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Huellas literarias/Ravachol

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Ravachol

«La región comprendida entre Roanne y Saint-Etienne -dice Varennes- no puede menos de estar poblada de anarquistas. La Naturaleza despierta repentinamente en el viajero una idea de desorden revolucionario...; tranquila hasta allí, aparece de pronto provocativa, atormentada, casi feroz. El horizonte no se destaca suavemente. Las agudas crestas de las montañas la encierran en un enorme hervidero de la tierra, sacudida por los volcanes. El paisaje es sombrío, casi negro, como la bandera de la miseria. Se ausculta allí una vida penosa, dura, llena de sufrimientos; y se explican los odios terribles...»

Aquella naturaleza engendró a Ravachol.

¡Ravachol! ¿Era un mito, un Souveraine de la dinamita parisiense? Durante el bombardeo sordo de las casas de París, la prensa decía diariamente: «Monsieur Gorón cree que el autor es Ravachol. «¿Y qué importancia tenía que fuera o no Ravachol? Lo que importaba e importa averiguar es si cada uno de los anarquistas es un Ravachol en el duelo a muerte entre obreros y burgueses. Lo que importaba menos, en el combate que riñeron aristócratas y burgueses a fines del pasado siglo, era Maral, aquel neurópata que fue una necesidad trágica. Se le tuvo por fantasma durante mucho tiempo. La presencia real y efectiva de aquel «ciudadano» asombró a las distinguidas personas que le vieron en un sarao del general Dumouriez. ¿Conque era cierto que vivía un energúmeno de carne y hueso que se llamaba Marat? Pues... a suprimirlo, siguiendo el sistema del médico que suprimió la sábana del enfermo para cortarle la calentura. Pero la calentura no estaba en la sábana, ni la fiebre revolucionaria estaba exclusivamente en El Amigo del Pueblo, cuya sangre no enmoheció, por cierto, el tajo de la guillotina.


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Saint-Étienne 10 de Julio. -El Sr. Deibler entró en el hotel y comió con sus ayudantes en una sala reservada. La comida ha durado largo tiempo...

Montbrison 10 de Julio (11 noche). -Animación muy grande en los cafés. Se canta, se baila y se discute a voces...


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Ravachol al jefe de la guardia. -«Decid al ábate que no quiero recibirle. No me sirven sus exhortaciones. Ya le he dicho que no creo en nada. ¡Que me deje, pues, tranquilo!»


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Ravachol al mismo jefe. «Lo único que siento es no haber podido escribir largamente a mis compañeros. Pero ellos saben que muero por la buena causa y que no he demostrado ninguna debilidad. Se verá ahora cómo muere un anarquista.»


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Como una serpiente pisoteada. La gran figura del anarquismo no era un hombre; era una fiera. Con cien mil Ravacholes podría un nuevo Napoleón pasearse victoriosamente por toda Europa.


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El cura palidece; Deibler, todo emocionado, está más blanco que un papel; los ayudantes tiemblan; la multitud contiene la respiración...; del fondo del furgón, que avanza poco a poco, surge un cantar cancanesco, un cantar de Saint-Etienne, con nueva letra, que es una blasfemia contra Dios. La multitud prorrumpe en murmullos Ahí está, y viene cantando...

Aparece en la ventanilla del coche la cabeza brutalmente osada y altiva del formidable dinamitero.

La boca no ha podido ser tapada, y sigue cantando. El canto no es la Marsellesa de los Girondinos; es un cantar explosivo, cuyas notas han sido escritas con odio en el pentágrama de la anarquía. El inventor de una bomba de muerte es también inventor de un canto blasfemo. Aquello es horrible, pero se oye con recogimiento místico. Es la última canción de un Jesucristo explosivo.

Ravachol, fuera del furgón, quiere hablar.

-Ciudadanos... (Un redoble de tambores le corta la palabra.)

-¡Ciudadanos!...

Imposible. No hay modo de hacerse oír. Entonces se vuelve un energúmeno aquel hombre «aprisionado como un salchichón».

-¡Pero yo tengo algo que decir!... y contesta con una blasfemia a un nuevo redoble de tambores.

Hay que echarle en la báscula. Pero Ravachol lucha contra Deibler y sus ayudantes.

Aplastada por el número cae la cabeza bajo el tajo de la guillotina, que corta, al herirla de muerte, la última sílaba de un viva a la Revolte...


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Se creyó que concluía, muerto Ravachol, la fiebre anarquista. Había, pues, que cogerlo; hacía falta suprimirlo. Deciarose urgente la discusión del dictamen de la Comisión de la Cámara francesa, que impone la pena de muerte al que deposite materias explosivas en la vía pública o en el interior de los edificios; y quedose para otro día la discusión de los medios conducentes a suavizar las condiciones del duelo a muerte entre los que tienen lleno el vientre y los que lo tienen vacío; entre los que viven cortando el cupón y los que agonizan sin derecho al trabajo, es decir, a vivir... Y el funeral de Ravachol fue... el desastre de la calle Bons Enfants...


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El Hôtel Carnavalet ha adquirido, por un precio muy subido, la mesa del restaurant Very donde comía Ravachol y en la cual grabose su retrato. Si Ravachol hubiera dinamitado en nombre de la iglesia, en vez de dinamitar en nombre de la anarquía, claro está que la mesa, transformada al andar del tiempo en santuario o altar milagroso, veríase de continuo cubierta de preces y monedas, y los retratos de Ravachol y demás compañeros tendrían unas aureolitas y estas inscripciones a guisa de señas para el año cristiano:

San Ravachol, dinamitero y mártir. -San Meunier, jorobado y mártir. -Santa Bricou, virgen y mártir.

Porque la cuestión es acertar, esto es, no adelantarse ni atrasarse, y caso de tener que optar por uno de los dos extremos, echarse atrás mejor que adelante morir en el circo romano por el Dios que negó Renán, en vez de morir en la plaza de la Roquette por el Dios Krapotkine!...

No soy anarquista, porque no soy nada, por la sencilla razón de que entiendo que no vale la pena; pero creo firmemente que va a llover mucha dinamita. Prefiero el nihilismo ruso que mataba frente a frente a los czares y poderosos, al nihilismo francés que vuela por equivocación a los pobres de la tierra. Pero, de un modo o de otro, ¡va a llover mucha dinamita! Y después del diluvio de fuego, no habrá un Schouppe que escriba estas quejas que encierran un dolor insolente:

«He sufrido mucho, he luchado demasiado contra la selva virgen, contra las aguas, contra la crueldad de los animales y sobre todo contra la crueldad de los hombres, y tengo el corazón encallecido en las miserias, en las tristezas pasadas, en luchas horribles de las que no se tiene idea en el mundo parisiense...»

Y es que para muchos desheredados a lo Schouppe, París no es más que una Morgue, la odiosa gruta en donde se petrifican con estalactitas de sangre y lágrimas los negros infortunios.


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«Algo nuevo se prepara -ha dicho Aurélien Scholl; -se siente, se ve. No hace mucho calificábame yo de generoso cuando daba de limosna un cuarto. Hoy, cuando le entrego dos reales o una peseta a un mendigo, me avergüenzo de darle tan poco a cuenta de lo que le debo.»

Se siente, sí, la proximidad de algo nuevo, y se vislumbran, al través de la negrura del statu quo, los primeros relámpagos de una atmósfera social que está a punto de dar un estallido... Una sombra de muerte corre por el boulevard, empañando la alegría de vivir, y el bienestar de los hombres ricos y las mujeres livianas se perturba al anunciarse un nuevo complot, o un periódico acusador, cuyos vendedores, no sé si escogidos adrede, llevan marcada en sus fisonomías la mueca del patíbulo. Ya no se gusta la dicha como cosa conquistada y propia; se la roe en secreto, de prisa y corriendo, como si fuera producto del crimen. No se respira libremente; no se vive en paz. Los guardianes del orden público son despedidos por los caseros; al «ejecutor de la justicia» le ponen los trastos en la calle; cuando una persona va a alquilar el piso de una casa en donde vive un representante de la ley, la portera cree que tiene la obligación de avisarle que vive allí un señor peligroso; el pueblo se revuelve frenético, como fiera castigada largo tiempo, y, si se le censura tal o cual atentado, se encoge de hombros, contesta una insolencia brutal, o dice, enseñando el cuerpo de Jerónimo Guerin, muerto de hambre en un rincón de la calle des Écoles: «Somos los vengadores de esta gran infamia». Al robo se le llama «expropiación»; al asesinato premeditado se le bautiza con el nombre de «procedimiento por los hechos»; sobre la báscula se alardea, con fatalismo oriental, de morir resignado y contento; argúyese que los atentados se inspiran en las obras de los Dostoievsky, Tolstoi, Krapotkine, Zola, y que las bombas de la dinamita se han encendido en las columnas de la prensa periódica: adviértese, con la arrogante severidad de un Catón, que no ha de quedar piedra sobre piedra de la sociedad moderna, y los dinamiteros vocean en los tribunales que están dispuestos a perder la vida antes que consentir en levantarse para hablar a los magistrados, porque el estar de pie delante de un magistrado sentado, es una conculcación de la soñada igualdad.

¡Bueno va! Ravachol sigue vivo. Es, para sus discípulos, una cabeza parlante. Murió.¡Pero hay muertos que resucitan!

Por fortuna para España, se está allí libre de explosiones y Ravacholes. No hacen falta, porque la sociedad se cae a pedazos. Los cascotes de las calles del Carmen y Carrera de San Jerónimo y los hundimientos de los pueblos, son símbolos elocuentes.