Huellas literarias/A través de París

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A través de París

-¿Tiene usted bastante con medio litro?

-Sí; y ahora voy a hacer fuegos artificiales.

Y la señora Schloegel salió de la tienda de ultramarinos con una botella de petróleo.

La señora Schloegel es una mujer de pelo en pecho -insolente, atrabiliaria, brutal- todo lo contrario de su marido, que era un bendito, «carne de cañón» (en el cual hacía presa todos los días la irascible compañera); tan papanatas de suyo, que hizo a su madre esta confesión: «Anoche quiso matarme mi mujer. La sorprendí en el momento de incendiarme la cama. La he perdonado, porque me ha dicho que no lo volverá a hacer.»

Segura de que no había de pasarle nada, la mujer Schloegel era una hiena que se cebaba en el despojo de un marido que no tenía voluntad propia.

Acababan de comer, y, como de costumbre, la señora Schloegel propinó a su esposo el consabido postre de insultos y arañazos. El buen hombre resolvió acallar la tempestad metiéndose en la cama... Estaba en camisa cuando su mujer le echó encima el petróleo de la botella y lo incendió aplicándole el candil de la cocina. Luego se fue tranquilamente a su cuarto, dejando al esposo entre llamas, ardiendo en vida. No podía escapar porque el cerrojo estaba echado; pero en medio de su agonía acertó a descorrerlo y salió a la escalera.

Los vecinos vieron entonces un espectáculo tan extraño como horrible. Un hombre envuelto en llamas, con la cara incendiada y los ojos saltados, corría escalera abajo como un loco de atar, prorrumpiendo en alaridos de muerte.

Al día siguiente murió, en el Hospital Saint-Denis, el desventurado Schloegel; pero pudo decir señalando a su mujer:

-Ella me quemó... Ella me mata.


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La condenaron a trabajos forzados por toda la vida, porque hizo admirablemente el papel de embustera.

Pérfida como la onda, ha dicho Shakespeare.¡Schloegel como la onda!, podría decirse.

Si es cierto, según afirma un escritor italiano, que no es Lombroso (y vaya la salvedad, por si se sospechare que tengo el propósito de dedicarme a las latas psicológicas), si es realmente exacto que la mujer se defiende victoriosamente con las lágrimas, las uñas, los síncopes y la lengua, hay que graduar de doctora a la señora Schloegel. No la tomó un síncope, porque es de pasta fiera; pero ¡qué modo de esgrimir la lengua!... ¡qué uñazas las que sacó contra los testigos que hicieron declaraciones que no la convenían!...

-¡Y qué manera de derramar lágrimas por el difunto!... No eran ojos los suyos, sino mangas de riego. El tribunal estuvo a punto de perecer inundado. La concurrencia cree que la señora Schloegel está acéfala, porque no se la ve la cabeza. Parece una serpiente que duerme...

La señora ha improvisado con un pañuelo una especie de toquilla, del fondo de la cual arranca un jipío que parte los corazones.

-¿Cantará malagueñas? -pregunta un espectador, español.

El presidente, que no es de mantequilla de Soria, ordena y manda que la quiten el trapo a la acusada. Ya se la ve; fea como un demonio y repulsiva además.

-No es cierto que yo matara a mi pobre marido. ¡Yo le quería tanto!

-Vuestro marido os acusó.

-¡Ah! ¡Mi pobre marido! Si la borrachera que tomó le hizo acusarme, yo le perdono de todo corazón. En mi gran desgracia ¡ay de mí! no guardo rencor. ¡Soy misericordiosa!...

Vuestra suegra os acusa también.

Yo la respeto..., porque respeto el dolor de la madre del único hombre que he amado. (Lágrimas y jipío.) Creedme: soy honrada. Yo adoraba a mi marido como a las niñas de mis ojos (sic). Yo estaba muy enamorada de él...

Madame Schloegel dejó en el tribunal y en el auditorio una penosísima impresión de asco. Porque hay algo más terrible que quemar vivo a un marido:¡llorarle y... perdonarle!


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Hay un señor conde que se ha propuesto mejorar el tipo del enamorado platónico, que describió Guy de Maupasant en un cuento. El señor conde se ha enamorado de la reina Natalia, más que por su palmito, por los pesares de su existencia. Es un idilio a regia distancia.

Fue en Fontainebleau donde el señor conde vio «por vez primera» a la reina, muy pálida, muy melancólica, de blanco vestida. El señor conde -habla Le Matin- «tuvo quizás una corazonada, como las de los héroes de otros tiempos, y juró en aquel mismo instante provocar en Servia un movimiento popular que restituyera la reina al trono de sus mayores.» -¡Una reina tan bonita y desgraciada, vestida de blanco!...

Desgraciadamente, ya D. Quijote se fue de Grecia, y el señor conde, que no tiene pelo de tonto -según asegura el indicado periódico- varió de acuerdo para dedicarse a amar en silencio a la dama de sus pensamientos...

De regreso de un largo viaje, «que hizo con el objeto de que le olvidaran todos.» -yo inclusive, aunque no tenía la menor noticia de la aventura- el señor conde ha renunciado honores, placeres, fortuna, amigos, todo lo que constituyó antaño su hermosa existencia, y vive a la orilla del río, como una rana. Es sensible, porque París es muy húmedo, y podría el señor conde atrapar un reuma. Pero él vive a gusto así, en un modestísimo alojamiento, que ha transformado en museo, Retratos de Natalia, periódicos que hablan de Natalia, biografías de Natalia, libros escritos por Natalia, y otra porción de objetos cuya enumeración sería larga y fastidiosa. El señor conde los ha rotulado, y provisto de un catálogo los enseña a las personas que van a visitarle.

Hay algo más peligroso todavía. El señor conde «está escribiendo la historia de sus secretos e infructuosos amores».

«Ha terminado ya -añade Le Matin- dos volúmenes que se publicarán algún día.»

Sentiré no saber cuándo, para escaparme por algún tiempo de París. Porque si puede pasar una columna de amores infructuosos y secretos, lo que es dos volúmenes sobre el mismo tema, y quizás en verso, no me cogen a mí de bobo.

No es que me queje de que «todo esté mal», como decía un personaje de Voltaire, porque mejor es describir los amores infructuosos y secretos de un señor pálido con una reina pálida también y trajeada de blanco, que disertar sobre si conviene o no conviene a los gendarmes el uso de altas polainas en vez de los brodequines que gastan ahora «en mengua de su prestigio»: que así lo dice el Événement, como si el prestigio de una autoridad pudiera estar en los pies.


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¡Oh, la gloria!... Aurélien Scholl participa a sus compañeros en la prensa que descubrió en Vichy un descendiente del autor de Hamlet. Es verdad que la vida es un infierno para la mayoría de los literatos; pero los descendientes del genio recaban las mercedes que no le fueron otorgadas en vida. Un descendiente de Shakespeare tenía derecho a ser un emperador, un czar, algo estupendo; pero es mucho menos que todo eso el indígena descubierto, y no sé si civilizado, por Aurélien Scholl. William Shakespeare, que así se llama, es un camarero de uno de los hoteles de Vichy. Será curioso el oír a un barbarote de los muchos cargados de dinero que van a aquel sitio balneario ¡Oye, Schakespeare, límpiame las botas!...

Cuando acaba de salir de Spezzia para New-York el monumento que costea, para la capital de la gran República, la colonia italiana del Norte americano, ganosa de ensalzar ¡Colón, discútese en París si fue o no fue Don Cristóbal el primero en estrenar los vírgenes bosques de «América inocente...»

No por nada -ya lo dicen los periódicos- no ciertamente con intención de rebajar a gloria de Colón, ni la gloria de España; pero... «consta que si el marino de Palos fue el primero en avisar oficialmente la existencia de un nuevo continente, no fue el primer europeo que le visitó.»

¿Es posible? ¡Sí, señor, es posible! La «virgen del mundo» había tenido relaciones con otros caballeros que no eran D. Cristóbal, muchos siglos antes de que él la declarara su atrevido pensamiento.

-¿Y cómo se ha sabido eso?

-¡Ah, mi amigo! Cosas de los sabios. Napoleón Ney descubrió en Boston un esqueleto con una espada. Era un esqueleto de cierta edad, muy bien conservado. Napoléon Ney le vio la dentadura... El esqueleto era de un caballero que se había paseado por allí un siglo antes del descubrimiento de Colón. Luego, el señor Napoleón estudió el esqueleto y la espada. Ambos chirimbolos pertenecían indudablemente a un caballero normando de los que fueron a la costa de Massachussets y «celebraron» con los indígenas algunas interviews...

Hizo más el sabio. Descubrió una tumba con la siguiente inscripción:

«Aquí yace Syasi, la rubia de la Islanda occidental, viuda de Koldr.»

En la tumba «había tres dientes», que fueron estudiados. Napoleón Ney falló que eran de la esposa de Koldr, y que Koldr había sido un jefe normando (tal vez el mismo del esqueleto con la espada en ristre).

Así las cosas, dice un periódico: «La gloria de marino genovés no pierde nada con restablecer la verdad de los hechos, a saber, que en esto, como en otras cosas, los franceses fueron los primeros.»

Lo que es a admirador de Francia habrá pocos que me ganen, cosa que no es de agradecer, porque Francia merece la admiración de Europa; pero no puedo aplaudir la labor del sabio que quiere escatimar gloria al genio que supo «ensanchar la cárcel de la tierra y alargar la cadena...»

¡Y todo por haberse encontrado un esqueleto, que sabe Dios si será de un mamouth, con una espada que tal vez sea un colmillo de Koldr!...


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Querer entrar en la Academia es majadería, o, por lo menos, debilidad. Pero cuando un hombre se llama Zola, tiene derecho a ser majadero. El genio es débil.

Este gran Zola, misántropo empedernido, despreciador de las humanas pompas, ¿qué se propone con ser colega de Freycinet? ¿Estudiar «el medio ambiente»? ¿Hacer lo que Galdós cuando quiso y consiguió rivalizar con los diputados de la mayoría? Sería triste, ciertamente, porque no vale la pena.

El cerebro más fuerte de Francia, como literato, ha sido derrotado otra vez en el hipódromo académico. Otra espera. Por ahora no podrá Zola almorzar con el presidente de la República, ni vestirse de saltamontes. Mentira parece que un Zola, todo un Zola, esté tan preocupado con la idea de tener, como los personajes de un sainete madrileño, un par de botitas de raso verde.

No estaban para él. Se las pone, por ahora, el vencedor, Ernest Lavisse, que ha escrito los Orígenes de la monarquía prusiana, Estudios sobre la historia de Prusia, Tres emperadores de Alemania, Fundación de la Universidad de Berlín, Juventud del gran Federico, etc. No es una historia de los Rougon; pero, en fin, es una aleluya de Federicos, interesante quizás.

No puedo asegurarlo. Me ocurre con las obras de Lavisse lo que a Lavisse con las obras de su antecesor, Jurien de la Gravière. M. Lavisse confiesa que ha leído muy poco de M. de la Gravière; pero, promete que se dará prisa en leer todo lo que ha escrito. No me atrevo a prometer lo mismo respecto de las obras de M. Lavisse. Creo de él, sin embargo, lo que él cree de M. de la Gravière, aunque no lo ha estudiado: que sus libros están escritos «en una lengua sencilla y precisa».

El nuevo académico ha hecho otro elogio del académico difunto. «Sobre todo, este hombre hizo muy buena vida, una vida admirable.»

Es como si se elogiara a Lavisse por la sentimental escena de familia que hubo con motivo de la elección académica.

Al volver a su casa, con derecho a vestirse de verde, Ernest Lavisse se entregó a las más gratas expansiones:

Il embrasse sa femme, souriant, fort calme en apparence.

Y dos señoritas saliéronle al encuentro gritando:

-«¡Bravo, tío»


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Quiero más a Baudelaire que a Zola, porque se despreciaba más a sí mismo. Por eso, es decir, por el melancólico desdén que le inspiraba el éxito literario, sin excluir al de su propia personalidad, es más simpático que Balzac cuando quería competir como gran hombre con Napoleón, Cuvier y O'Connell, y alardeaba de llevar en su cabeza toda la sociedad en que vivió. Baudelaire no se excluía al mofarse y abominar de todo: empezaba por él mismo. ¡Gran talento! Comprendía que era un componente de la mentecatería universal, una nota más de la gran chirigota del género humano. Tomar a broma a los demás y tomarse en serio a sí mismo, es sencillamente tonto.

Aunque no fuera más que por haberse burlado en vida de que le levantaran después de muerto una estatua, merecía Baudelaire la que se le erigirá en honor de sus obras y en homenaje al temperamento del escritor «inquieto, revoltoso, independiente, de un humorismo que tenía algo de anárquico». Después de todo, nadie como él saboreó lo que ha llamado Jules Vallés la vida injusta...

Por supuesto, que si Baudelaire se enterara del horror que van a hacer con él, si supiera que le amenaza una estatua, pediría, para «amenizar el acto», que le pusieran en grupo con Juana Duval, su Laura de carbón de piedra, su Venus negra, más que un tito, traída por él del Indostán, sin sospechar que le perseguiría y ridiculizaría graznando amores en París. ¡Oh divorcio eterno del espíritu y la materia! ¡Baudelaire, el gran Baudelaire, viviendo maritalmente con una etíope burrísima y nauseabunda, que tenía mataduras como una yegua arestinosa!


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Diré a ustedes: como gustarme, no me gusta el Maître d'armes, estrenado anoche en la Porte Saint-Martin, original de Jules Mary y Georges Grisier, en cinco actos y nueve cuadros. El crítico de Le Journal dice que la obra es un melodrama (un dramón de Novedades) que se salva porque...

Ahora se lo diré a ustedes. El Maître d'armes, con música, sería algo así como... un Anillo de hierro...

Ha gustado mucho, muchísimo, porque el público se asemeja en el teatro a las mujeres de rompe y rasga a todas partes. Si va V. a las Ventas de merienda con una chula y de postre le da usted con un canto de la Eneida, se expondrá usted a quedarse sin chula, o a que ésta le tome el pelo. Pero si hace usted el Rata primero, y se da tres pataítas, o se las da a ella, todo irá bien. El mayor enemigo del público será aquel autor que le haga pensar más. El público aplaudió y seguirá aplaudiendo las escenas del bautismo de la barca salvavidas, la tempestad con sus correspondientes truenos y relámpagos, la oración por los náufragos, los duelos caballerescos y el acto de Catalina cuando dice a su prometido esposo: «Hay en mi vida una gran vergüenza que no puedo compartir con un hombre honrado como lo es usted...¡Soy madre!»

El público, emocionado, saca los pañuelos, porque empieza el llanto, y luego, al salir a la calle, va diciendo a unos y otros: -Voilà du bon thêatre.

¡Voilá! Sí, es interesante, conmovedor, un dramón pasional, de capa y espada, romántico; sí, no hay duda, es posible divertirse con tales escenas son morales, agradables, etcétera.

El gendarme Bozzi, sentenciado a sufrir la pena de ocho años de trabajos forzados, no es un gendarme de melodrama a lo Maître d'armes, pero muy interesante en la clase de tropa. Bozzi se casó por segunda vez, en vida de su primera esposa, con una señora Lamary, a quien despojó de 15.000 francos y una porción de alhajas, porque -habla Bozzi- «cuando un hombre y una mujer están enamorados, la bolsa es común».

De la bigamia se disculpa también el distinguido e ilustrado Bozzi. «Culpa de la sangre, señor presidente. No lo puedo remediar, amo a todas las mujeres; y madame Lamary me entusiasmó al delirio.»

En aquel instante mismo se presenta la primera, mujer de Bozzi, y éste rectifica en seguida su ardorosa declaración: -«...Sí, me entusiasmó, pero no tanto como tú, ángel mío, como tú (dirigiéndose a ella), querida esposa, única mujer a quien quise, y quiero de veras. ¡No me mires así, inolvidable Paca, que me recuerdas las dulces expansiones de nuestro idilio!...

A un gendarme así no se le debe echar a presidio se le debe mandar a Cuba con un buen empleo.


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Algunos discursos hechos, algunas coronas de flores de trapo, media docena de poesías vulgares y varios comercios iluminados en Batignolles; a eso se redujo la fiesta, «pobre fiesta sin entusiasmo y sin ruido», por el Centenario del 10 de Agosto y la glorificación de Dantón, ¿han oído ustedes bien? ¡Dantón! aquel ciudadano que hizo por este mismo tiempo, hace un siglo, tantos y tan valiosos beneficios a la patria y la libertad, y que recomendó al morir que enseñaran su cabeza al pueblo, «porque valía la pena.»

Pocas naciones saben, tan bien como Francia, honrar la memoria de los muertos insignes. Dígalo, sino, la tumba de Napoleón, el Panteón de los grandes hombres, etcétera. París guarda, como oro en paño, las más insignificantes reliquias de los políticos que trabajaron por el exaltamiento de la República, así como también las de todos los ciudadanos que se distinguieron por algún concepto. No es una ciudad; es un museo histórico.

¿Cómo se explica, pues, esa falta de entusiasmo ante la estatua de Dantón? Porque están calientes, a mi juicio, las cenizas de la fiera... Es peligrosa aún la beatificación política de revolucionarios, como Dantón, que fueron temperamentos pasionalísimos en la historia de la Humanidad. Hizo falta que se excedieran, es cierto, pero pecaron por carta de más, y dan miedo todavía.

Allá, por la montaña de Santander, fue muerto un oso, de gran tamaño, por un cazador famoso en aquellos montes; y, como no había de echárselo a cuestas, llamó, para que lo arrastraran, a unos mozos del pueblo más próximo al sitio de la cacería. El oso, patas arriba, hacía una facha atroz; una bala certera habíale atravesado el corazón. Llegan los mozos, se cercioran de que está bien muerto, y le echan mano... ¡Y miren ustedes por dónde se le ocurre el animalito soltar un... bufido! Escaparon los aldeanos, perdiendo el derrière-train, como almas que lleva el diablo, y no hubo modo de conseguirlos. El oso estaría muerto; ¡pero bufaba!

-Dantón bufa todavía.