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Igualdad/Capítulo I

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Igualdad
de Edward Bellamy
Capítulo I: Una aguda investigadora de análisis cruzado

Con muchas expresiones de compasión e interés, Edith escuchó el relato de mi sueño. Cuando, por último, puse punto final, ella se quedó meditando.

"¿En qué piensas?" dije.

"Estaba pensando," respondió, "cómo habría sido si tu sueño hubiese sido verdad."

"¡Verdad!" exclamé. "¿Cómo podría haber sido verdad?"

"Quiero decir", aseveró, "si todo hubiese sido un sueño, como supusiste que lo fue en tu pesadilla, y nunca hubieses visto realmente nuestra República de la Regla de Oro ni a mi, sino que solamente hubieses dormido una noche y soñado todo acerca de nosotros. Y supón que hubieses procedido tal y como lo hiciste en tu sueño, y hubieses ido arriba y abajo diciendole a la gente la terrible locura y maldad de su modo de vida y cómo había un modo más noble y feliz. Piensa cuánto bien podrías haber hecho, cuánto podrías haber ayudado a la gente en aquellos días en los que tanta ayuda necesitaban. Me parece que debes casi lamentar el haber regresado aquí."

"Tienes el aspecto de casi lamentarlo tú misma," dije, porque su expresión de tristeza parecía susceptible de esa interpretación.

"Oh, no," respondió, sonriendo. "Era sólo por ti. En cuanto a mi, tengo muy buenas razones para estar contenta de que hayas regresado."

"Lo mismo debería decir yo, de hecho. ¿Te has parado a pensar que si hubiese soñado todo ello, tú no habrías existido salvo como una ficción en la mente de un hombre que dormía hace cien años?"

"No había pensado en esa parte," dijo sonriendo y aún medio seria; "aún así, si yo pudiese haber sido más útil a la humanidad como una ficción que como una realidad, no me debería haber importado el--el inconveniente."

Pero le contesté que mucho me temía que ninguna oportunidad de ayudar a la humanidad en general me habría reconciliado con la vida en ningún lugar o bajo ninguna condición después de dejarla atrás en un sueño--una confesión de vergonzoso egoísmo que ella hizo el favor de pasar por alto sin especial reproche, en consideración, sin duda, a mi desafortunada educación.

"Además," volví a la carga, con la intención de defenderme un poco más, "no habría hecho ningún bien. Te acabo de decir cómo, en mi pesadilla de anoche, cuando trataba de contar a mis contemporáneos e incluso a mis mejores amigos el más noble modo en que las personas podían vivir unidas, me ridiculizaron como a un tonto y a un loco. Esto es exactamente lo que habrían hecho en realidad si el sueño hubiese sido cierto y me hubiese puesto a predicar como en el caso que supones."

"Quizá unos pocos podrían haber actuado al principio como lo hicieron en tu sueño," replicó. "Quizá no les habría gustado en un principio la idea de la igualdad económica, temiendo que ello podría suponer bajar su nivel, y no entendiendo que pronto supondría elevar el nivel de todos juntos a un plano de vida y felicidad, de bienestar material y dignidad moral, inmensamente más alto que el más afortunado que hubiesen disfrutado jamás. Pero incluso si los ricos en un principio te hubiesen confundido con un enemigo de su clase, los pobres, las grandes masas de los pobres, la nación auténtica, ellos seguramente habrían escuchado desde el primer momento, por sus vidas, porque para ellos tu relato habría significado buenas noticias motivo de enorme alegría."

"No me sorprende que pienses así," respondí, "pero, aunque todavía estoy aprendiendo el A B C de este nuevo mundo, conocía a mis contemporáneos y sé que no habría sido como imaginas. Los pobres no habrían escuchado mejor que los ricos, porque, aunque en mis tiempos los pobres y los ricos eran dispares en todo lo demás, estaban de acuerdo en creer que debía haber ricos y pobres, y que una situación de igualdad material era imposible. Se solía decir y a menudo parecía verdad, que el reformador social que tratase de mejorar la condición de la gente encontraría un obstáculo más desalentador en la falta de esperanza de las masas a las que quería enardecer, que en la activa resistencia de los pocos, cuya superioridad estaba amenazada. Y de hecho, Edith, para ser justos con mi propia clase, estoy obligado a decir que el mejor de los ricos a menudo tenía tanto esta misma falta de esperanza como el deliberado egoísmo que les hizo lo que solíamos llamar conservadores. Ya lo ves, no habría hecho ningún bien incluso si hubiese ido a predicar como imaginas. Los pobres habrían considerado mi charla sobre la posibilidad de una igualdad de riqueza como un cuento de hadas, cuya escucha no se merece el tiempo de un trabajador. De los ricos, el de la peor clase se habría burlado y el de la mejor clase habría suspirado, pero ninguno habría prestado oído seriamente."

Pero Edith sonrió con serenidad.

"Puede parecer un gran atrevimiento que yo trate de corregir las impresiones que tienes de tus propios contemporáneos y de lo que se podría esperar que pensasen o hiciesen, pero ya ves que las peculiares circunstancias me dan una ventaja bastante injusta. Tu conocimiento de tus tiempos termina cerca de 1887, cuando dejaste de ser consciente del curso de los acontecimientos. Yo, por otra parte, habiendo ido a la escuela en el siglo veinte, y habiendo sido obligada, muy en contra de mi voluntad, a estudiar la historia del siglo diecinueve, conozco naturalmente lo que ocurrió después de la fecha en que cesó tu conocimiento. Sé, aunque pueda parecerte imposible, que caíste en tu largo sueño muy poco antes de que el pueblo americano comenzase a estar profunda y ampliamente apasionado por aspiraciones a un orden igual al que disfrutamos, y que muy pronto se alzó el movimiento político que, tras varias mutaciones, resultó a principios del siglo veinte en el derrocamiento del antiguo sistema y el establecimiento del actual.

Esto fue de hecho una información interesante para mi, pero cuando empecé a preguntar más a Edith, ella suspiró y sacudió la cabeza.

"Habiendo intentado mostrar mi superior conocimiento, debo ahora confesar mi ignorancia. Todo lo que sé es el escueto hecho de que el movimiento revolucionario comenzó, como decía, muy poco después de que te durmieses. Mi padre debe contarte el resto. Yo podría perfectamente admitir y estoy a punto de hacerlo, porque lo averiguarás muy pronto, que no sé casi nada ni de la Revolución ni de los asuntos del siglo diecinueve en general. No tienes ni idea de lo afanosamente que he intentado ponerme al corriente sobre el tema para ser capaz de hablar inteligentemente contigo, pero me temo que no ha servido de nada. No pude entenderlo en la escuela y parece que no puedo entenderlo mucho mejor ahora. Más que nunca, esta mañana estoy segura de que nunca lo entenderé. Desde que me has estado contando cómo te parecía que era el viejo mundo en ese sueño, tu charla me ha traído aquellos días tan terriblemente cerca que casi puedo verlos, y aun así no puedo decir que parezcan ni una pizca más inteligibles que antes."

"Las cosas eran bastante malas y bastante negras ciertamente," dije; "pero no veo qué tenían de particularmente ininteligibles. ¿Cuál es la dificultad?"

"La principal dificultad viene de la completa falta de acuerdo entre las pretensiones de tus contemporáneos acerca de la manera en que su sociedad estaba organizada y los hechos reales como se cuentan en la historia."

"¿Por ejemplo?" interrogué.

"No supongo que sea de mucha utilidad tratar de explicar mi problema," dijo. "Pensarás únicamente que soy tonta por mis inquietudes, pero trataré de hacerte ver lo que quiero decir. Deberías ser capaz de clarificar el asunto, si hay alguien que puede hacerlo. Acabas de hablarme de las chocantes condiciones de desigualdad entre la gente, los contrastes de despilfarro y necesidad, de orgullo y poder de los ricos, de abyección y servidumbre de los pobres, y todo el resto del espantoso relato."

"Sí."

"Parece que esos contrastes eran casi tan grandes como en cualquier otro período previo de la historia."

"Es dudoso" repliqué, "si hubo alguna vez una mayor disparidad entre las condiciones de las diferentes clases que la que encontrarías en una media hora andando por Boston, Nueva York, Chicago, o cualquier otra gran ciudad de América en el último cuarto del siglo diecinueve."

"Y aun así," dijo Edith, "en todos los libros aparece que al mismo tiempo el mayor orgullo de los americanos era que se diferenciaban de todas las otras y anteriores naciones en que ellos eran libres e iguales. Uno se encuentra constantemente con esta frase en la literatura de aquellos días. Ahora bien, has dejado claro que ellos no eran ni libres ni iguales en el sentido habitual de la palabra, sino que estaban divididos como la humanidad había estado dividida anteriormente, en ricos y pobres, amos y sirvientes. ¿Podrías decirme entonces, por favor, qué querían decir cuando se llamaban a sí mismos libres e iguales?"

"Quería decirse, supongo, que eran todos iguales ante la ley."

"Eso significa en los juzgados. ¿Y eran los ricos y los pobres iguales en los juzgados? ¿Recibían el mismo tratamiento?"

"Estoy obligado a decir", repliqué, "que en ninguna otra parte eran más desiguales. La ley se aplicaba igual para todos en sus términos, pero no de hecho. Había más diferencia en la posición de los hombres ricos y de los pobres ante la ley que en cualquier otro aspecto. Los ricos estaban prácticamente por encima de la ley, los pobres bajo sus ruedas."

"En qué aspecto, entonces, eran iguales los ricos y los pobres?"

"Se decía que eran iguales en oportunidades."

"¿Oportunidades para qué?"

"Para mejorar, para hacerse ricos, para ponerse por delante de otros en la lucha por la riqueza."

"Me parece a mi que sólo significaba, si fuese verdad, no que todos eran iguales, sino que todos tenían la misma oportunidad de hacerse desiguales. ¿Pero era verdad que todos tenían iguales oportunidades para hacerse ricos y mejorar?"

"Puede haber sido así hasta cierto punto, en los tiempos en que el país era nuevo," repliqué, "pero ya no era así en mis días. El capital había monopolizado prácticamente todas las oportunidades económicas en aquél tiempo; no había entrada en las empresas de negocios para aquellos que no tuvieran un gran capital, excepto por alguna extraordinaria fortuna."

"Pero seguramente," dijo Edith, "¿debe de haber habido, para darle al menos una apariencia a todo este alardeo sobre la igualdad, algún aspecto en el que las personas fuesen iguales de verdad?"

"Sí, lo había. Eran políticamente iguales. Tenían todos un voto equivalente, y la mayoría era el supremo legislador."

"Eso dicen los libros, pero esto hace que las cosas sean más absolutamente incomprensibles de hecho."

"¿Por qué?"

"Vaya, porque si estas personas tenían todas una voz igual en el gobierno-- esas masas de pobres que trabajaban duro, que pasaban hambre, que pasaban frío, que estaban en la miseria-- ¿por qué no pusieron término enseguida a todas esas desigualdades que padecían?"

"Con toda probabilidad," añadió, ya que no repliqué inmediatamente, "al decir esto sólo estoy demostrando lo tonta que soy. Sin duda estoy pasando por alto algún hecho importante, pero ¿no decías que toda la gente, al menos todos los hombres, tenían una voz en el gobierno?"

"Ciertamente; en la última parte del siglo diecinueve el sufragio de los hombres se había hecho prácticamente universal en América."

"Es decir, la gente hacía las leyes a través de los agentes que elegían. ¿Es lo que quieres decir?"

"Ciertamente."

"Pero recuerdo que teníais Constituciones de la nación y de los Estados. Quizá ellas evitaban que la gente hiciese todo lo que deseaba."

"No; las Constituciones eran sólo un tipo de ley más fundamental. La mayoría las hacía y alteraba a voluntad. La gente era el único y supremo poder final, y su voluntad era absoluta."

"Si, entonces, a la mayoría no le gustase un acuerdo existente, o pensase que ello era para su conveniencia, ¿podían cambiarlo tan radicalmente como quisiesen?"

"Ciertamente; la mayoría popular podía hacer cualquier cosa si era lo suficientemente amplia y con la suficiente determinación."

"¿Y la mayoría, entiendo, eran los pobres, no los ricos--los únicos a los que les tocaba la parte mala de las desigualdades que prevalecían?.

"Así era, tajantemente; los ricos no eran sino un puñado, en comparación."

"Entonces no había nada de nada que evitase que la gente en cualquier momento, si simplemente lo quisiese, pusiese fin a sus sufrimientos y organizase un sistema como el nuestro que habría garantizado su igualdad y prosperidad?"

"Nada de nada."

"Entonces una vez más te pido que seas tan amable de decirme ¿por qué, en nombre del sentido común, no lo hicieron inmediatamente y fueron felices en vez de dar un espectáculo tan lamentable de sí mismos que incluso cien años después nos hace llorar?"

"Porque," repliqué, "les habían enseñado y creían que la regulación de la industria y el comercio y la producción y distribución de la riqueza era algo completamente fuera de la propia incumbencia del gobierno."

"Pero, Dios mío, Julian, la vida misma y todo lo que mientras tanto hace que la vida merezca la pena ser vivida, desde la satisfacción de las necesidades físicas más primarias hasta la gratificación de los gustos más refinados, todo lo que pertenece al desarrollo de la mente así como del cuerpo, depende en primer lugar, en último, y siempre, de la manera en la cual es regulada la producción y distribución de la riqueza. Seguramente que esto debe haber sido tan cierto en tus tiempos como en los nuestros."

"Por supuesto."

"Y aun así me dices, Julian, que la gente, después de haber abolido el dominio de los reyes y tomado el supremo poder de regular sus asuntos con sus propias manos, consintieron deliberadamente excluir de su jurisdicción el control de la clase más importante y de hecho la única clase importante de sus intereses."

"¿No dice eso la historia?"

"Así lo dice, y por eso precisamente nunca he podido entenderla. La cosa parecía tan incompresible que pensé que debía haber alguna manera de explicarlo. Pero dime, Julian, viendo la gente que no pensaban que ellos pudiesen confiarse a sí mismos la regulación de su propia industria y la distribución del producto, ¿a quién le dejaron la responsabilidad?"

"A los capitalistas."

"¿Y la gente elegía a los capitalistas?"

"Nadie los elegía."

"¿Por quién eran nombrados entonces?"

"Nadie los nombraba."

"¡Qué sistema tan singular! Bueno, si nadie los elegía ni los nombraba, aun así seguramente debieron haber rendido cuentas ante alguien por la manera en que ejercían su poder del cual dependía el bienestar y la mismísima existencia de todos."

"Al contrario, no rendían cuentas a nadie ni a nada, excepto a sus propias conciencias."

"¡Sus conciencias! ¡Ah, ya veo! Quieres decir que eran tan benevolentes, tan desinteresados, tan entregados al bien público, que la gente toleraba su usurpación debido a su gratitud. Hoy en día la gente no habría resistido el gobierno irresponsable ni siquiera de semidioses, pero probablemente era diferente en tus tiempos."

"Yo mismo, como ex-capitalista, debería estar encantado de confirmar tu conjetura, pero nada podría realmente estar más lejos de los hechos. En cuanto a cualquier interés benevolente en el manejo de la industria y el comercio, los capitalistas expresamente lo repudiaban. Su único objetivo era asegurar la mayor ganancia posible para sí mismos sin ninguna consideración de ningún tipo hacia el bienestar público."

"¡Dios mío! ¡Dios mío! O sea, sugieres que esos capitalistas han sido incluso peores que los reyes, porque los reyes al menos profesaban el gobierno para el bienestar de su pueblo, como los padres hacen por los hijos, y los buenos reyes así trataron de hacerlo. Pero los capitalistas, dices, ¿ni siquiera pretendieron sentir ninguna responsabilidad por el bienestar de sus subordinados?"

"Ninguna, de ningún tipo."

"Y, si entiendo bien, " prosiguió Edith, "este gobierno de los capitalistas carecía no sólo de sanción moral de ninguna clase o alegación de intenciones benevolentes, sino que era prácticamente un fracaso económico-- esto es, no aseguró la prosperidad de la gente."

"Lo que vi en mi sueño anoche," repliqué, "y he intentado decirte esta mañana, no da sino una muy ligera idea de la miseria del mundo bajo el dominio capitalista."

Edith meditó en silencio por unos momentos. Finalmente dijo: "Tus contemporáneos no eran locos ni tontos; seguramente hay algo que no me has dicho; debe de haber alguna explicación o al menos un tinte de excusa por la cual la gente no sólo abdicase del poder de controlar sus intereses más vitales e importantes, sino que se los entregase a una clase que ni siquiera fingía interés alguno en su bienestar, y cuyo gobierno fracasó por completo en garantizarlo."

"Oh, sí," dije, "había una explicación, y una que suena muy bien. Fue en nombre de la libertad individual, libertad industrial, e iniciativa individual, como el gobierno económico del país fue sometido a los capitalistas."

"¿Quieres decir que una forma de gobierno que parece haber sido la más irresponsable y despótica posible era defendida en nombre de la libertad?"

"Ciertamente; la libertad de iniciativa económica por el individuo."

"¿Pero no acabas de decirme que la iniciativa económica y la oportunidad de negocio estaba prácticamente monopolizada en tus tiempos por los propios capitalistas?"

"Ciertamente. Se admitía que en los negocios no había sitio para nadie excepto para los capitalistas, y rápidamente llegó a suceder que únicamente los más grandes de entre los propios capitalistas tenían poder de iniciativa."

"Y aun así dices que la razón dada para abondonar la industria al gobierno capitalista era la promoción de la libertad industrial e iniciativa individual entre la gente en general."

"Ciertamente. A la gente se le enseñaba que disfrutaría individualmente de mayor albedrío y libertad de acción en asuntos industriales bajo el dominio de los capitalitas que si la gente colectivamente dirigiese el sistema industrial para su propio beneficio; que los capitalistas, además, mirarían por el bienestar de la gente, más sabiamente y con más cariño que la propia gente podría hacerlo, así que la gente podría obtener más abundancia de la porción de lo producido que los capitalistas pudiesen estar dispuestos a darle, que lo que la misma gente posiblemente podría obtener si fuese su propio empleador y se repartiese el producto completo."

"Pero eso era pura mofa; era añadir el insulto a la injuria."

"Suena así, ¿verdad? Pero te aseguro que en mi época era considerado el género más sano de economía política. Aquellos que lo cuestionaban eran tachados de visionarios peligrosos."

"Pero supongo que el gobierno de la gente, el gobierno al que votaban, debió de haber hecho algo. Debió haber habido algunas cuestiones que los capitalistas dejasen para que el gobierno las atendiese."

"Oh, sí, de hecho. Tenía en sus manos mantener la paz entre la gente. Esa era la principal parte de los asuntos de los gobiernos políticos en mi época."

"¿Por qué la paz requería tan gran cantidad de cuidado? ¿Por qué no se mantenía sola, como lo hace ahora?"

"A cuenta de la desigualdad de las condiciones que prevalecía. La lucha por la riqueza y la desesperación de la necesidad, mantenían en un resplandor inextinguible un infierno de avaricia y envidia, miedo, lujuria, odio, venganza, y toda loca pasión del averno. Para mantener este frenesí general en algún comedimiento, para que el sistema social entero no se resolviese en una masacre general, se requería un ejército de soldados, policía, jueces y alcaides, y administrar leyes sin cesar para dirimir las disputas. Añade a estos elementos de discordia una horda de marginados degradados y desesperados, convertidos en enemigos de la sociedad por su sufrimiento y que era necesario mantener vigilados, y admitirás fácilmente que había tarea de sobra para el gobierno elegido por la gente."

"Por lo que veo," dijo Edith, "la ocupación principal del gobierno elegido por la gente era la lucha contra el caos social que resultaba del fracaso de la gente para tomar el control del sistema económico y regularlo en base a la justicia."

"Así es exactamente. No podías establecer todo el caso de un modo más adecuado si escribieses un libro."

"Más allá de proteger el sistema capitalista de sus propios efectos, ¿no hacía el gobierno político absolutamente nada?"

"Oh, sí, nombraba administradores de correos y empleados de aduanas, mantenía un ejército y una armada, y provocaba disputas con países extranjeros."

"Debería decir que el derecho de un ciudadano a tener voz en un gobierno limitado al rango de funciones que has mencionado apenas le habría parecido de mucho valor."

"Creo que el precio medio de los votos en comicios inminentes en la América de mis tiempos era de unos dos dólares."

"¡Dios mío, tanto!" dijo Edith. "No sé exactamente cuál era el valor de la moneda en tu época, pero diría que el precio era bastante desorbitado."

"Creo que tienes razón," respondí. "Yo solía acceder a hablar del valor inapreciable del derecho al sufragio, y a la denuncia de aquellos a quienes cualquier tensión derivada de la pobreza podía inducir a vender su voto por dinero, pero desde el punto de vista al que me has traído esta mañana estoy inclinado a pensar que los que vendían su voto tenían una más clara idea de la impostura del denominado gobierno popular, en tanto que limitado a la clase de funciones que te he descrito, que la que tenía cualquiera del resto de nosotros, y que si ellos estaban equivocados era, como sugieres, por pedir un precio demasiado alto."

"Pero ¿quién pagaba por los votos?"

"Eres una implacable investigadora de análisis cruzado," dije. "Las clases que tenían un interés en controlar el gobierno--esto es, los capitalistas y los aspirantes a cargos públicos-- hacían la compra. Los capitalistas adelantaban el dinero necesario para procurarse la elección de los aspirantes a cargos públicos con el compromiso de que cuando fuesen elegidos estos últimos deberían hacer lo que los capitalistas quisiesen. Pero no debería darte yo la impresión de que el grueso de los votos era comprado completamente. Eso habría sido una confesión demasiado manifiesta del engaño del gobierno popular y también demasiado caro. El dinero con el cual los capitalistas contribuían para procurarse la elección de los aspirantes a cargos públicos era gastado principalmente para influenciar a la gente por medios indirectos. Para este propósito se recaudaban sumas inmensas bajo el nombre de fondos de campaña y se utilizaban en innumerables estratagemas, tales como fuegos artificiales, oratoria, desfiles, bandas de músicos, barbacoas, y toda clase de ardides, cuyo objeto era galvanizar a la gente hasta un grado suficiente de interés en las elecciones como para ir a votar. Nadie que de hecho no haya sido testigo de unas elecciones del siglo diecinueve en América podría ni siquiera empezar a imaginar lo grotesco del espectáculo."

"Entonces, parece" dijo Edith, "que los capitalistas no sólo mantenían el gobierno económico como su especial incumbencia, sino que también prácticamente manejaban la maquinaria del gobierno político."

"Oh, sí, los capitalistas no podrían haber seguido adelante en absoluto sin el control del gobierno político. El Congreso, los poderes legislativos, y los ayuntamientos eran totalmente necesarios como instrumentos para completar sus esquemas. Además, para protegerse a sí mismos y a sus propiedades contra revueltas populares, era enormemente necesario que la policía, los tribunales y los soldados fuesen leales a sus intereses, y el Presidente, los Gobernadores y los alcaldes, estuviesen a su entera disposición."

"Pero yo pensaba que el Presidente, los Gobernadores, y los poderes legislativos representaban a la gente que votaba por ellos."

"¡Dios bendiga tu corazón! No, ¿por qué tendrían que hacerlo? Era a los capitalistas, y no a la gente, a quien ellos debían la oportunidad de tener un cargo público. La gente que votaba tenía pocas opciones para escoger a quién votar. La cuestión estaba determinada por las organizaciones de los partidos políticos, que eran mendigos de los capitalistas para obtener soporte monetario. A nadie que se opusiese a los intereses capitalistas se le daba la oportunidad, como candidato, de apelar a la gente. Para alguien que tuviese un cargo público, dar soporte a los intereses de la gente en contra de los intereses de los capitalistas habría sido un modo infalible de sacrificar su carrera. Debes recordar, si has entendido cuán absolutamente los capitalistas controlaban el Gobierno, que un Presidente, Gobernador, o alcalde, o miembro del concejo municipal, nacional o estatal, era sólo un servidor temporal de la gente o era dependiente de su favor. Su posición pública la mantenía sólo de elección en elección, y rara vez por mucho tiempo. Su permanente, vitalicio, y dominante interés, como el de todos nosotros, era su sustento, y eso dependía, no del aplauso de la gente, sino del favor y patrocinio del capital, y no podía permitirse ponerlo en peligro persiguiendo burbujas de popularidad. Estas circunstancias, incluso si no hubiese habido casos de soborno directo, explicarían suficientemente por qué nuestros políticos y cargos públicos, salvo pocas excepciones, eran vasallos e instrumentos de los capitalistas. Los abogados, quienes, a cuenta de las complejidades de nuestro sistema, eran casi la única clase competente para los asuntos públicos, eran especial y directamente dependientes del patrocinio de los grandes intereses capitalistas para su sustento."

"Pero ¿por qué no elegía la gente cargos y representantes de su propia clase, quienes habrían prestado atención a los intereses de las masas?"

"No había garantía de que hubieran sido más fiables. Su misma pobreza les habría hecho los más propensos a la tentación del dinero; y los pobres, debes recordar, aunque mucho más dignos de compasión, no estaban moralmente por encima de los ricos de ningún modo. Entonces, también--y esta era la razón más importante por la cual las masas del pueblo, que eran pobres, no enviaban hombres de su clase a representarlos-- por regla general, la pobreza implicaba ingnorancia, y por consiguiente inhabilitaba en la práctica, incluso cuando la intención fuese buena. Tan pronto como un pobre desarrollase inteligencia, tendría todas las tentaciones de desertar de su clase y buscar el patrocinio del capital."

Edith permaneció en silencio y pensativa durante unos instantes.

"De verdad," dijo, finalmente, "parece que la razón por la cual yo no podía entender el denominado sistema popular de gobierno de tu época es que estaba intentando averiguar qué parte tenía la gente en él, y parece que la gente no tenía parte en él en absoluto."

"Has procedido de un modo genial," exclamé. "Indudablemente la confusión de términos en nuestro sistema político está bastante calculada para desconcertarle a uno al principio, pero si captas con nitidez el punto esencial de que el dominio de los ricos, la supremacía del capital y sus intereses, en tanto que en contra de los de la gente en general, era el principio central de nuestro sistema, al cual se habían subordinado todos los demás intereses, tendrás la clave que aclara todos los misterios."