Huellas literarias/Las delicias de Capua

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Las delicias de Capua

Lo único que puede consolarnos de la temperatura groenlandesa que ha transformado el asfalto del boulevard en un vidrio mugriento, es que cuando termine el frío, allá por marzo, tendrán los vecinos de París, si no mienten los más acreditados médicos de Alemania y Francia, un colerazo que dejará pequeñito al del año pasado. Así, el que quiera vivir con el alma en un hilo, que se venga aquí.

El cólera, los barbos corrompidos, Panamá, una temperatura constante de diez grados bajo cero, bombas de dinamita, y... un viajecillo a la frontera.

Bien que esta última ganga, es un «reservado» de periodistas y corresponsales extranjeros.

¡Dichoso Panamá; lo que nos va costando!

Figúrese usted, lector, que es corresponsal extranjero. Pues verá usted la que le espera.

Empieza usted por desayunarse con la lectura de una docena de periódicos, cada uno de los cuales dice lo que mejor le parece, y desmiente en la segunda plana lo que dijo en la primera. En la hipótesis (poco probable) de que se libre usted de una congestión cerebral, sale usted a la calle con la cabeza como un bombo, y, se echa usted por ahí «a maniobrar en lo insondable». Sabe usted que habrá un escándalo en el Senado, y que es muy posible que en el Congreso un señor diputado dé unas bofetadas a otro señor diputado. Sabe usted, además, que el juez Franqueville tomará declaraciones, que han de ser muy graves, y que la vista del proceso será interesantísima. Le cuentan a usted que se han efectuado otras prisiones, cuya exactitud necesita usted confirmar en la Prefectura, y cuando usted piensa en si acudirá primero a éste o a otro siniestro, se entera de que en la calle tal se encontró una bomba, que no se sabe si contiene dinamita o si es peor menealla...

Usted, a horcajadas en París, lo ve todo, lo huele todo. Sale usted del Senado, terminada la grita correspondiente, y llega al Congreso en el instante mismo en que Rouvier levanta el airado puño para atizarle a Bernis, y usted sale otra vez disparado con dirección al Palacio de Justicia. Se oye poco, se ve menos. Activos corresponsales de pie los unos sobre las espaldas de los otros, forman, en lo recóndito de un pasillo, una especie de racimo, urja escalera de carne. El que está más alto oye y cuenta. Sí, llegan rumores... Lesseps dice horrores a Baihaut; Blondin y Cottu gritan como energúmenos... ¡Grave, muy grave!... Pero no hay que detenerse. Hay que ir a la vista del proceso, a la Puefectura, a la calle en donde se encontró la bomba, a Mazas, ¡a la guillotina!; y cuando regresa usted a su casa, con la lengua fuera, le aguardan otra docenita de periódicos, con diez ediciones de cada uno...

En fin, ya telegrafió usted. La una de la madrugada. Toma usted el camino de su casa, pisando hielos, sube usted a un quinto piso, y... poco después ronca usted tranquilamente.

Pero a las ocho en punto de la mañana le despiertan unos grandes golpes en la puerta, y usted, medio dormido, cree que está en discusión parlamentaria con Rouvier. Despierto ya del todo, piensa usted que debe ser muy tarde, y que la persona que llama es la portera con la correspondiente jarra de leche. En zapatillas, embozado en la manta, sale usted. Los golpes arrecian, abre usted la puerta, y en vez de la portera tropieza usted al comisario Clement, con dos gendarmes, que le echan mano al pescuezo.

-¿Cómo? ¿Por qué?

-Porque es usted partidario de la Triple Alianza.

-¿Yo? Si dijera usted del triple anis, ¡puede! Pero ¡de la Triple Alianza! A mí, ¿qué me importa eso?

-No hay caso. Usted transmitió noticias que dio el Sr. Sikirrikliqui.

-¿Sikirrikliqui?¡Si no le he oído nombrar nunca! Ea, basta ya de bromas...


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¡Bromas! En el primer tren, que resulta ser de mercancías, sale usted facturado en el furgón, y no para hasta la frontera.

Desde allí, si no tiene usted dinero sigue a pie el viaje a su pueblo; y allá en España excomulgan a usted los periódicos, diciendo: -¿Pa qué se metió?...

¡Todo por la Tríplice y Sikirrikliqui!