Igualdad/Prefacio
Mirando Atrás era un libro pequeño y no fui capaz de entrar en todo lo que deseaba decir sobre el asunto. Desde que fue publicado, lo que se quedó fuera de él ha demostrado ser tanto más importante que lo que contenía, que me he visto obligado a escribir otro libro. He tomado la fecha de Mirando Atrás, el año 2000, como la de Igualdad, y he utilizado el marco de referencia del anterior relato como punto de partida para este que ahora ofrezco. Para que aquellos que no hayan leído Mirando Atrás no estén en desventaja, se adjunta una reseña de los aspectos esenciales:
En el año 1887, Julian West era un joven rico que vivía en Boston. Se iba a casar pronto con una joven de familia adinerada llamada Edith Bartlett, y mientras tanto vivía solo con su sirviente Sawyer en la mansión familiar. Como padecía de insomnio, había hecho construir una cámara de piedra bajo los cimientos de la casa, que usaba como dormitorio. Cuando incluso el silencio y el aislamiento de su retiro no conseguían hacerle conciliar el sueño, a veces llamaba a un hipnotizador profesional que le inducía el sueño mediante hipnosis, del que Sawyer sabía cómo despertarle en un momento determinado. Este hábito, así como la existencia de la cámara subterránea, eran secretos conocidos únicamente por Sawyer y el hipnotizador que le prestaba sus servicios. En la noche del 30 de mayo de 1887, West mandó llamar a este último, quien le indujo el sueño como de costumbre. El hipnotizador había informado previamente a su cliente de que tenía intención de irse de la ciudad para siempre esa misma noche, y le dio referencias de otros profesionales. Esa noche, la casa de Julian West se incendió y quedó completamente destruída. Se encontraron unos restos que fueron identificados como los de Sawyer y, aunque no apareció vestigio de West, se asumió que ciertamente había perecido también.
Ciento trece años después, en septiembre de 2000, el Dr. Leete, un médico de Boston, jubilado, estaba llevando a cabo unas excavaciones en su jardín, para hacer los cimientos de un laboratorio privado, cuando los obreros se toparon con una masa de mampostería cubierta con cenizas y carbón vegetal. Al abrirla, una cripta, lujosamente acondicionada al estilo de un dormitorio del siglo diecinueve, fue hallada, y sobre la cama un cuerpo de un joven que parecía como si acabase de acostarse para dormir. Aunque árboles magníficos habían crecido por encima de la cripta, la inaudita conservación del cuerpo del joven tentó al Dr. Leete para tratar de devolverlo a la vida, y para su asombro, sus esfuerzos tuvieron éxito. El durmiente volvió a la vida, y, tras un breve tiempo, al completo vigor de la juventud que su apariencia había indicado. Su conmoción al saber lo que le había ocurrido fue tan grande como para haber puesto en peligro su cordura, de no haber sido por las habilidades médicas del Dr. Leete, y los no menos comprensivos servicios de los otros miembros de la familia, la esposa del doctor y Edith, su hermosa hija. Enseguida, sin embargo, el joven olvidó maravillarse de lo que le había sucedido ante su asombro al conocer las transformaciones sociales por las que había pasado el mundo mientras él yació dormido. Paso a paso, casi como a un niño, sus anfitriones le explicaron a él, que no había conocido otro modo de vivir excepto el de la lucha por la existencia, lo que eran los sencillos principios de la cooperación nacional para la promoción del bienestar general sobre los cuales se asentaba la nueva civilización. Se enteró de que ya no había nadie que fuese o pudiese ser más rico o más pobre que los demás, sino que todos eran económicamente iguales. Se enteró de que ya nadie trabajaba para otro, ni por coacción ni por contrato, sino que todos por igual estaban al servicio de la nación trabajando para el fondo común, que todos compartían por igual, y que incluso la atención personal necesaria, como la de un médico, era dada en lo que se refiere al estado como la de un cirujano militar. Todas estas maravillas, le explicaron, habían ocurrido con toda sencillez como resultado de reemplazar el capitalismo privado por el capitalismo público, y organizar la maquinaria de producción y distribución, como el gobierno político, como cuestiones de interés general que han de ser realizadas para el beneficio público en vez de para el lucro personal.
Pero, aunque hacía poco tiempo que el primer asombro del joven forastero ante las instituciones del nuevo mundo se había transformado en admiración entusiasta y estaba listo para admitir que la humanidad había aprendido por primera vez a vivir, pronto comenzó a quejarse por el destino que le había presentado ante el nuevo mundo únicamente para dejarle oprimido por un sentido de soledad sin esperanza, que todas las amabilidades de sus nuevos amigos no podían aliviar, sintiendo que, como debía ser, estaban dictadas únicamente por la compasión. Entonces fue cuando se enteró de que su experiencia había sido aún más maravillosa de lo que había supuesto. Edith Leete no era otra que la biznieta de Edith Bartlett, su prometida, quien, tras largo luto por su amor perdido, se había permitido al fin ser consolada. La narración de la trágica pérdida que había ensombrecido su juventud era una tradición familiar, y entre las reliquias familiares estaban las cartas de Julian West, junto con una fotografía que representaba un joven tan apuesto que Edith estaba ilógicamente inclinada a criticar a su bisabuela por haberse casado con otro. En cuanto al retrato del joven, ella lo conservaba sobre su tocador. Naturalmente, de esto resultó que la identidad del inquilino de la cámara subterránea había sido completamente conocida para sus rescatadores desde el momento del descubrimiento; pero Edith, por razones propias, había insistido en que él no debería saber quién era ella hasta que ella considerase adecuado decirselo. Cuando, en el momento oportuno, ella vio que era adecuado hacer tal cosa, no hubo más cuestión de soledad para el joven, ya que ¿cómo podría el destino haber indicado de un modo más inconfundible que dos personas estuviesen hechas la una para la otra?
Estando ahora su copa de felicidad a rebosar, tuvo una experiencia en la cual pareció que se la arrebataban de los labios. Mientras dormía en su cama en casa del Dr. Leete, se vio agobiado por una horrenda pesadilla. Le pareció que abría sus ojos para encontrarse en su cama de la cámara subterránea donde el hipnotizador le había dejado dormido. Sawyer estaba completando los pases usados para despertarle de la influencia hipnótica. Mandó que le trajesen el periódico de la mañana, y leyó la fecha 31 de mayo de 1887. Entonces supo que todo este asunto maravilloso del año 2000, su mundo de hermanos, feliz, libre de preocupaciones, y la chica tan hermosa que había conocido allí no eran sino fragmentos de un sueño. Con su mente en un torbellino, se fue por la ciudad. La frenética locura del sistema competitivo industrial, los contrastes inhumanos del lujo y el infortunio - orgullo y abyección - la sordidez sin límites, miseria y locura del entero esquema de las cosas, que sus ojos encontraban en cada esquina, ultrajaba su razón y enfermaba su corazón. Se sentía como un hombre sano encerrado en un manicomio por accidente. Tras vagar todo el día de este modo, se encontró a la caída de la tarde en compañía de sus antiguos camaradas, quienes se congregaban a su alrededor debido a su angustiada apariencia. Les contó su sueño y lo que éste le había enseñado acerca de las posibilidades de un sistema social más justo, noble y sabio. Razonó con ellos, mostrándoles lo fácil que sería, dejando a un lado la locura suicida de la competición, por medio de la cooperación fraternal, hacer el mundo actual tan bendito como el que él había soñado. Al principio se burlaron de él, pero, viendo que iba en serio, se enfadaron, y le acusaron de ser un tipo infame, un anarquista, un enemigo de la sociedad y lo echaron. Entonces fue cuando, en un llanto de agonía, despertó, esta vez despertando de verdad, no falsamente, y se encontró en su cama en la casa del Dr. Leete, con el sol matutino del siglo veinte brillando en sus ojos. Mirando por la ventana de su habitación, vio a Edith en el jardín, recolectando flores para la mesa del desayuno, y se apresuró a descender hasta donde ella se encontraba y relatarle su experiencia. En este punto, le dejaremos que continúe la narrativa por sí mismo.