Huellas literarias/La guillotina
La guillotina
¡Cuántas veces, invadido por la nostalgia de la playa, he salido de Madrid en persecución del mar que me hacía dar tumbos, cuando no me pegaba a la arena, en los regocijados días de la infancia!
Yo también fui poeta cuando cogía cangrejos de mar, allá en mi playa; y aun hoy mismo, de regreso del país de las mentiras, suelo echar una poesía al aire -poesía que no publico, para que no digan;- amasada con rocío del campo y lágrimas de mujer.
La poesía que no me entra por el corazón no me resulta poesía, aunque esté rimada a maravilla y exornada con vistosa hojarasca de galas retóricas. El Idilio de Núñez de Arce me sabe mejor que todas las demás producciones del egregio valisoletano; y Bécquer, el infortunado enfermo del corazón, me parece, con su desmadejado aspecto de trovador antiguo y sus insolubles tristezas ante el paisaje de la vida, prosaica e ingrata, el más hermoso de los poetas españoles del siglo XIX, aunque Núñez de Arce, desde el Himalaya de su musa triunfal, haya dicho del pobre poeta que sus versos son suspirillos germánicos y vuelos de gallina. Me explico y siento perfectamente que Zola -ese gran corazón destrozado por la prosa humana- prefiera los versos de Alfred de Musset a los versos de Victor Hugo, por que el poeta de la Confesión de un hijo del Siglo hace el milagro, según dice él, de despertar la juventud del ilustre expatriado de la vida, y la juventud le habla desde la tumba llamándole cariñosamente...
Sugiéreme esta reminiscencia la lectura de una súplica melancólica y sincera que baja desde los hielos de Rusia, con arpegios de musa castellana, pidiendo la vida de Gabriela Bompard. Es un canto deleitoso y férvido a la par, entonado por una poetisa española que recuerda con envidia la bohardilla madrileña en que vivió, cuando ve, desde su casa de Moscow, el eterno encaje de la nieve bordando la ropa del árbol y obstruyendo el rumoroso curso del arroyo...
Y la gran embustera, como llamaría Charcot a Gabriela, ha logrado escapar con vida; pero no en alas de la musa castellana, ni tampoco a caballo en la escuela de Nancy, aunque sus manifestaciones basten a determinar lo que se llama el proteo morboso.
La Bompard -dice Salillas en El Liberal- «tiene la preocupación de su personalidad que la mueve a apetecer el escándalo. Le basta un indicio para formar una historia; no la detiene ni la contradicción, ni la inverosimilitud; miente con osadía, con ánimo; no admite controversia, ni censura; lo que le importa es que la mentira circule, tome cuerpo, perturbe, trastorne y haga daño. Él 'calumnia que algo queda', parece el pensamiento de un delincuente histérico. Son cosas averiguadas que hay naturalezas que producen crímenes y que no se puede pedir peras al olmo.»
Lo que no hubieran alcanzado todas las poesías acumuladas en el Parnaso, ni toda la ciencia encerrada en el cerebro de la escuela de Nancy, lo ha conseguido fácilmente la proverbial cortesía de los franceses.
La civilización no había salido aún a la plaza pública y se asesinaba en nombre de la libertad. La Convención francesa, manchada de odios, se entretenía en montar la guillotina en el fondo de un subterráneo, y mientras Luis XVI merendaba melocotones en la Asamblea, Marat afilaba el tajo. Aquel tajo inconsciente no respetó la debilidad de María Antonieta ni la hermosura de madame Dubarry. Pero en París -dígase lo que se quiera- se impone la cortesía; y la guillotina, con ser quien es, se ha dulcificado moral y materialmente. Ya no es un instrumento tosco y brutal en manos de hombres soeces y sanguinarios. Es un atributo de la ley, en poder de hombres cultos e inteligentes, pulimentado y embellecido en su forma, con un botón de rosa ocultando la media luna del tajo; -y el botón de rosa no ha querido abrirse para recibir la cabeza ensangrentada de una mujer.
Ha salvado a la Bompard la cortesía de la guillotina moderna: todo el París que descolgó de una bohardilla el cadáver de una infeliz mujer y lo acompañó triunfalmente el cementerio, porque era el de la viuda de Enrique Heine, del ruiseñor alemán que, según la frase de un escritor, hizo nido en la peluca de Voltaire.