Huellas literarias/Heredia
Heredia
Yo no me perdonaría que EL LIBERAL no dijera nada del poeta cubano, gloria de España, D. José M. de Heredia, cuando toda la prensa parisiense dedica lo mejor de sus columnas, con las firmas de Bourget, France, Lemaitre, etcétera, a divulgar los primores del libro Les Trophées.
¡Qué pocos españoles habrá -exclamaba sentenciosamente un crítico- que conozcan al novelista Kloklotoff! Ninguno, pensé yo, pero tú... tampoco le conoces; y dudo, además, de que exista Kloklotoff.
¡Qué pocos españoles habrá -podría exclamar yo- que «estén en condiciones» de apreciar los méritos de Les Trophées! Pero es el caso que yo tampoco puedo apreciarlos todos; y esto, no sólo porque mi francés se da un aire al de todos los españoles, sino porque Heredia versifica, a juicio de estos académicos, en un francés atildado, purísimo, de lo que no se escribe, y cada uno de sus sonetos, de forma esencialmente elíptica, es un mundo de pensamientos. Produce muy poco, pero inmejorable, y, por lo tanto, no está el fruto para saboreado por todos los paladares. Brevemente, Heredia es un delicado, que no escribe, sino cincela. Es claro que no puede ser y que no será nunca popular. Un libro mediano -ha dicho Flaubert
En un país donde los literatos cobran quinientos, seiscientos y hasta mil francos por artículo, merced a los cuales francos pueden vivir y viven todos como verdaderos príncipes, no es posible meterse de rondón en sus casas. Heredia es, además, rico por la suya, y está relacionado, por circunstancias de familia, con las encopetadas del París aristócrata. Buenos amigos míos, que lo son también de Heredia, me dispensaron el honor de pedir, en mi nombre, una entrevista con el poeta.
Fue el sábado, día de recepción en su casa. Oíase, al llegar a la puerta, el bullicioso regocijo de los contertulios, y el Sr. Heredia iba recibiéndolos con la desenvoltura del caballero para quien es cosa corriente una recepción. Más bien alto que bajo, las espaldas en cuadro, la cabeza fuerte, el color tostado del marino, denunciando todo su continente un hombre sólido, duro, pareciome el poeta un capitán de un navío de guerra. Habla mucho y de prisa; no habla sólo con la lengua, sino también con los ojos, con los lentes, con las manos, con todo él, que es un manojo de nervios en un cuerpo de atleta.
Supliqué al Sr. Heredia que me dispensara a solas un momento de atención. Llevome a un gran salón, con un mirador hermoso, desde donde se ven unos árboles, luego otros, todo un bosque de follaje que circunda su casa de la calle Balzac. Hablamos.
-Estoy a su disposición -me dijo.- Yo agradezco mucho a EL LIBERAL y a usted, que se hayan acordado de mí. Esto me satisface, porque mi familia es española y mi tierra es Cuba.
-Esta visita, señor Heredia, es sencillamente el cumplimiento de un deber de patriotismo y el testimonio de una admiración sentida. EL LIBERAL tiene curiosidades por la vida de usted...
-Y yo siento no poder dar de ella ningún rasgo extraordinario, de los muchos que pueblan la vida de los poetas. La mía no tiene nada de raro. Soy sencillamente un trabajador.
-Mucho habrá trabajado usted para conseguir un conocimiento tan perfecto de un idioma extranjero.
-Mucho, muchísimo; pero debo advertir a usted que mi idioma es el francés. Yo tenía ocho años de edad cuando vine de Cuba.
-¿Y no ha vuelto usted?
-Sí, señor; a los diecisiete años volví a la Habana, en cuya Universidad estudié un curso nada más, regresando en seguida a París. Mis profesores de la Habana decían buenas cosas de mis facultades intelectuales, pero me propinaron unas notas muy malas.
Yo estudiaba poco las asignaturas y asistía muy poco a cátedra, prefiriendo leer a Calderón y Lope en el patio de San Francisco. Desde que volví a París no he hecho otra cosa que estudiar a fondo el francés antiguo y moderno, y con componentes de uno y otro, depurándolos, cristalizándolos, he conseguido escribir en mis versos un francés que es esencia pura, un francés que parece raro, porque tiene algo de la armonía imitativa del castellano. Esto representa un trabajo terrible: treinta años de lima. El triunfo de mi esfuerzo es tan grande, que me permite escribir tal o cual episodio, de tal o cual época, en el mismo francés que se usaba entonces. Puedo recorrer todo el idioma, con arreglo a sus vicisitudes, y lo he demostrado en algunos libros en prosa.
(El señor Heredia habla sin pedantería, sin afectación, como el niño que cuenta su gozo, porque consiguió un juguete con el cual se había encaprichado).
-Es claro que usted era conocido mucho antes de publicar el libro que campa hoy en la prensa de París.
-Sí, señor; pero no por mis versos, que no suelen salir de los salones de los literatos. Yo era muy conocido y estimado entre los sabios de Francia porque... ¿por qué, dirá usted? Pues por haber encontrado la etimología de la palabra haricot. Los sabios estaban y están todavía entusiasmados conmigo. En cuanto a mis versos, les sabían de memoria, antes de publicar mi libro, compañeros míos de colegio, como Copée y Bourget...
-Yo no querría ofender a usted... Sus versos, a lo que entiendo, están muy trabajados.
-¡Oh, sí, mucho, muchísimo! Algunos los he hecho con facilidad..., relativa.
Pero, por lo general, cada uno de mis sonetos me cuesta tres o cuatro meses de trabajo diario; todo por cuidar la forma y querer expresar muchas ideas en muy pocas palabras.
-Lo he observado. Un soneto de usted puesto en prosa es un tomo.
-Indudablemente.
-El verso qué refiere que, el César destronadlo, vio en el fondo de los ojos de Cleopatra un mar inmenso, por donde iban dispersas las galeras fugitivas, es toda una historia. Me explico la dificultad de urdir tales primores...
-Yo no creo que los poetas puedan ser fáciles, cuando son buenos; porque lo bueno, en todos los órdenes de la vida, cuesta caro.
-Abundo en la opinión de usted, Sr. Heredia; y recuerdo que Tennyson, a quien elogiaba grandemente un cortesano la facilidad de cuatro versos de una de sus poesías, le contestó con cierto dejo de amargura: «¡Ay, amigo mío; si supiera usted que esos cuatro versos que le parecen a usted tan fáciles me han costado media docena de tabacos habanos!»
-Que a hora por tabaco, representan seis horas de trabajo. ¡Acaso me habrían costado a mí seis días!
Al despedirme del ilustre émulo de Leconte de Lisie, y distinguidísimo caballero, pedile algunos precedentes de su raza española.
-Elías Zerolo -me dijo- los refiere en su prólogo a las poesías de mi primo y homónimo José María Heredia, cantor del Niágara. Mi antecesor, por línea paterna, se llamó D. Pedro de Heredia, adelantado de Indias, fundador de Cartagena de Indias...
-Conozco el prólogo de Zerolo, y conozco la prosapia de usted. Son ustedes una familia privilegiada. Diríase que vive en todos ustedes la frase que dedicó al otro Heredia D. Antonio Cánovas del Castillo: «gran poder del entendimiento, inclinado al filosofismo tanto cómo a la poesía.»
...Una voz anunció: ¡Zola!
Y, entre Heredia y Zola, salí encorvado, de rodillas mentalmente, como si hubiera entrado Dios a decir a la Musa:
-Bendito sea el fruto de tu vientre...