Informe Conadep: 018

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CAPÍTULO I - LA ACCIÓN REPRESIVA


Tabicamiento en los C.C.D.[editar]

El secuestrado arribaba encapuchado -«tabicado» -, situación en la que permanecería durante toda su estadía en el lugar. Ello perseguía hacerle perder la noción de espacio, con lo que se lo privaba no solamente del mundo exterior al «Pozo» sino también de toda externidad inmediata, más allá de su propio cuerpo.

La víctima podía ser agredida en cualquier momento sin posibilidad alguna de defenderse. Debía aprender un nuevo código de señales, ruidos y olores para adivinar si estaba en peligro o si la situación se distendía. Esa fue una de las cargas más pesadas que debieron sobrellevar, según los coincidentes testimonios recibidos. «La tortura psicológica de la "capucha" es tanto o más terrible que la física, aunque sean dos cosas que no se pueden comparar ya que una procura llegar a los umbrales del dolor. La capucha procura la desesperación, la angustia y la locura.

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En "capucha" tomo plena conciencia de que el contacto con el mundo exterior no existe. Nada te protege, la soledad es total. Esa sensación de desprotección, aislamiento y miedo es muy difícil de describir. El solo hecho de no poder ver va socavando la moral, disminuyendo la resistencia.

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... la "capucha" se me hacía insoportable, tanto es así que un miércoles de traslado pido a gritos que se me traslade: "A mí.., a mí..., 571" (la capucha había logrado su objetivo, ya no era Lisandro Raúl Cubas, era un número)» . Testimonio de Cubas, Lisandro Raúl (Legajo N° 6974).

El "traslado" era considerado sinónimo de exterminio.

No menos alucinante es el recuerdo de Liliana Callizo, quien, en la página 8 de su Legajo N° 4413, expresa: «Es muy difícil contar el terror de los minutos, horas, días, meses, años, vividos ahí...

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En el primer tiempo el secuestrado no tiene idea del lugar que lo rodea. Unos lo habíamos imaginado redondo; otros como una especie de estadio de fútbol, con la guardia girando sobre las cabezas.

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No sabíamos en qué sentido estaban nuestros cuerpos, de qué lado estaba la cabeza y hacia dónde los pies. Recuerdo haberme aferrado a la colchoneta con todas mis fuerzas, para no caerme, a pesar de que sabía que estaba en el suelo.

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Sentíamos ruidos, pisadas, ruidos de armas, y cuando abrían la reja nos preparábamos para el fusilamiento. Las botas militares giraban y giraban alrededor nuestro».

La reconstrucción de los C. C.D. se logró sobre la base de cientos de testimonios aportados por liberados que estuvieron durante un tiempo más o menos prolongado en la condición de detenidos-desaparecidos.

La asombrosa similitud entre los planos que bosquejaron los denunciantes en sus legajos y los que resultaron en definitiva del posterior elevamiento del lugar a cargo de los arquitectos y equipos técnicos que intervinieron en las inspecciones y reconocimientos efectuados por la Comisión, se explica por el necesario proceso de agudización de los otros sentidos y por todo un sistema de ritmos que la memoria almacenó minuciosamente, a partir de su «aferramiento» a la realidad y a la vida. En esos «ritmos» eran esenciales los cambios de guardias, los pasos de aviones o de trenes, las horas habituales de tortura.

En cuanto al espacio, fue determinante la memoria «corporal”: cuántos escalones debían subirse o bajarse para ir a la sala de tortura; a los cuántos pasos se debía doblar para ir al baño; qué traqueteo giro o velocidad producía el vehículo en el cual los transportaban al entrar o salir del C.C.D., etc.

Los secuestradores, que conocían esas técnicas, en algunos casos consiguieron perturbar y aun confundir totalmente los recuerdos con diversos «trucos”. Algunas veces, con el vehículo, daban vueltas inútiles para llegar, practicadas para confundir. La técnica de llevar a los prisioneros al baño encapuchados, en fila india y en medio de una golpiza permanente, dificultaba muchísimo el reconocimiento del sitio. Otro tanto sucedía con la alteración permanente de los ritmos de sueño.

No obstante, muchos de aquellos detenidos- desaparecidos consiguieron armar el rompecabezas. En algunos casos a partir de ruidos comunes como el goteo de un tanque de agua, la limpieza de un pozo negro, el murmullo de gente comiendo, el canto de pájaros o el golpe de barcazas contra el muelle.

En muchos de los reconocimientos realizados por la CONADEP en los C.C.D., los testigos se colocaron un pañuelo o una venda, o simplemente cerraron fuertemente los ojos para revivir ese tiempo de terror y efectuar correctamente los recorridos del dolor.

El «tabicamiento» solía producir lesiones oculares, dice Enrique Núñez (Legajo N° 4846): «...Me colocaron una venda sucia, sumamente apretada, que me hundía la vista y me privaba de circulación. Me dañó seriamente la visión, quedándome ciego durante más de treinta días después de que fui liberado del Centro de Guerrero, Jujuy...»

Las lesiones físicas más comunes que provocó esta tortura fue la conjuntivitis. Otra, menos habitual, era el agusanamiento de las conjuntivas. «En Campo de Mayo, donde fui llevado el 28 de abril de 1977 - dice el testimoniante del Legajo N° 2819 -, el tratamiento consistía en mantener al prisionero todo el tiempo de su permanencia encapuchado, sentado y sin hablar ni moverse, alojado en grandes pabellones que habían funcionado antes como caballerizas. Tal vez esta frase no sirva para graficar lo que eso significaba en realidad, porque se puede llegar a imaginar que cuando digo "todo el tiempo sentado y encapuchado", esto es una forma de decir. Pero no es así, a los prisioneros se nos obligaba a permanecer sentados sin respaldo en el suelo, es decir, sin apoyarse en la pared, desde que nos levantábamos, a las 6 de la mañana, hasta que nos acostábamos, a las 20. Pasábamos en esa posición 14 horas por día. Y cuando digo "sin hablar y sin moverse" significa exactamente eso. No podíamos pronunciar palabra alguna y ni siquiera girar la cabeza. En una oportunidad, un compañero dejó de figurar en la lista de los interrogadores, y quedó olvidado. Así pasaron seis meses, y sólo se dieron cuenta porque a uno de los custodios le pareció raro que no lo llamaran para nada y siempre estuviera en la misma situación, sin ser "trasladado". Lo comunicó a los interrogadores, y éstos decidieron "trasladarlo" esa semana, porque ya no poseía interés para ellos. Este compañero estuvo sentado, encapuchado, sin hablar y sin moverse durante seis meses, esperando la muerte. Así permanecían, sujetos a una cadena por un candado, la cual podía ser individual o colectiva. La individual era una especie de grillete colocado en los pies, y la colectiva consistía en una sola cadena, de unos 30 metros, lo suficientemente larga para que pudiera ser filada por las puntas en las paredes anterior y posterior del pabellón. Cada metro y medio, según las necesidades, se encadenaba un prisionero, quedando de este modo todos ligados entre sí. Este sistema era permanente».

Es también ejemplificador el testimonio de Enrique Cortelletti (Legajo N° 3523), que permaneció en la ESMA, luego de ser secuestrado el 22 de noviembre de 1976: «Me colocaron una especie de grillete en los tobillos, y durante todo el tiempo estuve esposado. Cuando me llevaron al segundo piso, luego de un tiempo de pasar por la "máquina", pude percibir que allí había mucha gente. Me colocaron entre dos tabiques no muy altos. Allí había una especie de colchoneta sobre la que fui acostado. A causa de estar engrillado, se me infectó el pie derecho, por lo que me cambiaron el grillete por otro, atado al pie izquierdo y unido por el otro extremo a una bala de cañón...».