Huellas literarias/La velada de la Plume

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La velada de la Plume

Ya ha nevado desde que se efectuó, y todavía no he hecho bien la digestión. Una comida con Zola, Mallarmé, Copée, Claretie, Scholl, no es para digerida en pocas horas.

La comida, aunque de cinco francos el cubierto, tenía que ser buena. En el Café du Paláis se come bien por poco dinero, se come muy bien cuando lo visitan los redactores de La Plume, que es el periódico más literario de París; y se come admirablemente si los Zola, Mallarmé y Copée honran la presidencia de la mesa. No digo yo cinco francos, también cinco mil podían darse a gusto por comer a manteles con aquellos señores, y en compañía de la bohemia literaria y artística del barrio latino, presidida por Verlaine. Y luego... que yo no pagué nada, porque buenos amigos de El Liberal, se ofendieron de que quisiera pagar su cronista parisiense, con lo cual, aunque parezca lo contrario, me quitaron de encima un peso...


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Nada más pintoresco que las veladas de La Plume, donde cada tipo merece que le lleven a un museo de antigüedades. Caras pálidas y marchitas prematuramente, melenas prehistóricas, trajes inverosímiles; y una charla original, chispeante, que tiene el picor de la mostaza inglesa, y que implica un abandono absoluto de las cosas prácticas del mundo. Todos convienen en que han equivocado la vida, pero ninguno se arrepiente.

-Después de todo -me decía un poeta- más vale ir al hospital, que venir de Panamá...


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Como en París hay clases, y nadie se atrevería a tutear al genio, no hubo necesidad de llamar al orden cuando entró Zola; un Zola que yo no conocía. En estos tiempos de reclame panamanesca, es muy difícil que los grandes hombres se escapen de la amistad de una porción de gentes advenedizas y embusteras, que ni siquiera les han visto. Son innumerables los que afirman seriamente que llaman Emilio a Castelar y le tutean «en el seno de la confianza»; y son también innumerables los que aseguran en Madrid que cuando estuvieron en París tomaron café y jugaron a la brisca con Zola. De mí sé decir, y lo digo sinceramente, que ni le había visto, aunque he venido a París una treintena de veces, ni me había atrevido a verle, porque, como buen católico, sé que debe uno prepararse muy bien para recibir al Señor...

Por las descripciones a pluma y de palabra, Zola era para mí un burgués, de apariencia tranquila y reposada. A juzgar por los retratos, hechos, indudablemente, en un momento muy psicológico de Zola, acaso en el momento de pensar con mucha pena que es insigne necedad el dejarse retratar, teníale yo por cansado, afligido, esquivo, o, como le llamara irreverentemente Sarcey, en periódico tan respetuoso como Le Temps, «un cerdo triste».

Nada de eso. Zola, que está muy joven, parece, por la viveza del carácter, un chiquillo, menos aún, un rabo de lagartija. No sé de nadie que sea tan nervioso, gestero, decidor y parlanchín; y a muchos devotos de San Vito les he visto bailar menos que a Zola. No le he mirado de prisa y corriendo; le he mirado despacio y con lentes, y, aunque a honesta distancia, estuve, con el buen fin de sacarle la fotografía, timándome con él desde las seis de la tarde hasta las once de la noche. No es esto, lectores, un alarde de tutear al genio, sino de poder decir, parodiando al poeta: Hoy le he visto, le he visto y me ha mirado... La fisonomía de Zola es un milagro, porque, a pesar de su fealdad y ordinariez, resulta simpática y sugestiva, gracias a su fuerte expresión de vivacidad y energía, con ligeros intervalos de ensimismamiento triste, que se asoma furtivamente a sus ojos, de un mirar distraído y vago cuando se figuran que nadie los ve.

Y yo, que no le quitaba de encima los míos, vi la mirada de Zola posarse con cierta tristeza, no exenta de repugnancia, en la abollada calva de Verlaine. A la manera de un moscardón impertinente, cruzábala de un lado a otro, tropezando en las sinuosidades deteniéndose como cansada en las hondonadas de tan singular cabeza, en forma de cono, semejante a la cresta del Cotopaxi, más parecida acaso a la proa abollada de un buque náufrago.

Trajeado de harapos, con enorme bufanda al cuello y sombrero ancho sepultado hasta las cejas, adormecido por el alcohol y cojeando por el reuma, -el gran poeta- último monarca de una bohemia muerta amparado en sus cabeceos por la mano de un amigo, entró el último, con más orgullo que el primero, en el salón donde el fulgor de las luces y de las pupilas reflejó a su paso así como la apoteosis de un Apolo borracho de gloria y de ajenjo. No habló palabra, ni probó bocado, ¡ni siquiera bebió! Frente a Zola, y en medio de lo más eximio de la literatura, roncó la comida.

Cuando terminó el banquete, con unas palabras, sobrias y brillantes, del autor de Vers et Prose, y se marcharon los «maestros», y los escritores menudos empezaron la causerie literaria, con canto y música, entre versos sonoros, vahos de ponches humos de pipas y responsos al crítico Sarcey, puesto, en órgano, vi otra vez a Verlaine, en un rincón, con el sombrero metido hasta los ojos, durmiendo también la causerie; y el profundo sueño del poeta moribundo me pareció un despertar hermoso y elocuente.


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Luces mortecinas de una mañana vergonzante se colaron por entre las rendijas de las maderas. Ya en la puerta, sorprendido por una tempestad de nieve, se rejuveneció de repente la cara embrutecida de Verlaine, como si una aurora boreal hubiera iluminado su piel de sapo hidrópico. Por en medio del arroyo marchaba tranquilamente un carro fúnebre, sobre cuya caja puso la nevada un cucurucho de Pierrot, y a la izquierda de la casa, pegado a la esquina del café, un vendedor de periódicos, firme como un centinela, dormía de pie, teniendo en la mano derecha un número de La Cocarde; y encima del epígrafe (Los escándalos de Panamá) en letras como puños, sobre la negrura del escándalo, deshacíase lentamente un copo de nieve.