Huellas literarias/Vírgenes y santos

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Vírgenes y santos

Nos acercamos al momento contemplativo, de recogimiento absoluto y santo, después de las juergas corridas por Carnaval.

No podemos decir: «Pésanos, Señor, de haberos ofendido... no lo volveremos a hacer más», porque sí volveremos por Carnaval del año próximo. Es el tejer y destejer constante de la vida. Si no hubiera pecados, no habría tampoco actos de contrición y penitencia; perdería su carrera el confesor de almas y perdería su oficio el obrero que hace confesonarios.

Los santos y las vírgenes, que viven retirados en sus respectivos templos, se preparan, o los preparan, para salir a dar una vueltecita. Algunas señoras piadosas y ricas regalan prendas de vestir a las venerandas imágenes. Es una costumbre tradicional, digna del mayor respeto. Los extranjeros, singularmente los ingleses, vienen en bandadas a gozar de nuestras procesiones, y después de verlas nos inspeccionan con cierto asombro.

Somos una especialidad en procesiones. Las de Sevilla pasarán seguramente a la posteridad, como ha pasado a la historia, aunque por distinto motivo, la procesión que en andas de unos caballeros tozudos de Tarazona fue a incrustarse en una pared, porque no tenía salida el callejón donde se metió, y, como Tarazona no recula, resolvieron, primero que repasar lo andado, dejar los sesos y también los yesos de las santas imágenes.

No es de ahora, es de todos los tiempos y de todos los países el uso de pasear las creencias y los ídolos como si fuesen leche de burra. Budha resulta en la india una madrileña callejera, porque se le encuentra en todas partes; Marat, que no tenía pizca de santo, pero sí de ídolo, fue paseado, al salir de la Convención, y después de haberse despedido victoriosamente, en hombros de sus secuaces, con el pañuelo, que le daba trazas de tarazonense, anudado en la cabeza; un caballero de Barcelona acaba de pasear a su ídolo, un asno, que iba en carruaje de lujo tirado briosamente por el caballero, toreros y políticos, rivalizando con la dignificación del jumento en la Rambla, han sido paseados en coche por hombres con vocación a engancharse.

La mayoría del público no admite que sean abstractas las ideas y las creencias. Hace falta exteriorizarlas, darlas forma tangible; que se vea, que se palpe...

Las procesiones están, pues, consagradas por el uso y por la necesidad de que el público pueda ver y palpar lo que cree y venera.

Me parece bien. Lo que no sé yo si estará medianamente bien es que se atienda tan poco a lo que podría llamarse mise en scène de las vírgenes y santos. Si los hombres y las mujeres se lavan y se arreglan antes de exhibirse en calles y paseos, es natural que las imágenes hagan, lo mismo, o que lo hagan por ellas los que tienen a su cargo el divino vestuario.

He observado con sentimiento que algunas imágenes presentan, consideradas materialmente, un aspecto lamentable. No es decoroso que se las vista con ropas que han usado, aunque poco, personas de carne y hueso. Por ejemplo: no me parecería respetuoso que pusieran a san José unos pantalones de Sagasta, ni a la Virgen de la Paloma un traje de la princesa Ratazzi.

Tampoco es decente, a mi juicio, que los señores encargados de llevar por ahí a las imágenes hablen en voz alta y saquen las cabezas levantando los paños que cubren el andamiaje; por que el público los ve, oye al apuntador, y pierde buena parte de la ilusión... mística.

He aquí un caso práctico. La Virgen del Pilar de Zaragoza es, de cuantas vírgenes hay en España, la que tiene más campanillas. Según reza una imagen de Nuestra Señora del Pilar, se ganan 9.020 días de indulgencia al dar la hora, y 8.120 días fuera de la hora, diciendo: ALABADA SEA LA HORA EN QUE NUESTRA SEÑORA VINO EN CARNE MORTAL A ZARAGOZA.

Consta, pues, que Nuestra Señora fue en carne mortal a Zaragoza, y como no se sabe que se haya ido de allí, claro está que le debemos toda clase de consideraciones, no ya las que se relacionan con el espíritu, sino también las que merece la carne mortal.

Sin embargo, la plaza del Pilar está pidiendo un toldo y un burlete. El aire del Moncayo, que azota al templo, es irreverente; y el Municipio tiene el deber de oponerse a la irreverencia de los vientos. ¡No se encontraría un concejal que pusiera a su señora a los vientos del Moncayo; y los concejales obligan a sufrir esos chifletes a la que es señora de todos...

Pase que los vecinos desafíen y sufran el rigor de los temporales.

Pero... hay que salvar las vírgenes y los santos.