Huellas literarias/Perspectivas
Perspectivas
I
[editar]Me da miedo de sólo recordar que a seguida de haber enterrado aquella fastuosa ilusión de mi vida (no sabe el lector cuál fue, ni tampoco le importa...), luego de haberla visto alejarse tan despacio, entre miradas del asombro y plácemes del odio, tuviera yo ánimos para llegar al tren y a la venturosa tierra de la alegría, y que olvidando las penas de mi alma, que por ser tantas y tan grandes ya no cogen ni las quieren en ninguna parte, echara flores y requiebros al buen palmito de una rubia -que lo es hasta dejarlo de sobra aquella niña gaditana; y no por otra cosa sino porque cuando quiere el artista humano, a semejanza del artífice divino, hacer algo que tenga gracia y finura, le da luego ese color, y sin duda por eso son rubios los ángeles de las iglesias, rubia la manzanilla y rubia también la mujer que me dio una puñalada en mitad del corazón... -No sé si he dicho un disparate. -Quiero decir que me encontró en Sevilla durante la procesión llamada del Silencio... Eran muchos los hombres envueltos en capuchones negros, y llevando largos cirios en las enlutadas manos. No hay duda, la procesión se mantenía a una grande altura de silencio... De repente salió de unos labios femeninos la palabra ¡atrevido! y poco después sonó de modo estridente un grito de perra. Ignoro la causa eficiente de aquellas manifestaciones; tan sólo recuerdo que un gendarme de los que iban en la procesión increpó a un caballero, y que otro gendarme pegó un puntapié a una pareja perruna...
Este tristísimo suceso ocurría a las dos de la madrugada. Más tarde dejaba yo la tierra del sol... Había presenciado algunos incidentes estupendos; vecinos de la Macarena que proclamaba a voces la superioridad de su Virgen sobre todas las demás; otra Virgen (de mampostería) que necesitaba el canasto de la compra, según los ajos, cebollas y demás verduras que llevaba (dibujadas) en lujoso manto; la Verónica, la Magdalena y otras señoras arrepentidas, a quienes representaban al natural sevillanas que movían voluptuosamente las caderas; una turba de monaguillos que cantaban peteneras a las Vírgenes; por último, un Cristo que fue obligado por los hombres que le conducían, a saludar humildemente a una persona muy gorda que se había repantigado, como una marrana, en asiento de pedrerías.
Durante aquel saludo monstruoso me pareció que asomaba una lágrima (¡quizá de perdón!) a los ojos del Cristo y que bailaban flamenco los faldones de la mesa en que iba el Hijo de Dios.
Salí de allí sumamente asustado... Figuróseme aquel ceremonial una burla grande de la santa religión de nuestros padres, y meditando a solas en el fondo de un vagón, paré abatido y triste hasta que me hizo sonreír de júbilo la sin par ciudad de Cádiz que surgía de las sombras blanca y sonrosada, como de las negruras del pensamiento y del corazón roído por la ingratitud surge siempre la esperanza...
¡Y cómo he llorado por Cádiz, hace ya muchos años, a bordo del buque que me llevaba a la ingrata tierra americana, viendo desaparecer en medio de estalactitas de vapor de agua las blanquecinas cúspides de la ciudad engendrada entre sonrisas de Dios e inmortalizada entre blasfemias de Byron, y creyendo percibir aún desde tan lejos el ruidoso regocijo de la «Velada de los Ángeles» y el embustero llanto de unos ojos claros!... No quiera Dios ponerme nunca en el estrecho de escoger entre vivir eternamente en el cielo, a la diestra de Santa Teresa, o vivir eternamente en Cádiz con una gaditana de circunstancias.
Una inglesa mareada me despertó con el ruido que hizo al vomitar. -Mire usted. -me dijo,- ya estamos en Inglaterra; mire usted a Gibraltar... -Alcé los ojos y vi, primero, unas peñas abruptas, y luego innumerables agujeros, por los que se asoman negras bocas de enormes cañones. Eso es Gibraltar: una batería insolente.
Antes de penetrar en la fortaleza, es de rigor hacerse con la entrada general:
Ya podía entrar yo en el negro abismo de cañones ingleses.
Gibraltar se parecería a Saint-Thomas si tuviese más vegetación y menos baterías. La calle Real es muy parecida a la que divide a la población danesa. No es Gibraltar un sitio ameno para recreo de viajeros; es una fortaleza dispuesta siempre al combate. Cinco mil soldados que en son de marcha, o en busca de sus elegantes y cómodos casinos, atraviesan diariamente las calles y hacen curiosos simulacros de batallas durante las tardes de los sábados; lujo de baterías que miran a España y grandes pirámides de balas: eso es todo.
El viajero se aburre extraordinariamente en aquel sitio. Debo a una feliz casualidad el haber pasado allí algunos días placenteros. Fue una carambola de la suerte...
El Sr. Lequich, que tiene de español el rumbo caballeresco y de inglés la exquisita circunspección, echaba por la ventana su elegante y confortable Royal Hotel para obsequiar a otro caballero cumplidísimo, el Sr. Brunetti, quien, acompañado de su guapísima señora, hacia tan agradable excursión; y siendo yo muy amigo de los esposos Brunetti, que lo son de Lequich, dispensome éste toda su amistad, y con su amistad la de su apreciable familia, y con el conocimiento de ésta, el de un inteligente compañero en la prensa, el director del Mons Talpense, y todos a una diéronme pruebas de afecto, que no son para olvidadas, y de tener mi nombre en alguna estima, como si valiera algo; de modo y manera que debo a Lequich y a Brunetti una porción de finezas que recordaré siempre en las andanzas de mi vida.
Muy preciosa es la Alameda de Gibraltar. Los ingleses han plantado allí multitud de árboles y flores, pero sin olvidar los cañones... Varios hay en el mismo centro del paseo, y al final de éste se halla colocado uno de 100 toneladas. La casa-habitación de este monstruo, cuya maquinaria es complicadísima, ha costado 75.000 libras esterlinas nada más.
Es inverosímil, a no verlo, el trabajo de fortificación que han hecho los ingleses en la peña española, tan indefensa y desamparada cuando tremolaba en ella nuestra gloriosa bandera, jamás vencida. La Naturaleza hizo inaccesible aquella peña, y los ingleses han colaborado mucho y bien en la obra de la Naturaleza. Perforado prodigiosamente todo el monte, pueden maniobrar los artilleros sin temor a la artillería enemiga, porque disparan desde sus respectivos túneles... Esto no) será muy valeroso, pero sí muy práctico. La lengüeta de tierra que une a Gibraltar con España está convenientemente minada para hacerla saltar en caso de peligro, con la cual quedaría el Peñón transformado en isla. No hay un solo recodo del terreno sin su correspondiente cañón en emboscada. Calcúlase en 2'883 el número de los que tiene la plaza, que está siempre preparada... ¿contra quién? No haya miedo que la ataquemos. Ceuta está indefensa; estaríalo asimismo Algeciras si no la fortificara la bravura de sus habitantes, los cuales son generalmente bandidos sueltos. En Algeciras (valga la disgresión) no se piensa más que en robar a los viajeros. Cuando fuimos arrastrados a la Aduana, bajo una lluvia de tempestad, sentimos pena por nuestra bandera, jamás deshonrada por el extranjero. ¡Qué vergüenza! Ibamos a Gibraltar, no a Algeciras, y sin embargo se nos prohibió el trasbordo, para que pagáramos torres y montones de pesetas por hacer la travesía en desvencijados botes. Los más de los boteros, policías y empleados públicos tienen tan feroz aspecto, tan canallescos modos, y son, además, tan pringosos, que yo hube de pensar si se habría escapado de Ceuta para robar en Algeciras esa partida de Juanillones que fue llevada hace poco al célebre presidio. No he visto en mi vida atropellos semejantes, como no recuerde los que se cometen en cierta parte de América, en las islas Barbadas, donde unos negros se negaban a restituirnos al vapor inglés en el cual habíamos satisfecho anteriormente nuestros pasajes hasta Inglaterra, nada menos, algunos viajeros que tuvimos la mala ocurrencia de ir a tierra a ver las basuras de aquella población; -y menos mal que, con amenazar mucho y pagar más, conseguimos que se nos condujera en una barcaza que rebosaba de barriles, tasajos y gallos vivos, alguno de los cuales, por cierto, nos picaron las piernas.- Pero nada más irritante que el espectáculo de unos forajidos, como los de Algeciras, arremetiendo contra un puñado de viajeros que con las ropas caladas por la lluvia, mareados, los más, y necesitados todos del descanso, llegan a una playa de la patria española... ¡A ser detenidos y robados miserablemente!
Esto ocurre ¡oh mengua! frente a Gibraltar; esto ocurre ¡oh desdicha! frente a la bandera inglesa... Al esmero de la Gran Bretaña correspondemos con la incuria. No pasa mes sin que perdamos una parte del territorio. La línea es una irrisión... Nuestros centinelas tienen garitas de piedra y yeso; las de los ingleses son de madera, fáciles de ser trasladadas, y las trasladan frecuentemente camino de España los rapaces hijos de Albión. Hoy un metro, mañana dos, y así sucesivamente. Es el trabajo de la marea que se sorbe cada día algunos granos de arena de la tierra firme; ¡ay!... en aquella porción de nuestro territorio tan sólo es firme el carácter de los ingleses... ¡ellos son el oleaje del mar potente, y nosotros los granos de arena de la indefensa y medrosa playa!... ¡oh cielos! ¡oh Dios de bondad! ¡oh Santiago a caballo! ¿Dónde están los descendientes de los Palafox y de los Álvarez?
A propósito de los cuales Palafox y Álvarez, he leído algo publicado recientemente por el Sr. Alarcón, a quien se le antoja vergüenza y abominación que los españoles desembarquemos en Gibraltar para ver las singularidades de la plaza, y muy santo y bueno permanecer a bordo diez días, como permaneció, según dice, el notable académico... ¡Ay! lleva razón el insigne escritor; que así recobraremos lo perdido en el naufragio de nuestras grandezas: ¡durmiendo la siesta a bordo!... -Tanto como puede satisfacer el orgullo patriótico del Sr. Alarcón, satisfaría el mío propio la reconquista de aquella fortaleza; pero me satisface también el carnero inglés con patatas, y no sé yo que por no comerlo ni hablar con las inglesas, que son muy barbianas (mejorando lo presente), ganemos la plaza.- Buena sátira del Sr. Alarcón a nuestros aristócratas a la inglesa, a los aficionados al sport, a los intérpretes españoles que se vengan de lo de Gibraltar robando a los viajeros ingleses!...
Si el autor de los Viajes por España no hubiera emulado la inercia y el fatalismo del moro con permanecer diez días a bordo, habría hecho con viva frase un paralelo entre Gibraltar y Algeciras, y con esta comparanza, si no nos sacara de nuestra postración, que ha llegado a ser una endemia moral, sacaríamos cuando menos, los colores a la cara, y sabría a mayor abundamiento, que es errónea la afirmación de que podemos tornar a bala aquella plaza, que tampoco podemos tomar por hambre, porque -aparte de que no se debe mentar la cuerda en casa del ahorcado, y mal puede sitiar por hambre quien no tiene que comer- hay en Gibraltar provisiones, que se renuevan mensualmente, para siete años de sitio. -Menos mal el Sr. Alarcón; que lo peor es que no faltan militares españoles que se resisten a visitar la fortaleza (bien al contrario de lo que hacen militares italianos, franceses y alemanes), y con tal procedimiento no se forma un plan de ataque para el porvenir...
Entre tanto los ingleses no se descuidan en estudiarnos, ni en defender la plaza, que les consume diariamente la suma de 15.000 duros, ni en aumentar sus baterías.
Por lo extravagante, es de notar la Batería de las Monas. En una concavidad de la roca viven lujosamente muchos de esos animalitos. Allí se da el dátil, que no se cría en ninguna otra parte de la Península.
Para los ingleses es un crimen horrible, no tan sólo maltratar, si que también hostigar de alguna suerte a las monas del peñón: -tal vez las guarden para engullírselas cuando les sitiemos por hambre!...
Los periódicos dan cuenta de los menores incidentes que ocurren a estas monas:
«Anoche ha experimentado los primeros síntomas de alumbramiento la mona Fitz.»
«Se encuentra enfermo de alguna gravedad Mr. Burke, su ilustre padre.»
«Acompañado de algunos amigos, y aprovechando el día de hoy, ha salido a tomar el sol el respetable mono español, señor García.»
«Al fin ha parido sin novedad la interesante Miss Cauthlye. Así lo hemos oído asegurar en algunos círculos políticos.»
«Se han fugado de la casa paterna tres monas andaluzas, en compañía de sus respetivos monos. Este suceso ha causado general indignación en los comunes (Cámara parlamentaria).»
«El eminente orador Sánchez, tan conocido en la cueva, nos ruega hagamos constar que no es pariente del Sánchez de Algeciras, tintador de oficio.»
Esas monas deben estar satisfechas... ¡Se las trata con el mismo respeto que a las instituciones!...
II
[editar]Celebrábase el Soco en Tánger cuando llegué a África. Moros harapientos y sucios extendíanse por la tortuosa calle que desemboca en las afueras de la población. Frutos del país, telas moriscas, dulces que parecen menjunjes de botica, caballos y yeguas y también esclavos, todo de venta y todo en montón. En casitas pobrísimas; tendidos en actitudes melancólicas sobre amarillentas esteras, con las manos sobre los libros que dictó Mahoma, y con las luengas barbas blancas reposando sobre el blanco ropaje, están los moros escribanos que sancionan los contratos.
He presenciado la venta de una agraciada mulata, que tendría apenas catorce años... un oficial francés la compró en 42 duros, después de examinarle cuidadosamente la boca, los pies, y... otras partes del cuerpo, según es costumbre en aquel mercado. En demostración de gratitud besaba la madre, que fue la vendedora, la mano del comprador, y reía mucho un hermano de la doncella vendida... No hay proporción en las ventas, puesto que un esclavo suele costar menos que un jaique.
Para estudiar las costumbres del pueblo árabe, es preciso ir a Tánger. En lo que se llama África francesa han perdido considerablemente esas costumbres. La entrada en las mezquitas y en todos los sitios donde se realizan ceremonias religiosas, está prohibida a los cristianos; mas no faltan en esos mismos actos algunas manifestaciones de carácter público. He visto una secta de fanáticos dirigirse en procesión a la casa del Gobernador, el cual desciende de Mahoma... Iban polvorientos, sudorosos y chorreando sangre de las heridas que se inferían ellos mismos mientras efectuaban el desfile.
El bautismo es otra ceremonia curiosísima. No tiene un cristiano el derecho de presenciar el acto de la circuncisión, que en esto consiste el ingreso en la religión mahometana; pero puede ver la cabalgata: un niño crecidito ya, sobre las rodillas de un moro caballero en mulo. Precédelos una música especial, que tiene algo del zumbido del cigarrón y mucho del chirrido de nuestros rabeles.
El matrimonio es ceremonia más curiosa todavía. La cabalgata tiene mucha semejanza con la descrita anteriormente. Sobre un mulo, un cajón cubierto con blanco lienzo, y dentro del cajón la novia, guardando, una postura que, cuando menos, es poco digna (va, en cuclillas). Acompáñala el novio, que lleva la derecha y monta un soberbio caballo. Llegados a la casa se practica la prueba de la virginidad. Si resulta ésta, lo anuncia el novio a los espectadores que esperan de puertas afuera. Difícilmente se aclimatarían en nuestras costumbres semejantes pruebas.
No tenemos idea cabal, ni aun aproximada, de los celos morunos. La casada, que habita en casa sin balcón ni ventanas, sale a la calle tan sólo los viernes, en traje inexpugnable... No es posible vislumbrar las líneas del cuerpo ni tampoco los contornos... Para los moros, las mujeres europeas, con sus ceñidos y transparentes ropajes, van sencillamente desnudas... Imposible de averiguar es, sin embargo, qué tiene más incentivo, y por tanto, más exposición: si el desnudo de las cristianas o el tapadillo de las moras.
Diez y siete tiene el sheriff en un serrallo, que está en las afueras de Tánger. Las mujeres europeas pueden entrar en ese tabernáculo faldero; no así los hombres, que tuvimos que permanecer en el delicioso jardín de naranjas, en tanto que ellas visitaban a las moras para contarnos luego que son agraciadas, que hablan muchísimo, y que permanecen sentadas en muelles cojines... Muchas son las dádivas que tiene el sheriff. Con frecuencia cruza las calles una multitud de moros que disparan espingardas, y bailan alrededor de una ternera; ese regalo. En recompensa pueden besar las apestosas ropas del descendiente de Mahoma.
Una escuela de moros tiene mucho que ver. El maestro, arrebujado en su traje blanco, tan sólo tiene visible la bronceada cara que contrasta con los blancos pliegues del turbante. Formando corro cerca del dómine, que permanece sentado en el suelo; se balancean incesantemente Y recitan con monotonía una turba de chicuelos que permanecen también sentados y semejan con sus trajes blancos figuritas de algodón en rama. El local de estas escuelas es tan reducido, que apenas tiene las dimensiones de una alcoba. Mucha obscuridad y muy mal olor. No se explica que puedan vivir seres humanos en tan lóbregos y hediondos agujeros.
Entre las muchas singularidades del moro, está su modo de sentarse. Adopta en verdad actitudes inverosímiles. Nadie sabe dónde se guarda las piernas; pero sí que puede sentarse en la punta de una aguja.
En uno de los tenduchos de Tánger he visto un moro arrellenado en un espacio inverosímil por lo reducido, y contemplando impasiblemente cómo se adherían a la manteca que rebosaba de una lata multitud de pelos sacudidos de una toalla por un oficial de una peluquería española vecina del tenducho.
Tánger, que pudiera ser una ciudad bonita, por lo extraña y puramente árabe, es horrible a causa del lastimoso abandono en que vive el moro.
Sobre las raídas cabezas morenas se pasean sosegadamente grandes piojos blancos. Si a un moro le brota una pústula, le brotarán dos docenas. Los hay que son pústulas ambulantes. La medicina está allí completamente de más. Sin embargo, mi amigo el Sr. Cenarro, ilustrado médico de la Legación de España en Tánger, afirma que va cediendo entre los moros más principales la preocupación de confiar a Alah el remedio de los males del cuerpo... Sea porque Alah no parece, o porque Cenarro cura a muchos enfermos, ya se avienen los moros a llamar al médico español y le miran con cierto respeto religioso. De los moros pobres muchos son los que no tienen hogar y viven en medio del arroyo. Es muy frecuente el verlos cociendo raíces y legumbres en cazuelas colocadas sobre estercoleros, o durmiendo sobre la basura el sueño de los justos...
El extranjero que va de excursión nocturna, y, ve a la luz del farol, que por fuerza ha de llevar consigo, puesto que no hay alumbrado en la ciudad, ni tienen nombres las calles, las negras o amarillentas piernas de moros que duermen a la intemperie, suele imaginar que aquella población está agostada por la peste. -Peste debiera haber, sin duda; pero la lluvia arrastra las inmundicias y el viento de Levante barre los miasmas.
Enclavado en aquella piojosa población está el Hotel Continental, elegante, limpísimo y cómodo refugio de los extranjeros. Nos aburríamos, sin embargo, de mirar desde el balcón el azul del mar, emprendíamos excursiones a la Farola y a Tetuán. Estos pequeños viajes, que son muy divertidos, se hacen en mulos y también en camellos. La naturaleza del país africano es la naturaleza americana; las mismas ráfagas de aire violentísimo: la propia exuberante vegetación; grandes ríos que hay que salvar sin puentes; flores y frutos, y palmas y cañas de bambú por todas partes.
Teníamos otro grato esparcimiento: el café moruno. Está situado en la planta baja de un desvencijado casucho. Mucha concurrencia de moros sentados en el suelo y con los pies descalzos. A la entrada del establecimiento van dejando las zapatillas, y cuando se retiran a sus casas, recoge cada moro su correspondiente par sin equivocarse jamás, aunque todas son del mismo color. El decorado del local se reduce a varios frascos de colores. A un extremo del establecimiento se colocan los moros que cantan y hacen sonar una estridente y monótona música. Los extranjeros tenemos nuestros asientos en un banco. Un moro, el dueño del café, va sirviendo el líquido en una taza: mitad café muy bueno y mitad borra muy espesa. Aquel café produce sueño; algunas bocanadas de opio en pipa, la melancolía de los concurrentes y el zumbido de las guzlas, causan el malestar de un sueño obligado, y no hay europeo que no salga de allí tambaleándose y creyendo que son media docena de luces la mortecina del farol que le guía por aquel laberinto de callejas en forma de herradura.
El moro es tan obsequioso como cumplido, y admite en su casa al extranjero siempre que esté resuelto a tomar cuando menos tres tazas de té verde, que le servirá con mucha distinción. En esto se parecen mucho moros y aragoneses. ¡Ay de usted, lector, si desaíra una de las tres tazas de ordenanza!
Seguramente está en África el porvenir de nuestra patria. Hay que echar de allí a los ingleses, que se han pegado al Peñón como las ostras al banco... La influencia británica en Tánger no puede ser más evidente. De los ministros extranjeros uno sabe el árabe: el ministro inglés. Los demás no estudian el idioma. Pero en cambio, el ministro italiano goza merecida fama de doblar un duro con los dedos de la mano: es, pues, hombre de fuerza bruta...
Los ingleses han llevado a Tánger una batería de cánones y, algunos oficiales de artillería... para enseñar a los pobres moros que no se atreven a hacer disparos, o los hacen malamente, poniendo más cantidad de pólvora o menos de la que hace falta.
Por último, el sheriff quiso de amor profundo... la agraciada fue una inglesa. Esta miss se avino a ser propiedad del moro, siempre que éste celebrara con la Legación británica un contrato que había de atarle de pies y manos. El contrato se hizo, la inglesa fue al serrallo... ¡Pero qué influencia no tendrá sobre el sheriff para haber conseguido abandonar el serrallo y vivir en casa aparte, con una esclava, pudiendo salir sola a paseo y montar a caballo vestida a la inglesa!
¡Oh sí!... Nuestro porvenir está en África. Este pueblo moro, tan desgraciado hoy, y sin embargo, tan firme en su credo, fue el pueblo artístico por excelencia.
No hay que verle recostado en la basura de Tánger, vestido de andrajos, mísero y envilecido, aunque guardando incólume el depósito de su fe y el depósito de sus costumbres; hay que recordarle reclinado melancólicamente sobre doradas plumas en los jardines de la prestigiosa Alhambra, nido amoroso de inacabables tristezas, bajo los artesonados techos del Alcázar de Sevilla, a lo largo de las naves de ese portento artístico que se llama Mezquita de Córdoba, en el anchuroso patio de la casa de Pilatos, con la mente fija en Alah y en las mujeres durante las sosegadas horas del reposo, y viendo elevarse en espirales de azuladas ondas el enervante opio caer al suelo mansamente, y como medrosas de enturbiar el silencio, las temblorosas gotas del surtidor de agua.
¡Oh, sí!... Esos moros acostados siempre en la húmeda tierra, son hermanos de los jornaleros que se tienden en las calles de Madrid; esas moras que se tapan el rostro, son hermanas de las andaluzas que, para salir de paseo, en Véger, sólo se dejan ver uno de los ojos; la guzla es la guitarra; el baile flamenco es el mismo baile de las moras y hebreas que danzan a hurtadillas delante de los cristianos... la petenera y la malagueña con sus ondulaciones sensuales y sus gritos de selva, son los cantares que oye el extranjero en el café moruno. Tenemos el mismo orgullo de raza, el mismo fanatismo de religión, el mismo valor personal, los mismos piojos; y si en la estación de verano los moros se lavan los pies en los estanques de las mezquitas, nosotros nos lavamos también, pasado el día de la Virgen del Carmen, en barreños destinados a escarolas y lechugas!... ¡Oh sí!... Nosotros salvaremos a ese gran pueblo en la desgracia, porque somos generosos y nobles y valientes, y ya empezamos a ser serios.
Y discurriendo así de regreso a España, vi sobre la superficie de las aguas algunas cabezas de toros, las cuales se balanceaban graciosamente en el mar. Admirábame que tales fieras hubieran ido a nado hasta semejante sitio, cuando me dijo un camarero del vapor:
-Esas cabezas no están vivas; sirven aquí de boyas para indicar los bajos y arrecifes. Es que nos aproximamos al puerto.
Efectivamente llegábamos a la tierra del salero, de los hombres valientes y de las muchachas bonitas; en una palabra, a Málaga, allí donde el muelle es sucio y feo, y las calles también son sucias y feas... ¡pero con muchísima grasia!...
Tánger. -1884