Huellas literarias/Hojas secas

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Hojas secas

Van apagándose los ecos de las playas, de las montañas, de las estaciones balnearias, de las casas rústicas en donde durmieron la siesta veraniega, entre ruido de hojas y rumor de pájaros, tantas parisienses hermosas y elegantes.

El otoño empieza ingratamente para los artistas y literatos. En pos de Renan y Wilder, Crémieux y Tennyson.

Varios amigos de Héctor Crémieux dicen que el escritor estaba enfermo de tristeza desde que murió su esposa; y otros amigos afirman que la separación de su hija, que lo dejó para casarse, fue la determinante del suicidio.

Lo cierto es que «el espiritual colaborador de Offembach», autor de Geneviève de Brabant, Jolle Parfumeuse, etc., se sentó en un sillón y disparose, él sabría por qué, tres tiros de revólver. No dijo nada, ni escribió nada con motivo de su suicidio. Ha muerto sin dar explicaciones, a pesar de lo cual no faltará quien las dé por él, después de tener una interview con el cadáver.» ¿Se mataría -pregunta un periódico- por haber perdido fuertes sumas de dinero en la catástrofe de Dépols el Comptes conrants?» Lo ignoro, aunque Bartrina ha dicho que el que pierde a su padre llora afligido, y el que pierde dinero se pega un tiro.

«¿Se mataría -pregunta otro periódico -porque le molestaran las pequeñas miserias de la vida? ¿Pudo tal vez la melancolía tornarse en desesperación? ¿Obedeció a un rapto de locura? ¿A un dolor físico?»

¡No lo sé! ¡El muerto no me ha dicho nada todavía!

Antes de suicidarse el Sr. Crémieux pidió y bebió un vaso de agua azucarada. Eso fue todo lo que hizo: ¡apurar un poco de azúcar para endulzar la muerte! Se sentó luego, para estar cómodo (supongo yo), montó su revólver, y ¡pin! ¡pan! ¡pun! se dio tres tiros a falta de uno, seguros y a la cabeza, sin avisar a nadie y sin dejar papeles escritos, demostrando al morir, como verdadero artista, un desprecio inmenso por la notoriedad.


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«Mirad: en medio del bosque, sobre la rama, la plegada hoja brota del botón a los halagos de acariciadora brisa, tórnase, sin requerir cuidados, larga y verde, bañada por el sol del medio día, nutrida por el rocío al amoroso alumbrar de la luna; más tarde, amarillenta y abatida, baja flotando a través del aire... Mirad: endulzada por la lumbre del verano la jugosa manzana, harto madura, desgájase en la noche silenciosa del Otoño; y la flor que abrió sus pétalos se marchita y muere sin trabajo alguno, sólidamente arraigada al suelo fértil. ¡Cuán dulce mientras nos orea una brisa tibia, apoyados en lecho de amaranto, con los párpados medio cerrados, bajo la sagrada bóveda de un cielo mate; ¡cuán dulce el seguir a lo largo el brillante río que se arrastra perezosamente cuando baja de las colinas teñidas de púrpura; oír repercutir el eco, de caverna en caverna, a través de las espesas viñas en entrelazadas, y rodar las aguas por entre trenzadas guirnaldas del divino acanto; ¡oír y ver solamente un vago centelleo en la lejanía, no escuchar más que suaves rumores, dormitar en paz bajo los pinos!...»

¡Duerma en paz el dulce poeta bajo los húmedos pinares de su tierra nebulosa, y pueda en buen hora, libre ya del carácter oficial que le arrancó las odas a la muerte de Wellington y al matrimonio del príncipe de Gales, oír a gusto el ruido de las hojas secas al caer sobre el campo donde reposarán los despojos de su cuerpo!

Taine juzga con una frase el corazón del poeta:

-«Podíase, en seguida de leer sus versos, oír la reposada voz del patriarca de la familia, que reza la oración de la tarde ante los suyos arrodillados.»

Como John Veast, y al revés de los más de nuestros vates, Tennyson era un poeta que olía muy bien, a flor del campo.

¡Víctor Wilder, Crémieux, Renán... y Tennyson, el gran poeta!... Otoño ingrato. Ha tejido guirnaldas fúnebres sobre las casas de los escritores que se ausentaron en busca de reposo y que fueron sorprendidos por un airazo de invierno anticipado que les arrancó su corona de hojas secas... Los hombres tristes, como los pueblos tristes, pasan pronto y sin provecho propio.

París varía. Su cielo va tomando el color gris, sucio, de panza de asno; lluvias monótonas y torrenciales caen incesantemente sobre la amarillenta hojarasca que amontonó el aire; y los árboles, temblando de húmedos, se ponen en cueros con poquísima vergüenza. En la avenida de los Campos Elíseos forma el contraste un castaño, que ha florecido nuevamente en un cementerio de árboles.

Pero París no se inmuta ante la muerte de la Naturaleza. La ciudad toda es un estallido de aplausos y carcajadas; una orgiástica alegría de vivir.

En esta estación, más que en ninguna otra, cuando caen las hojas secas y los artistas marchitos, París es un encanto.

Y, sin poderlo remediar, pienso en la aldea. Sus casas son pequeñas y se desparraman al azar; sus bosques son extensos y sombríos; y del uno al otro confín de la comarca, por el monte y la llanura, corre rastreando la hermosa ráfaga del aislamiento y el olvido... ¡Sin poderlo remediar, pienso en la aldea!

Ella sufre las impertinencias del veraneo, y, al igual de la hormiga de la fábula, guarda las economías que hizo trabajando y sufriendo en el buen tiempo.

Ahora, cuando el aire del Norte hiela la hoja del árbol y extiende sobre la tierra el ancho sudario del invierno; cuando los pobres, acurrucados en marmóreo banco de plazuela, contemplan con envidia la caída de la hoja y la caída de la nieve, con buenas ganas de desaparecer envueltos en ellas, la aldea se divierte y canta.

Sus vecinos hacen de día, entre sorbo y trago de lo tinto, la labor del campo, y al ensombrecerse la tarde por el trabajo, animados por el frío, tranquilos de espíritu, sin pasiones ni concupiscencias se restituyen al hogar, y al amor de la lumbre, cenan con apetito «cualquier cosa», que les sabe a gloria, durmiéndose en seguida y sin asomos de que se les enturbie el sueño, porque no tienen noticia de los trenes, ni de las diligencias, ni del telégrafo, ni del correo; porque pensó en ellos Campoamor cuando dijo:

¡Cuán feliz es el que oye eternamente
El mismo ruido de la misma fuente!...