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Igualdad/Capítulo XI

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Igualdad
de Edward Bellamy
Capítulo XI: La vida, base del derecho de propiedad

Entre las piezas del mobiliario de la cámara subterránea donde el Dr. Leete me había encontrado durmiendo, había una de las más fuertes cajas de hierro hábilmente cerrada que en mi época se usaban para el almacenamiento de dinero y objetos de valor. La ubicación de esta cámara a tanta profundidad bajo tierra, su sólida construcción de piedra y pesadas puertas, no sólo la había hecho impermeable al ruido sino igualmente a prueba de ladrones, y siendo su mera existencia, además, un secreto, había pensado que ningún lugar podría ser más seguro para guardar las evidencias de mi fortuna.

Edith había mostrado mucha curiosidad por la caja fuerte, éste era el nombre que le dábamos, y varias veces que habíamos visitando la cámara acorazada había expresado un vivo deseo de ver lo que había dentro. Yo había propuesto abrirla para ella, pero ella había sugerido que, como su padre y su madre estarían tan interesados en el proceso como ella, lo mejor sería posponer el trato hasta que todos estuviesen presentes.

Mientras estábamos sentados desayunando al día siguiente de las experiencias narradas en los capítulos previos, ella preguntó por qué aquella mañana no sería un buen momento para mostrar el interior de la caja fuerte, y todos estuvieron de acuerdo que no podría haber mejor momento.

"¿Qué hay en la caja fuerte?" preguntó la madre de Edith.

"Cuando la cerré por última vez en el año 1887," contesté, "había en ella certificados y evidencias de valor de varias clases que representaban aproximadamente un millón de dólares. Cuando la abramos esta mañana, encontraremos, gracias a la gran Revolución, una excelente colección de papel de desecho.-- Me pregunto, por cierto, doctor, ¿qué dirían sus jueces si les llevase esos certificados e hiciese una demanda formal para que me fuesen restituídas las posesiones que representan? Suponga que dijese: 'Sus señorías, estas propiedades fueron mías una vez y nunca me he separado voluntariamente de ellas. ¿Por qué no son mías ahora, y por qué no deberían serme devueltas?' Comprenderá usted, por supuesto, que no tengo ningún deseo de iniciar una revuelta contra el presente orden, el cual estoy muy dispuesto a admitir que es mucho mejor que los antiguos, pero tengo bastante curiosidad por saber sencillamente lo que los jueces responderían ante semejante demanda, supuesto que consintiesen en sopesarla seriamente. Supongo que se reirían de mi a carcajadas en el juzgado. Aun así, creo que podría debatir con alguna plausibilidad que, considerando que no estuve presente cuando la Revolución nos desposeyó a nosotros los capitalistas de nuestra fortuna, al menos tengo derecho a una cortés explicación de los fundamentos sobre los cuales ese supuesto estuvo justificado en aquella época. No quiero que me devuelvan mi millón, aunque fuese posible devolvermelo, pero como una cuestión de satisfacción racional me gustaría saber simplemente sobre qué alegación la comunidad se apropió de él y lo retiene."

"De veras Julian," dijo el doctor, "sería una excelente idea si hiciese usted exactamente lo que ha sugerido--esto es, abrir un procedimiento formal contra la nación para la restitución de su antigua propiedad. Despertaría el más vivo interés popular y estimularía una discusión sobre las bases éticas de nuestra igualdad económica que sería de gran valor educativo para la comunidad. Ya ve, el presente orden ha sido establecido hace tanto tiempo que a nadie se le ocurre, excepto a los historiadores, que alguna vez hubo otro. Sería algo bueno para las personas, que estimulasen sus mentes con el asunto y se les obligase a hacer alguna reflexión fundamental sobre los méritos de las diferencias entre el viejo y el nuevo orden y las razones que justifican el presente sistema. Enfrentándose al tribunal con esos certificados en su mano, crearía una excelente situación dramática. Sería el siglo diecinueve desafiando al veinte, la vieja civilización, demandando una explicación a la nueva. Los jueces, puede estar seguro, le tratarían con la mayor consideración. Inmediatamente admitirían sus derechos, bajo las peculiares circunstancias, para reabrir desde el principio la cuestión completa de la distribución de la riqueza y los derechos de propiedad, y estarían listos para discutirlo con el espíritu más abierto."

"No lo dudo," respondí, "pero ilustra, supongo, la falta de espíritu público altruista entre mis contemporáneos, el que no me sienta dispuesto a convertirme en un espectáculo ni siquiera por motivos educativos. Además, ¿qué necesidad hay? Usted puede decirme, tan bien como podrían los jueces, cuál sería la respuesta, y como lo que quiero es la respuesta y no la propiedad, bastará igualmente."

"Sin duda," dijo el doctor, "le podría dar las lineas generales del razonamiento que ellos seguirían."

"Muy bien. Supongamos, entonces, que está usted en el tribunal. ¿Sobre qué base se negaría a devolverme mi millón, porque supongo que se negaría?"

"Desde luego sería la misma base," respondió el doctor, "sobre la cual la nación procedió a nacionalizar la propiedad que ese mismo millón representaba en la época de la gran Revolución."

"Así lo supongo; ahí es adonde quiero llegar. ¿Cuál es esa base?"

"El tribunal diría que permitir a cualquier persona retirar o retener de la administración pública, de su uso común, cualquier porción de capital mayor que la porción asignada a todos por igual para el uso y consumo personal, incapacitaría a la sociedad para llevar a cabo su primer deber para con sus miembros."

"¿Cuál es ese primer deber de la sociedad para con sus miembros, con el cual se interferiría permitiendo que ciudadanos particulares se apropiasen de más que una igual proporción del capital del país?"

"El deber de salvaguardad el primero y más alto derecho de sus miembros--el derecho a la vida."

"¿Pero cómo se interfiere con el deber de la sociedad de salvaguardar las vidas de sus miembros cuando una persona tiene más capital que otra?"

"Sencillamente," respondió el doctor, "porque la gente tiene que comer para vivir, también tiene que vestirse y consumir una cantidad de cosas necesarias y deseables, la suma de las cuales constituye lo que llamamos riqueza o capital. Entonces, si el suministro de esas cosas fuese siempre ilimitado, como lo es el aire que necesitamos para respirar, no sería necesario procurar que cada uno tuviese su parte, pero siendo el suministro de riqueza, de hecho, limitado en cualquier momento, se sigue que si alguno tiene una parte desproporcionada, el resto no tendrá suficiente y puede ser dejado sin nada, como de hecho era el caso de millones de personas en todo el mundo hasta que la gran Revolución estableció la igualdad económica. Si, entonces, el primer derecho del ciudadano es la protección de la vida y el primer deber de la sociedad es proporcionar eso, el estado debe evidentemente procurar para ello que individuos particulares no se apropien de los medios de vida, sino que estén distribuídos de tal modo que cubran las necesidades de todos. Además, para asegurar los medios de vida para todos, no es meramente necesario que el estado vele por que la riqueza disponible para el consumo sea distribuida adecuadamente en todo momento; porque, aunque a todos podría en ese caso irles bien hoy, mañana todos podrían morirse de hambre, a no ser que, mientras tanto, sea producida nueva riqueza. El deber de la sociedad de garantizar la vida del ciudadano implica, por tanto, no meramente la igual distribución de la riqueza para el consumo, sino su empleo como capital para el mayor provecho posible para todos en la producción de más riqueza. En ambos sentidos, por tanto, verá usted inmediatamente que la sociedad fracasaría en su primer y mayor función en proporción si permitiese que de la pública administración del interés común los individuos retirasen riqueza más allá de la igual cuota, sea para consumo o empleo como capital."

"La ética moderna de la propiedad es asombrosamente simple para un representante del siglo diecinueve," observé. "¿Los jueces ni siquiera me preguntarían mediante qué derecho o título de propiedad reclamaba mi riqueza?"

"Por supuesto que no. Es imposible que usted o cualquier otro pudiera tener un derecho tan fuerte a las cosas materiales como el menor de sus conciudadanos tenía a su vida, o que pudiese hacer un alegato tan fuerte para usar el poder colectivo para hacer valer su derecho a las cosas que pudiese hacer que el poder colectivo debiera hacer valer su derecho a la vida contra su derecho a las cosas no importa el punto en el que ambas demandas pudiesen directa o indirectamente estar en conflicto. El efecto que la posesión desproporcionada de la riqueza de una comunidad por alguno de sus miembros tiene de restringir y amenazar la vida de los demás no es en ningún modo afectado por los medios mediante los cuales esa riqueza fue obtenida. Los medios pueden haber constituído, como en épocas pasadas a menudo lo hicieron por su iniquidad, un daño añadido, sin que importe su origen. Nuestra ética de la riqueza es de hecho, como dice usted, sumamente sencilla. Consiste meramente en la ley de supervivencia, defendida en nombre de todos contra la usurpación de cualquiera. Descansa sobre un principio que un niño puede entender tan bien como un filósofo, y que ningún filósofo nunca intentó refutar--a saber, el supremo derecho de todos a vivir, y consecuentemente a insistir en que la sociedad deberá estar organizada de tal modo que asegure ese derecho.

"Pero, después de todo," dijo el doctor, "¿qué hay en nuestra aplicación económica de este principio que necesariamente impresione a un hombre de su época con una sensación que no sea la de sorprenderse de que no se hiciese antes? Desde que existe lo que ustes solían llamar la civilización moderna, ha sido un principio suscrito por todos los gobiernos y pueblos que el primer y supremo deber del estado es proteger las vidas de los ciudadanos. Con el propósito de hacer esto ha existido la policía, los juzgados, el ejército, y la mayor parte de la maquinaria de los gobiernos. Usted ha ido tan lejos como para sostener que un estado que no salvaguarda las vidas de sus ciudadanos a cualquier precio y con el mayor esfuerzo de sus recursos pierde el derecho a toda reclamación de sus lealtades.

"Pero aunque ha manifestado este principio tan de manera general en palabras, ha ignorado completamente en la práctica una parte y la inmensamente mayor parte de su significado. Usted ha pasado completamente por alto y ha hecho caso omiso del peligro al cual la vida está expuesta por la vertiente económica--la vertiente del hambre, el frío y la sed. Ha seguido la teoría de que la vida solamente podría ponerse en peligro mediante mazo, cuchillo, bala, veneno o alguna otra forma de violencia física, como si el hambre, el frío y la sed--en una palabra, la necesidad económica--no fuese un enemigo mucho más constante y mortal para la existencia que todas las demás formas de violencia juntas. Usted ha pasado por alto el simple hecho de que cualquiera que por cualquier medio, no importa que sea indirecto o remoto, quitase o redujese los medios de subsistencia de alguien, atacaría la vida de ese alguien tan peligrosamente como podría hacerse con cuchillo o bala--más aún, de hecho, viendo que contra un ataque directo podría haber tenido una mejor oportunidad de defenderse. Usted no ha considerado que no hay protección policial, judicial, y militar, que pudiese evitar que alguien pereciese miserablemente si no tuviese suficiente para comer y vestir."

"Nosotros seguimos la teoría," dije, "de que no era correcto que el estado se inmiscuyese para hacer por el individuo o para aydarle a hacer lo que él no era capaz de hacer por sí mismo. Nosotros sostuvimos que la organización colectiva solamente debería se apelada cuando el poder del individuo fuese manifiestamente desigual para la tarea de autodefensa."

"No era una teoría tan mala si hubiesen estado a la altura de ella," dijo el doctor, "aunque es mucho más racional la teoría moderna de que cualquier cosa que pueda hacerse por acción colectiva mejor que por acción individual, debería acometerse de aquel modo, incluso si pudiese, de una manera más imperfecta, realizarse individualmente. Pero ¿no cree que bajo las condiciones económicas que prevalecían en América al final del siglo diecinueve, por no hablar de Europa, el hombre corriente armado con un buen revólver habría encontrado la tarea de protegerse a sí mismo y a su famila contra la violencia mucho más fácil que la de protegerlos contra la necesidad? ¿No eran las probabilidades en su contra mayores en ésta lucha que las que podían haber sido, si fuese un tolerablemente buen tirador, en aquella? ¿Por qué, entonces, conforme a su propia máxima, estaba la fuerza colectiva de la sociedad dedicada sin restricciones a salvaguardarlo contra la violencia, lo cual él podría haber hecho por sí mismo razonablemente bien, mientras que era abandonado en la lucha, sin esperanza y contra pronóstico, por los medios para llevar una existencia decente? ¿Qué hora, de qué dia de qué año, pasó jamás, en la cual el número de muertes, y la angustia física y moral resultante de la anarquía de la lucha económica y las probabilidades aplastantemente en contra de los pobres, no sobrepasasen cien veces en peso el recuento, correspondiente a esa misma hora, de muerte o sufrimiento resultantes de la violencia? La sociedad habría cumplido mucho mejor su reconocido deber de salvaguardar las vidas de sus miembros si, revocando toda ley criminal y despidiendo a todo juez y policía, hubiese dejado que los hombres se protegiesen a sí mismos como mejor pudiesen contra la violencia física, establenciendo al mismo tiempo en vez de la maquinaria de la justicia criminal un sistema de administración económica por medio del cual todos hubiesen estado garantizados contra la necesidad. Si, de hecho, hubiese sustituído el sistema criminal y judicial con esta organización económica colectiva, inmediatamente habría tenido tan poca necesidad de aquella como nosotros, porque muchos de los crímenes que les plagaban a ustedes eran directa o indirectamente consecuencia de sus condiciones económicas injustas, y habrían desaparecido con ellas.

"Pero disculpe mi vehemencia. Recuerde que estoy acusando a su civilización y no a usted. Lo que quería manifestar es que el principio de que el primer deber de la sociedad es salvaguardar las vidas de sus miembros era admitido tan plenamente por su mundo como por el nuestro, y que no dando a dicho principio una interpretación económica tanto como una policial, judicial, y militar, su mundo fue convicto de una inconsistencia tan manifiesta en la lógica como cruel en las consecuencias. Nosotros, por otro lado, asumiendo como nación la responsabilidad de salvaguardar las vidas de la gente en la vertiente económica, hemos meramente, por primera vez, llevado a cabo un principio tan antiguo como el estado civilizado."

"Eso está suficientemente claro," dije. "Cualquiera, por la mera enunciación del caso, estaría obligado por supuesto a admitir que el deber reconocido del estado a garantizar la vida del ciudadano contra la acción de sus semejantes no implica lógicamente una responsabilidad para protegerlo de influencias que ataquen las bases económicas de la vida tanto como de los asaltos directos por la fuerza. Los gobiernos más avanzados de mi época, mediante sus pobres leyes y sistemas, admitían vagamente esta responsabilidad, aunque la clase de provisión que hacían para los económicamente infortunados era tan exigua y acompañada de tales condiciones de ignominia que las personas normalmente preferirían morir que aceptarlas. Pero concediendo que la clase de reconocimiento que dábamos al derecho del ciudadano a que se le garantizase una subsistencia era una burla más brutal que lo habría sido su total denegación, y que una más amplia interpretación de su deber a este respecto era incumbencia del estado, aun así ¿cómo se sigue lógicamente que una sociedad está obligada a garantizar, o el ciudadano a demandar, una absoluta igualdad económica?"

"Es muy cierto, como usted dice," respondió el doctor, "que el deber de la sociedad de garantizar a cada miembro las bases económicas para su vida, pudiera de alguna forma no incluir el establecimiento de la igualdad económica. Justo así en su época pudiera el deber del estado de salvaguardar las vidas de los ciudadanos contra la violencia física no haber incluído alguna forma nominal si se hubiese dedicado a evitar por completo los asesinatos, mientras dejaba a la gente sufrir, por el libertinaje de todos, toda clase de violencia no directamente mortal; pero digame, Julian, ¿los gobernantes de su época hubieran estado complacidos con esta interpretación del límite de su deber de proteger a los ciudadanos contra la violencia, o los ciudadanos habrían estado complacidos con semejante limitación?"

"Por supuesto que no."

"Un gobierno que en su época," continuó el doctor, "hubiese limitado su cometido de proteger a los ciudadanos contra la violencia a meramente evitar asesinatos, no habría durando un sólo día. No habría gente tan salvaje como para haberlo tolerado. De hecho, no sólo todos los gobiernos se encargaron de proteger a los ciudadanos de los ataques contra sus vidas, sino de todas y cada una de las clases de ataque y ofensa, no importa lo insignificantes que fuesen. No sólo ninguna persona podía poner ni un dedo sobre otra con ira, sino que aunque únicamente menease su lengua contra ella maliciosamente era encadenado y llevado a prisión. La ley se encargó de proteger a las personas en su dignidad tanto como en su mera integridad corporal, reconociendo acertadamente que ser insultado o escupido es un agravio tan grande como cualquier ataque contra la vida misma.

"Entonces, encargándonos de asegurar al ciudadano su derecho a la vida en la vertiente económica, no hacemos sino seguir con esmero el precedente de ustedes de salvaguardarlo contra los ataques directos. Si no hiciésemos más que asegurar su base económica para evitar la muerte por efecto directo del hambre y el frío como sus pobres leyes pretendían hacer, seríamos como un Estado de su época que prohibiese categóricamente el asesinato pero permitiese todos los tipos de ataque que no llegaban a serlo. La angustia y la privación resultantes de la necesidad económica, que no llegaban a ser en realidad morirse de hambre, precisamente corresponden a los actos de menor violencia contra los cuales su Estado protegía a los ciudadanos con tanto cuidado como contra el asesinato. El derecho del ciudadano a tener su vida asegurada en la vertiente económica no puede por tanto ser satisfecho mediante ninguna provisión para la mera subsistencia, o mediante cualquier cosa menor que los medios para el más completo abastecimiento de toda necesidad que la nación pueda mediante la más ahorrativa administración de los recursos nacionales suministrar a todos.

"Es decir, extendiendo el reino de la ley y la justicia pública a la protección y seguridad de los intereses de las personas en la vertiente económica, hemos seguido meramente, como razonablemente estábamos obligados a seguir, su tan cacareada máxima de 'igualdad ante la ley'. Esa máxima significaba, en la medida en que la sociedad colectivamente se encargó de cualquier función gubernamental, que debe actuar absolutamente sin considerar qué persona, para igual beneficio de todos. A no ser, por tanto, que fuesemos a rechazar el principio de 'igualdad ante la ley', era imposible que la sociedad, habiendo asumido a su cargo la producción y distribución de la riqueza como una función colectiva, pudiese llevarla a cabo en base a cualquier otro principio que no fuese la igualdad."

"Si le complace al tribunal," dije, "me gustaría que se me permitiese en este punto terminar y retirar mi pleito para la restauración de mi antigua propiedad. En mi época solíamos aferrarnos a todo lo que teníamos y luchar por todo lo que podíamos conseguir, echándole valor, porque nuestros rivales eran tan egoístas como nosotros, y no eran representantes de un más alto derecho o mejor opinión. Pero este sistema social moderno con su administración pública de todo el capital para el bienestar general, cambia totalmente la situación. Coloca a quien pide más que su parte, a la altura de una persona que ataca el medio de vida y busca deteriorar el bienestar del resto de personas de la nación. Para disfrutar con tal actitud, alguien debe estar bastante más convencido de lo justo que es su derecho de lo que yo estuve jamás, incluso en los viejos tiempos."