Huellas literarias/La llegada
La llegada
Si el notable periodista Escobar Laredo no me hubiera dicho en el Ateneo, días antes de salir yo de Madrid, «va usted, señor, a la capital del choteo», me lo habría figurado con sólo oír que al señor obispo le tocaban un danzón, que es cuanto cabe tocarle a un príncipe de la Iglesia católica, apostólica y romana. Sin embargo, le tocaron también música de Niña Pancha y... sabe Dios lo que le habrían tocado si el señor Santander y Frutos, hablando como un libro, no hubiera impuesto silencio, y hurtado además el cuerpo a los entusiasmos de una apoteosis marítima y bailable.
El capitán del vapor Alfonso XIII. estaba en sus glorias y gritaba sin cesar, con voz de lobo marino: «¡Paso al señor obispo!»; y entretanto, unos señores monaguillos agitaban, a bordo de un remolcador, pañuelos y sotanas, y unos señores vecinos se cayeron del susto al agua.
Yo supongo que el discreto prelado estará muy triste...
Porque aquello parecía, más y mejor que la entrada de un obispo en su diócesis, la entrada de Felipe Ducazcal en los bufos. Y, Dios me perdone; pero yo me siento también muy afligido.
Disuelta la irrupción de las tres mil personas que nos dispensaron el disparatado honor de invadir el vapor Alfonso XIII, impidiéndonos el desembarque, sin fijarse en que lo que necesitábamos los viajeros no eran saludos precisamente, sino perder de vista al barco, entramos en la Habana a las ocho de la noche, entre estampidos de cañón, con los cuales supuse que se celebraba mi llegada...
Poco después cesaron los estampidos, pero aun se percibía algo así como descargas de fusilería, y entonces sospeché que estaban fusilando en el Parque a los monaguillos del remolcador. Pero aquellos tiritos eran inofensivos, y entretenimiento de aficionados al tiro de pistola y carabina.
Un extranjero me preguntó todo medroso: -¿Hay guerra en la ciudad?
Yo no sabía qué contestarle... cuando leí este suelto: «Entre nosotros son militares hasta las piedras y el temperamento belicoso forma parte de nuestra naturaleza.»
-Caballero -dije al señor que me había interrogado,- ya lo oye usted: ¡somos muy belicosos!...
¡La Habana!... Me la figuraba de otro modo que es cuando por primera vez vine a ella. ¡La Habana!... Sí, la soñé vestida de blanco al igual de la ciudad andaluza cantada por Byron, esbelta y hermosa como Friné, vaporosa y soñolienta a semejanza de población oriental; reclinada en hamaca «hecha con plumas de colibrí», entre gasas y flores de azahar y perfumes de naranjos y limoneros... Por entonces -hace ya cinco años- tenía yo una miajita de fantasía, y viajaba, sin darme tregua ni reposo, en persecución de la ciudad de la esperanza... Luego me he convencido de que todo los pueblos se parecen, y de que lleva razón el poeta de las hipocondrías: -Un cielo gris, un horizonte eterno, y... ¡andar!... ¡andar!
Entrar en la Habana es como entrar en Pamplona... La Habana es, pues, una plaza fuerte (hasta ciertos Dándalos y Duilios; quiero decir, hasta ciertos puntos), cuya perspectiva deja en el ánimo impresión muy penosa. Es, además, destartalada y fea; o dicho sea con más exactitud, afeada por carromatos y comercios. La bodega ha matado a la Habana. El trabajo es siempre honroso (salvo la opinión de un filósofo que decía: ¡que trabajen los bueyes!); pero hay que embellecer el comercio, que es la vida... No recordéis a París, ni a Viena, ni siquiera a Bruselas, porque sería cursi y pedantesco. Pero recordad a Madrid, a Barcelona, a Sevilla. Los comerciantes trabajan allí por ganar dinero, claro está, pero lo gastan también en presentar decorosamente sus mercancías. El comercio de la Habana es antiestético feo, desaliñado, polvoriento, intransitable para una dama parisiense.
La Habana del porvenir, esto es, la Habana nueva, es relativamente bella y elegante. El confort habanero es superior al madrileño y al barcelonés. Se come y se bebe y se arde en la Habana mucho mejor que en Madrid y Barcelona. Hay menos limpieza en plazas y calles; pero hay más baños y se rinde más culto a la hidroterapia.
No hace muchos días que El Resumen se quejaba del abandono de Madrid. Pero lo que no dijo el señor médico, colaborador de El Resumen que sacó a la vergüenza pública las cascarrias de las Ventas, es que en algunos pueblos, los menos por fortuna, no hay lavabos, ni aljofainas, ni siquiera agua. Lo que tampoco dijo el señor médico es que los vecinos de esos pueblos salen de mañanita, acompañados de las respectivas vacas, a... abonar el campo, y que en aquellos retretes a la intemperie no brilla nunca la blancura de una hoja de papel.
Priva en dichos pueblos la ruidosa costumbre de sonarse las narices con los dedos, y la más ruidosa aún de exhalar públicamente regüeidos y otras flatulencias de mayor sonoridad, y suele ser tan paradisiaca la cultura de los vecinos, que las mujeres se arremangan el pudor en la vía férrea, frente a frente de vagones atestados de viajeros.
Recuerdo a este propósito, que D. Hermenegildo Giner de los Ríos dijo en un periódico que no era posible asomarse a la barandilla del teatro Real sin sentir cierto olorcillo que subía de los palcos y butacas; y recuerdo también que yo aconsejé al Sr. Giner que no fuera al Paraíso; o que, caso de ir, no se asomara a la barandilla, porque nadie le mandaba darse ese mal rato.
-O vaya usted -añadía yo- a oler... óperas.
Yo no digo que las oigo. Si me preguntan:
-¿Qué le pareció a usted La Carmen?
Contesto en seguida:
-Una guarra, amigo mío. ¡Olía tan mal
No, en esos pueblos no hay mucha curiosidad. Son innumerables los vecinos que hacen de perros en las paredes de los edificios. En algunas casas de huéspedes lavan las lechugas en el barreño de los pies. En otras casas ponen a refrescar las aves, ya desplumadas, sobre la tapadera del retrete ¡y hay quien dice que así huelen mejor!
No es del sexo débil la culpa del tufo; es del sexo pelado, porque las mujeres son monas que imitan a sus monos. Sé de un señor que lava a sus novias tan pronto como le dan el ansiado sí...
Algunas protestan:
-¡Ay, que me voy a constipar!...
Pero él, como si no; las zambulle después de frotarlas con estropajo y jabón. Ya se le han muerto seis suicidadas por la hidroterapia.
Yo no creo lo que decía Shocking, revistero del Fígaro, que todas las mujeres deben emular a la parisiense en lo de pasar el día metidas en agua de Lubin. Pero sí creo que deben lavarse una vez al día, o más si estuvieren en peligro de subir al «colchón del matrimonio», como ha dicho pintorescamente un vate americano.
Después de todo, la verdad es que, en punto a narices no hay nada escrito. Sé de un señor que cuando ve a la parienta camino de los baños, se desazona y le dice con fatigas:
-No seas gorrina, mujer. Qui bene olet, male olet.
Es que le gusta así, en su propio jugo, como si fuera ostra, y le resulta bien oliente el tufillo conyugal. Eso mismo parecerá a muchos señores, o no tienen narices y no huelen, o respeten el tufo como si fuera tradicional...
Lo cierto es que los pueblos latinos (exceptuando Francia) no brillan por la limpieza; y sería sensible, ya que hemos perdido en el extranjero la fama de conquistadores, que pasáramos a la posteridad por atufados. ¡Sería muy sensible!...
Sin querer, y proponiéndome hablar de las espantosas camisetas que se exhiben en las calles de la Habana, me he ido por los cerros del Guadarrama; y es que no hay camiseta sin causa, ni colonia sin metrópoli...