Huellas literarias/Revista regia
Revista regia
Su majestad la Reina salió de su cuidado. Ahora empieza el cuidado para la nación, que tendrá que pagar cinco mil y tanto duros diarios. Ya tiene el niño para ama.
Once días de vida tiene S. M. el Rey Alfonso, León, Fernando María, Santiago, Isidro, Pascual, etcétera, y ya le debe el país medio millón. ¡Angelito! Acaba de entrar en pañales, y tiene lo que no pudieron recabar muchos abuelos trabajando toda su vida.
Fijándose en el entusiasmo con motivo del bautizo del nene, no puede negarse que Madrid es muy monárquico.
La razón es muy sencilla: Madrid se divierte. El espectáculo de la República hace poca gracia; maldito el chiste que tiene Salmerón, paseando a pie por las calles y aforrado en un gabán de tricot parduzco.
En cambio, la Monarquía da risa y ocasión a que se esparzan los buenos vecinos de la villa y corte.
¿Que va el Rey a la salve? Escolta de caballeros con guantes amarillos, y, de señoras que enseñan los bajos...
¿Que vuelve el Rey de la salve? Otra escolta de vecinos en actitud de pasear.
¿Que le han disparado un tiro al Rey? Estupefacción y carreras hacia Palacio.
¿Que le van a quitar la vida a Otero? Emoción y carreras al Campo de Guardias.
¿Que parió la Reina? Perspectivas de fiestas, achuchones por ver al recién nacido, y comentarios sobre si La Correspondencia dijo que el regio vástago venía de cabeza o salía de pie, -¡y no se meta usted, señora, en honduras tan peliagudas!
Movimiento popular, carreritas... ¿Qué pasa? La carroza real camino de la casa de un Grande, el de Híjar, para llevarle el traje y las ropas interiores que usó S. M. el día de Reyes.
-Pero usted que tanto critica -me decía una señora,- ¡asiste a las ceremonias regias!
-Señora -le contesté- yo no voy a ver al Rey.
-Entonces, ¿a qué?
-Señora, yo voy a que el Rey me vea a mí.
Madrid se divierte con la Monarquía. Lo que dicen las chicas: ¿a qué está una?
Entre tanto continúan escribiendo los republicanos ¡Viva la República! en letras gordas, con lo cual se figuran los tontos que están al cabo de la calle.
Los carlistas, más prácticos, tratan de irse al monte. Esos no se andan por las ramas.
El bautizo sacó a la calle una porción de toilettes mujeriegas. Señoras vestidas de negro con pechuga blanca. Señoras vestidas de encaje negro por cuyos agujeros se ve una prenda de raso blanco que a primera vista parece enagua. Señoras vestidas de riguroso luto con la delantera del muslo en blanco. ¡Muy bien!
En virtud de esos incentivos o aperitivos, no estaría mal que se modificara un poco el traje masculino: el pantalón, por lo menos, debe llevarse a lo zuavo.
Fue notable también la toilette de la nodriza.
La chaqueta era de terciopelo negro con galones y botonadura de oro.
Chambra de batista primorosamente bordada y encajada; quiero decir, con riquísimos encajes.
Luciendo de gemelos, en el cuello y en las mangas, monedas de a cinco duros.
El delantal de faya negra bordada de oro.
Zapatos de charol, medias de charol, digo, de seda; hebillas de oro fino y lazos de terciopelo grana.
Pendientes de coral en las orejas, collar de perlas en el pescuezo, y en las trenzas mucho oro y mucha grana. ¡Quién tuviera trenzas, quién pudiera dar de chupar al Rey!
Antes de trajearla así, por supuesto, le dieron un baño de lejía con tusa y jabón: quedó como nueva, y luego, con golpes de grana y oro, una princesa del monte.
«El Rey -dice La Correspondencia, y esto es estupendo -rompió en llanto las dos veces que el cardenal Payá le aproximó la sal a los labios.»
Ni más ni menos que un niño cualquiera ¡mire usted qué Dios!
La misma Correspondencia nos cuenta que «llamó la atención el magnífico collar, de tres vueltas, de perlas, del tamaño de Avellanas (con a mayúscula, ¿por qué, señora?) que lucía la infanta doña Isabel, así como su diadema y broches de perlas enormes y gruesos brillantes.»
Una señora así, con esas Avellanas, tenía que hacer un rasgo, e hizo dos, si no miente La Correspondencia: desempeñó el mobiliario y las ropas de un cesante, y estiró la vida, durante algunos meses, a un pobre albañil que no tenía trabajo.
«En esta clase de obras -dice La Correspondencia- es en las que emplea con frecuencia sus haberes la familia real de España.»
Ya, ya; no se arruinará con esas dádivas, que parecen de familia de Puerto Rico.
La Exposición de Horticultura fue brillante y perfumada, según he leído en los papeles.
Yo no fui, ni falta. En cumplimiento de un penoso deber, iba camino del Buen Retiro con mi correspondiente billetito de invitación, que tiene forma de medalla perruna. Se le endosé a un compañero, al cual tuve la suerte de encontrar en el mismo camino, y me quedé a la entrada, confundido modestamente con la canalla, quiero decir, con la gente que no tenía dos pesetas para entrar. Naturalmente, presencié, el desfile. Primero salieron tres señoras que parecían acabadas de salir de la fábrica de pastillas de chocolate de Matías López; en seguida, unos cuantos caballeros, al parecer: hubo una pausa en el desfile de figuras, y un guardia empezó a gritar:
-¡Abran paso!
-¡Que va a salir un ministro! -me dijo un caballero sin dos pesetas para entrar.
-¡Que viene un ministro!
Pero no era ministro; era nada menos que la infanta con un ramo de flores, y seguida de su marido y de su cortejo de duquesas y marquesas. ¡Lo que me gusta a mí codearme con las duquesas! En cuanto se me antoja que una señora es duquesa, ya me tienen ustedes ideando el modo de tropezarme con ella. Me hago el que no ve tres sobre un borrico, tropiezo con cualquier animal o transeúnte, y ¡zas!, me doy, un testarazo con la duquesa. Suele levantarme y preguntarme el marido:
-¿Le ha hecho a usted daño?
-No, señor -le respondo.- Y a su duquesa de usted, ¿se lo he hecho yo?
A lo mejor resulta que no es duquesa, y hago una plancha soberana.
Duquesas y marquesas legítimas eran las que seguían a la infanta. ¡Bonito espectáculo! Entre dos lilas de canalla o pueblo se destacaba gentil y perfumado, hasta cierto punto, el ramillete aristocrático. La Eulalia, que es una de nuestras primeras infantas, saludaba con mucho v'lan -una especie de chic, vamos,- y las duquesas y marquesas se inclinaban, quebrándose por la cintura, hasta ponerse casi de rodillas. -¡Abran paso! -gritaba el guardia.- Y allá, cerca del estribo del carruaje de la real casa, aparecía, sin sombrero, la blanquísima cabeza del ilustre poeta cortesano... Viole la infanta al subir al coche, y díjole con timbre de voz bonita y natural: «Adiós, Campoamor». Fue el mejor saludo de la tarde. La aristocracia de la sangre y la aristocracia del talento se daban los buenos días cara a cara, y la cabecita rubia de la infanta, tan erguida y orgullosa cuando saludó a los grandes, se inclinó modestamente, como la flor al halago del jardinero, ante la canosa cabeza del poeta que ha cultivado el jardín de la musa regia. (No estoy muy a gusto con esa frase por lo fino, que acabo de hacer; pero tampoco lo estoy del desfile de la concurrencia.) No estaba la reina, y todo el mundo sabe que yo estoy enamorado de la reina. Las cosas que me pasan a mí no le pasan a nadie. ¡Mire usted que haberme enamorado de la reina! Pero eso no se puede remediar. «No, no has venido al mundo a nada bueno -me decía mi mamá una vez que me pilló desplumando vivo a un pollo,- porque si das guerra ahora, mucha más diste antes de nacer, que a poco me cuestas la vida. «Y tan desahogada como se quedaría la buena señora cuando me dio a luz.