esas cumbres del Cerro de hojas la vista se tiende, se dilata y espacia en un horizonte hermosísimo: al Occidente, el mar, cuyas aguas forman una llanura azul cristalina, que va a confundirse a lo lejos con el azul oscuro del cielo; al Oriente, la cordillera de los Andes se levanta sombría, como un muro enorme que llegara de la tierra al cielo; y hacia el norte y hacia el sur campos, montañas, bosques, que dan al paisaje un aspecto variado y sorprendente. ¿Era esta montaña un lugar consagrado al culto religioso de los habitantes de esas provincias? Hay fundamentos muy poderosos para conjeturarlo. «Eran los naturales de estos pueblos, dice Cieza de León, en extremo agoreros y usaban de grandes religiones; tanto que en la mayor parte del Perú no hubo otras gentes que tanto como éstos sacrificasen, según es público y notorio».
Tenían sacrificios de varias clases, y también de víctimas humanas. Eran éstas los prisioneros de guerra, a los cuales primero los embriagaban y después, con un cuchillo de pedernal, los degollaban; los pellejos secos y henchidos de paja y ceniza, solían conservar colgados a la puerta de sus adoratorios, lo mismo que sus conterráneos, los de Esmeraldas.
Los sacerdotes acudían de noche y de día a estos lugares deputados para el culto, y, según las antiguas costumbres que por tradición habían recibido de sus mayores, practicaban ciertas ceremonias, cantando y loando a sus dioses. Vestían de blanco, vivían apartados del trato común y alardeaban de conocer y predecir lo futuro.
Entre los varios adoratorios que había en toda la provincia, dos eran los más célebres y concurridos: el del puerto de Manta y el de la isleta de la Plata, casi al frente de Salango. En Manta se veneraba a la diosa de la salud, representada por una esmeralda fina, muy grande, labrada en figura de cabeza humana. Cuando se presentaban los peregrinos enfermos, el sacerdote les aplicaba la esmeralda, cogiéndola, con mucha reverencia, con un lienzo blanco muy limpio. Llamábase la diosa Umiña, y se le ofrendaban de preferencia esmeraldas pequeñas, porque, al decir de los ministros encargados del servicio del ídolo, éste, como madre o generador de las esmeraldas, se complacía mucho en que se le ofrecieran sus propias hijas.
En la isla de la Plata había otro adoratorio: el ídolo adorado allí era probablemente el Mar, y no el Sol, como han dicho algunos historiadores antiguos. En ciertas épocas del año se trasladaban a la isla en balsas, para celebrar sus fiestas; y entonces ofrecían vasos de oro y de plata, ropa fina y otros objetos, todo lo cual quedaba depositado en el santuario, sin que nadie se atreviese a tocarlo.
Entre las prácticas religiosas de las tribus indígenas de la costa, hay una que merece llamar la atención, y es la de considerar como sagradas a las islas de la Plata y de Santa Clara, que están enfrente de las playas ecuatorianas, en la dirección de norte a sur. Entrambas islas estaban deshabitadas, y en cada una de ellas había un templo, donde se daba culto a un ídolo especial. El que se veneraba en la isla de Santa Clara era de piedra, grande, con figura humana y la cabeza prolongada hacia arriba. Parece haber sido el dios de las enfermedades, porque su templo estaba lleno de objetos pequeños de oro y de plata, que representaban miembros del cuerpo-humano, como manos, brazos, pechos de mujer, etc., los cuales eran a manera de dones votivos, ofrendados por los devotos. También había vasos grandes de plata y ricas telas de algodón y de lana, pintadas de colores muy vivos, principalmente amarillo, ofrecidas al ídolo.
Como el terreno de esta isla es desigual, en la parte más elevada estaba el adoratorio; y en la baja, destinada para enterramiento, se acostumbraba sepultar a los régulos de las tribus vecinas. Sensible es que no se hayan conservado los nombres propios, que en la lengua de los indígenas tenían esas dos islas sagradas.
Varias de las parcialidades que habitaban en la provincia de Esmeraldas, en la de Manabí y aun en la de Guayaquil, acostumbraban enterrar sus muertos de un modo digno de ponderación: doblaban y comprimían el cadáver hasta reducirlo a un volumen muy corto, sentándolo en cuclillas, apretando las piernas contra el pecho y recogiendo los brazos bajo la barba; en esa situación lo metían en una vasija de barro trabajada de propósito para aquel objeto, la cual hacía las veces de ataúd entre aquellos indios. Cuando el cadáver estaba ya bien acondicionado dentro de ella, la tapaban y enterraban en hoyos profundos, cavados en el suelo; y junto a la vasija, que contenía los restos mortales, ponían prendas de vestido, armas, adornos y todas cuantas cosas podía necesitar el difunto en la vida de ultratumba, que los cuitados solían imaginar enteramente semejante a esta vida temporal.
Las fuertes lluvias, las grandes inundaciones de los ríos, los instrumentos de labranza, con que el agricultor remueve la tierra, han trastornado los antiguos cementerios de los indios y sacado de nuevo, al cabo de siglos, a la luz del día las grandes vasijas mortuorias, dentro de las cuales todavía se conservaban acurrucados los esqueletos. Los dientes blancos y compactos de la mandíbula superior, bordados con un delgado filete de oro, manifestaban la verdad de la narración de los antiguos cronistas castellanos, que nos refieren que los régulos indígenas de las costas del Pacífico en el Ecuador, acostumbraban traer por gala los dientes «clavados con clavos de oro».
Tenían algunas tribus de Manabí y de Esmeraldas la costumbre de deformar la cabeza, prolongándola hacia la parte superior y aplastándola de entrambos lados. Para esto, desde que nacía un niño, le acomodaban a la frente y al colodrillo unas tablitas, las que solían conservarle siempre atadas hasta los cinco años de edad. Los indios de Colimes en la costa, y también los paltas o saraguros en la sierra, eran los que con mayor esmero practicaban esta costumbre; por lo cual se distinguían entre todos, merced a sus disformes y abultadas cabezas.
Otras tribus hacían profundos huecos en la tierra, a manera de pozos, para sepultar a los muertos; y tanto más hondos eran estos sepulcros, cuanto más elevada era la jerarquía social del difunto. Con los caciques enterraban siempre a una o dos de sus mujeres, las más queridas, y la ropa y las armas y algunos cántaros con chicha, la cual solían renovar de tiempo en tiempo, por medio de un tubo de caña, que desde los cántaros salía hasta fuera.
Sus vestidos eran tejidos de algodón y de lana. Las casas se fabricaban siempre en alto, sustentándolas en maderos gruesos: las paredes eran de cañas y la cubierta de paja. Todavía hoy las gentes de la costa tienen esa misma manera de vivienda.
El señorío se trasmitía siempre por herencia de padres a hijos. En el contraer matrimonio eran estos indios muy poco recatados, pues no tenían en nada la virginidad de las novias, y aun preferían a las que habían sido ya antes desfloradas por sus propios parientes.
Tales eran las costumbres y manera de vivir de las naciones indígenas de la costa: entre ellas merece un recuerdo especial la que había poblado la isla de la Puna en el golfo de Guayaquil. Estaba la isla dividida en varias poblaciones o tribus, cada una de las cuales tenía su jefe, aparte, y todas juntas formaban un solo estado, bajo un régimen federativo, a su manera, reconociendo la autoridad de un solo régulo sobre toda la isla.
Sus adoratorios o templos estaban construidos en lugares apartados y sombríos, y eran adrede muy obscuros. Ofrecían sacrificios de víctimas humanas, y, para que éstas no les faltasen, mantenían guerras constantes con las tribus de la tierra firme, principalmente con las de Túmbez. Sin éstos, hacían también sacrificios de animales, y ofrendaban a sus ídolos ropa, joyas, esmeraldas y flores. Como tribu o nación guerrera, su dios principal era Tumbal, cuyos altares de continuo estaban empapados en la sangre de los prisioneros de guerra.
Conocían el arte del dibujo y de la pintura, pues las paredes de sus templos estaban pintadas con figuras espantables, al decir de los primeros conquistadores, que alcanzaron a conocer la isla en su primitivo estado de civilización indígena.
Practicaban el comercio en grande escala: sabían perfectamente el arte de beneficiar la sal marina, que se encontraba en su isla, y, reduciéndola a pasta, la vendían no sólo a las otras tribus de la costa, sino también a las del interior, subiéndola en canoas y balsas por el río de Guayaquil, aguas arriba, hasta las tierras de los Chimbos; y de los indios de la sierra recibían en cambio algodón, lana hilada, oro, plata y chaquira. Así es que los isleños eran los más ricos entre todos los indios de la costa, y gustaban de engalanarse no sólo las mujeres sino los hombres con zarcillos, brazaletes, collares y muchas sartas de cuentas coloradas menudas. Para sus vestidos escogían mantas de colores vivos.
Usaban una especie de tocado muy galano, que consistía en unos cuantos hilos o sartas de chaquira, con que se ceñían la cabeza, dándose varias vueltas al rededor de ella.
Cuando moría un régulo, sus mujeres se trasquilaban el pelo en señal de dolor y por muchos días se estaban llorando y haciendo otras demostraciones de gran sentimiento. Estos régulos eran tan celosos con las mujeres de su serrallo, que no solamente castraban, sino que cortaban el miembro viril, y a veces hasta las manos, a los encargados del servicio y custodia de ellas.
En la guerra eran muy señalados; usaban de hondas, de porras, de largas picas arrojadizas y de lanzas, con puntas de oro. Hostiles en sus correrías contra los de la costa, después de sus acometidas, volvían precipitadamente a su isla, cuyos puertos habían fortificado levantando en ellos muros de piedra muy bien construidos, los que les servían de fortalezas para ofender al enemigo, y de parapetos para guarecerse cuando eran atacados. Insignes mareantes; se lanzaban impávidos a alta mar o bogaban en persecución de sus enemigos, manejando sus balsas con destreza admirable.
Los indios de la costa eran también insignes pescadores y sabían bucear las perlas, taladrarlas con primor, lo mismo que las esmeraldas y conservarlas en mucha estima, como objetos de lujo, cuyo precio y valor no les eran desconocidos.
En fin, para completar la enumeración de los pueblos indígenas que habitaban las costas del Ecuador, no nos resta hacer mención más que de los degradados pichunches, que moraban en lo más montuoso de las provincias de Guayaquil y Manabí, y a quienes, según cuentan algunos historiadores, oprimió terriblemente Huayna Capac, deseoso de obligarles a cambiar de costumbres. Ésta parece haber sido una tribu poco numerosa, de la cual, algún tiempo después de la Conquista, no quedaba ya más que la memoria.
Es cosa notable que los quillasingas en el norte y los huancavilcas en el Occidente hayan tenido la misma costumbre de horadarse la ternilla, para traer colgado sobre el labio superior un anillo de oro los ricos, y de plata o de cobre los demás. Asimismo, los paltas en el sur y algunas tribus de la costa tenían la costumbre de deformar el cráneo, para dar a la cabeza un aspecto monstruoso.
De estas diversas tribus o naciones se componía el antiguo Reino de Quito, durante el gobierno de Huayna Capac, el último de los Incas del Perú, que tuvo bajo su obediencia todas las provincias del Ecuador. Se habrá advertido ya que en esta enumeración que hemos hecho de las tribus indígenas ecuatorianas antes de la conquista española, no hemos tomado en cuenta a los salvajes, que vagan tras la Cordillera oriental de los Andes; la razón ha sido, porque esas tribus u hordas no fueron nunca conquistadas ni dominadas por los incas, ni por los caras ni por ninguna de las razas semicivilizadas de la planicie interandina. De las tribus salvajes, que pueblan los bosques de la región oriental, hablaremos, cuando tratemos en nuestra Historia de los esfuerzos que se han hecho para convertirlas al cristianismo y ganarlas para la civilización.
IV
[editar]Además de las naciones o tribus indígenas, que acabamos de enumerar, había otra muy digna de ser conocida, y de la que, no obstante, muy poco nos han hablado los antiguos cronistas americanos. Esa nación era la de los cañaris, antiguos pobladores del territorio que ahora comprenden las dos provincias del Azuay y de Cañar en nuestra República.
La antigua nación indígena, conocida en la historia de los incas del Perú con el nombre general de los cañaris, era, a no dudarlo, un conjunto de tribus unidas y confederadas entre sí, formando un solo pueblo; el cual habitaba desde las cabeceras del nudo del Azuay hasta Saraguro, y desde las montañas de Gualaquiza hasta las playas de Naranjal y las costas del canal de Jambelí. Aun los mismos cacicazgos de Sibambe y de Tigzán o Tiquizambi, que algunos han juzgado independientes, estaban unidos con los cañaris del lado de allá del Azuay, no sólo por vínculos políticos mediante pactos de confederación, sino por lazos de parentesco; pues parecen oriundos de la misma tribu o antigua raza primitiva.
El gobierno general de los cañaris era como el de sus vecinos los puruhaes, una monarquía federativa. Cada curaca o régulo gobernaba independientemente su propia tribu; pero, en los casos graves relativos al bien general, todos los jefes se juntaban a deliberar en asamblea común, presididos por el señor o régulo de Tomebamba, el cual ejercía indudablemente cierta jurisdicción sobre los demás.
Estos grandes señores gozaban del uso de la poligamia y tenían cuantas mujeres podían mantener, según su rango, aunque entre todas ellas una era la principal, y su primer hijo varón sucedía al padre en el señorío o gobierno de la tribu.
No todos los jefes eran iguales en poder y riquezas; antes había algunos débiles y pobres, por lo cual entre todos ellos se aliaban, protegiéndose los unos contra la opresión de los otros. La alianza de los estados inferiores era un arbitrio, para auxiliarse mutuamente contra los más poderosos.
Los cañaris conservaban relativamente al Diluvio y al origen de su raza, una tradición religiosa, en la cual no puede menos de descubrirse cierta reminiscencia confusa de hechos bíblicos, mezclada con creencias y fábulas locales, bastante absurdas. Decían, pues, los cañaris, que, en tiempos muy antiguos, habían perecido todos los hombres con una espantosa inundación, que cubrió toda la tierra. La provincia de Cañaribamba estaba ya poblada, pero todos sus habitantes se ahogaron, logrando salvarse solamente dos hermanos varones en la cumbre de un monte, el cual, por eso, se llamaba Huacay-ñan o camino del llanto. Conforme crecía la inundación, se levantaba también sobre las aguas este cerro: los antiguos moradores, que, huyendo de la inundación se habían subido a los otros montes, todos perecieron, porque las olas cubrieron todos los demás montes, dejándolos sumergidos completamente.
Los dos hermanos, únicos que habían quedado con vida después de la inundación de la cueva en que se habían guarecido, salieron a buscar alimento; mas ¿cuál no fue su sorpresa, cuando, volviendo a la cueva, encontraron en ella manjares listos y aparejados, sin que supiesen quién los había preparado? Esta escena se repitió por tres días, al cabo de los cuales, deseando descubrir quién era ese ser misterioso que les estaba proveyendo de alimento, determinaron los dos hermanos que el uno de ellos saldría en busca de comida, como en los días anteriores, y que el otro se quedaría oculto en la misma cueva. Como lo pactaron, así lo pusieron por obra. Mas he aquí que, estando el mayor en acecho para descubrir el enigma, entran de repente a la cueva dos guacamayas, con cara de mujer; quiere apoderarse de ellas el indio, y salen huyendo. Esto mismo pasó el primero y el segundo día.
Al tercero, ya no se ocultó el hermano mayor sino el menor: éste logró tomar a la guacamaya menor, se casó con ella y tuvo seis hijos, tres varones y tres hembras, los cuales fueron los padres y progenitores de la nación de los cañaris. La leyenda no dice nada respecto de la suerte del hermano mayor, pero refiere varias particularidades relativas a las aves misteriosas: las guacamayas tenían el cabello largo y lo llevaban atado, a usanza de las mujeres cañaris; las mismas aves fueron quienes dieron las semillas a los dos hermanos, para que sembraran y cultivaran la tierra.
Estimulados por esta tradición religiosa, los cañaris adoraban como a una divinidad particular al cerro de Huacay-ñan, y una laguna que se halla hacia los términos de la provincia del Azuay en la gran Cordillera oriental sobre el pueblo del Sígsig, porque suponían que de allí habían salido sus progenitores, y le hacían sacrificios, arrojando a ella oro en polvo y otras cosas, en varias épocas del año.
Tenemos, pues, aquí indicadas dos razas o parcialidades diversas: los unos se creían descendientes de uno de los dos hermanos que sobrevivieron a la destrucción general de los pobladores de la tierra; los otros decían que sus progenitores habían salido o brotado de la laguna del Sígsig. Nos parece, por lo mismo, que hay motivos suficientes para conjeturar que los cañaris no procedían todos del mismo origen: la nación estaba compuesta de gentes venidas de puntos distintos, y que no habían llegado al Azuay al mismo tiempo, sino en épocas diversas. Los del valle de Gualaceo y Paute, acaso, eran distintos de los que estaban establecidos a orillas del Jubones; y diferían de entrambos los que habitaban en la parte septentrional de la provincia, arrimados al nudo del Azuay.
¿Cuáles eran los dioses que adoraban estos pueblos? Garcilaso nos dice que adoraban como dios principal a la Luna, y además a los árboles grandes y a las piedras jaspeadas. El padre Calancha nos da en punto a la idolatría de los cañaris un dato más, diciéndonos que los de Tomebamba adoraban por dios a un oso.
Del culto que los cañaris tributaban a las guacamayas teniéndolas como aves sagradas, encontramos una prueba en los objetos de arte que se han extraído de los sepulcros. En un punto llamado Huapan, cerca de la población de Azogues, se descubrió un sepulcro, del cual se sacaron muchísimas hachas de cobre, con figuras grabadas en ellas, y entre esas figuras una de las más repetidas era la de la guacamaya. Según la antigua costumbre de los indios, no sólo del Perú sino de casi todos los puntos de América, cada tribu llevaba en sus armas la imagen de la divinidad tutelar de ella; y esas divinidades gentilicias eran aquellos animales de que cada tribu fingía que habían tenido origen sus antepasados.
Mas, esta tradición de los cañaris respecto a su origen, ¿no podría, acaso, darnos alguna luz, para conocer con cuales otras naciones de América tenían relaciones de semejanza?... La veneración a las guacamayas se encuentra en varias naciones de América, principalmente entre las de raza nahual, como los mayas y los quichés, para quienes esa ave era sagrada y simbolizaba la potencia o fuerza fecundadora del sol y del calor. No obstante, como no conocemos bien la tradición de los cañaris, como de su mitología no tenemos más que la sumaria relación del origen de su raza, contenida en la leyenda de las guacamayas de Huacay-ñan, nada podemos asegurar con fundamento respecto a su conexión con otras razas del continente americano; y, por eso, toda conjetura sería aventurada.
Las guacamayas eran aves muy comunes en las Antillas, y Colón las encontró reducidas al estado doméstico en las casas de los indios: lo hermoso de su plumaje, lo vivo y sorprendente de su instinto y, más que todo, la rara habilidad de imitar la voz humana, pronunciando palabras con tanta gracia como si comprendieran su significado, debieron haber hecho profunda impresión en la imaginación de las tribus indígenas americanas, induciéndolas a suponer algo de extraordinario y de divino en esas aves. ¿Qué extraño es, pues, que las hayan hecho intervenir en sus sistemas cosmogónicos, que les hayan dado culto como a divinidades en su mitología, y que las hayan esculpido como símbolos sagrados en sus monumentos religiosos?