Insolación: 07
Capítulo VII
Salimos de la barraca y bajamos del cerro a la alameda, siempre empujados y azotados por la ola del gentío, cuyas aguas eran más densas según iba acercándose la noche. Llegó un momento en que nos encontramos presos en remolino tal, que Pacheco me apretó fuertemente el brazo y tiró de mí para sacarme a flote. Me latían las sienes, se me encogía el corazón y se me nublaban los ojos: no sabía lo que me pasaba: un sudor frío bañaba mi frente. Forcejeábamos deseando romper por entre el grupo, cuando nos paró en firme una cosa tremenda que se apareció allí, enteramente a nuestro lado: un par de navajas desnudas, de esas lenguas de vaca con su letrero de Si esta bíbora te pica no hay remedio en la botica, volando por los aires en busca de las tripas de algún prójimo. También relucían machetes de soldados, y se enarbolaban garrotes, y se oían palabras soeces, blasfemias de las más horribles... Me arrimé despavorida al gaditano, el cual me dijo a media voz:
-Por aquí... No pase usted cuidado... Vengo prevenido.
Le vi meter la mano en el bolsillo derecho del chaleco y asomar en él la culata de un revólver: vista que redobló mi susto y mis esfuerzos para desviarme. No nos fue difícil, porque todo el mundo se arremolinaba en sentido contrario, hacia el lugar de la pendencia. Pronto retrocedimos hasta la alameda, sitio relativamente despejado. Allí y todo, continuaban mis ilusiones marítimas dándome guerra. Los carruajes, los carros de violín, los ómnibus, las galeras, cuanto vehículo estaba en espera de sus dueños, me parecían a mí embarcaciones fondeadas en alguna bahía o varadas en la playa, paquetes de vapor con sus ruedas, quechemarines con su arboladura. Hasta olor a carbón de piedra y a brea notaba yo. Que sí, que me había dado por la náutica.
-¿Vámonos a la orilla... allí, donde haya silencio? -supliqué a Pacheco-. ¿Donde corra fresquito y no se vea un alma? Porque la gente me mar...
Un resto de cautela me contuvo a tiempo, y rectifiqué:
-Me fatiga.
-¿Sin gente? Dificilillo va a ser hoy... Mire usted. -Y Pacheco señaló extendiendo la mano.
Por la praderita verde; por las alturas peladas del cerro; por cuanta extensión de tierra registrábamos desde allí, bullía el mismo hormiguero de personas, igual confusión de colorines, balanceo de columpios, girar de tiovivos y corros de baile.
-Hacia allá -indiqué-, parece que hay un espacio libre...
Para llegar a donde yo indicaba, era preciso saltar un vallado, bastante alto por más señas. Pacheco lo salvó y desde el lado opuesto me tendió los brazos. ¡Cosa más particular! Pegué el brinco con agilidad sorprendente. Ni notaba el peso de mi cuerpo; se había derogado para mí la ley de gravedad: creo que podría hacer volatines. Eso sí, la firmeza no estaba en proporción con la agilidad, porque si me empujan con un dedo, me caigo y boto como una pelota.
Atravesamos un barbecho, que fue una serie de saltos de surco a surco, y por senderos realmente solitarios fuimos a parar a la puerta de una casaca que se bañaba los pies en el Manzanares. ¡Ay, qué descanso! Verse uno allí casi solo, sin oír apenas el estrépito de la romería, con un fresquito delicioso venido de la superficie del agua, y con la media obscuridad o al menos la luz tibia del sol que iba poniéndose... ¡Alabado sea Dios! Allá queda el tempestuoso Océano con sus olas bramadoras, sus espumarajos y sus arrecifes, y héteme al borde de una pacífica ensenada, donde el agua sólo tiene un rizado de onditas muy mansas que vienen a morir en la arena sin meterse con nadie...
¡Dale con el mar! ¡Mire usted que es fuerte cosa! ¿Si continuará aquello? ¿Si...?
A la puerta de la casaca asomó una mujer pobremente vestida y dos chiquillos harapientos, que muy obsequiosos me sacaron una silla. Sentose Pacheco a mi lado sobre unos troncos. Noté bienestar inexplicable y me puse a mirar cómo se acostaba el sol, todo ardoroso y sofocado, destellando sus últimos resplandores en el Manzanares. Es decir, en el Manzanares no: aquello se parecía extraordinariamente a la bahía viguesa. La casa también se había vuelto una lancha muy airosa que se mecía con movimiento insensible; Pacheco, sentado en la popa, oprimía contra el pecho la caña del timón, y yo, muellemente reclinada a su lado, apoyaba un codo en su rodilla, recostaba la cabeza en su hombro, cerraba los ojos para mejor gozar del soplo de la brisa marina que me abanicaba el semblante... ¡Ay madre mía, qué bien se va así!... De aquí al cielo...
Abrí los párpados... ¡Jesús, qué atrocidad! Estaba en la misma postura que he descrito, y Pacheco me sostenía en silencio y con exquisito cuidado, como a una criatura enferma, mientras me hacía aire, muy despacio, con mi propio pericón...
No tuve tiempo a reflexionar en situación tan rara. No me lo permitió el afán, la fatiga inexplicable que me entró de súbito. Era como si me tirasen del estómago y de las entrañas hacia fuera con un garfio para arrancármelas por la boca. Llevé las manos a la garganta y al pecho, y gemí:
-¡A tierra, a tierra! ¡Que se pare el vapor... me mareo, me mareo! ¡Que me muero!... ¡Por la Virgen, a tierra!
Cesé de ver la bahía, el mar verde y espumoso, las crespas olitas; cesé de sentir el soplo del nordeste y el olor del alquitrán... Percibí, como entre sueños, que me levantaban en vilo y me trasladaban... ¿Estaríamos desembarcando? Entreoí frases que para mí entonces carecían de sentido. «-Probetica, sa puesto mala. -Por aquí, señorito... -Sí que hay cama y lo que se necesite... -Mandar...». Sin duda ya me habían depositado en tierra firme, pues noté un consuelo grandísimo y luego una sensación inexplicable de desahogo, como si alguna manaza gigantesca rompiese un aro de hierro que me estaba comprimiendo las costillas y dificultando la respiración. Di un suspiro y abrí los ojos...
Fue un intervalo lúcido, de esos que se tienen aún en medio del síncope o del acceso de locura, y en que comprendí claramente todo cuanto me sucedía. No había mar, ni barco, ni tales carneros, sino turca de padre y muy señor mío; la tierra firme era el camastro de la tabernera, el aro de hierro el corsé que acababan de aflojarme; y no me quedé muerta de sonrojo allí mismo, porque no vi en el cuarto a Pacheco. Sólo la mujer, morena y alta, muy afable, se deshacía en cuidados, me ofrecía toda clase de socorros...
-No, gracias... Silencio y estar a obscuras... Es lo único... Bien, sí, llamaré si ocurre. Ya, ya me siento mejor... Silencio y dormir; no necesito más.
La mujer entornó el ventanuco por donde entraba en el chiribitil la luz del sol poniente y se marchó en puntillas. Me quedé sola: me dominaba una modorra invencible: no podía mover brazo ni pierna; sin embargo, la cabeza y el corazón se me iban sosegando por efecto de la penumbra y la soledad. Cierto que andaba otra vez a vueltas con la manía náutica, pues pensaba para mis adentros: -¡Qué bien me encuentro así..., en este camarote..., en esta litera..., y qué serena debe de estar la mar!... ¡Ni chispa de balance! ¡El barco no se mueve!
Yo había oído asegurar muchas veces que si tenemos los ojos cerrados y alguna persona se pone a mirarnos fijamente, una fuerza inexplicable nos obliga a abrirlos. Digo que es verdad y lo digo por experiencia. En medio de mi sopor empecé a sentir cierta comezón de alzar los párpados, y una inquietud especial, que me indicaba la presencia de alguien en el tugurio... Entreabrí los ojos y con gran sorpresa vi el agua del mar, pero no la verde y plomiza del Cantábrico, sino la del Mediterráneo, azul y tranquila... Las pupilas de Pacheco, como ustedes se habrán imaginado. Estaba de pie, y cuando clavé en él la mirada, se inclinó y me arregló delicadamente la falda del vestido para que me cubriese los pies.
-¿Cómo vamos? ¿Hay ánimos para levantarse? -murmuró: es decir, sería algo por el estilo, pues no me atrevo a jurar que dijese esto. Lo que afirmo es que le tendí las dos manos, con un cariñazo repentino y descomunal, porque se me había puesto en el moño que me encontraba allí abandonadita en medio de un golfo profundo y que iba a ahogarme si no acierta a venir en mi auxilio Pacheco. Él tomó las manos que yo ofrecía; las apretó muy afectuoso; me tentó los pulsos y apoyó su derecha en mis sienes y frente. ¡Cuánto bien me hacía aquella presioncita cuidadosa y firme! Como si me volviese a encajar los goznes del cerebro en su verdadero sitio, dándoles aceite para que girasen mejor. Le estreché la mano izquierda... ¡Qué pegajoso, qué majadero se vuelve uno en estas situaciones... anormales! Yo me estaba muriendo por mimos, igual que una niña pequeña... ¡Quería que me tuviesen lástima!... Es sabido que a mucha gente le dan las turcas por el lado tierno. Ganas me venían de echarme a llorar, por el gusto de que me consolasen.
Había a la cabecera de la cama una mugrienta silla de Vitoria, y el gaditano tomó asiento en ella acercando su cara a la dura almohada donde reclinaba la mía. No sé qué me fue diciendo por lo bajo: sí que eran cositas muy dulces y zalameras, y que yo seguía estrujándole la mano izquierda con fuerza convulsiva, sonriendo y entornando los párpados, porque me parecía que de nuevo bogábamos en el esquife, y las olas hacían un ¡clap! ¡clap! armonioso contra el costado. Sentí en la mejilla un soplo caliente, y luego un contacto parecido al revoloteo de una mariposa. Sonaron pasos fuertes, abrí los ojos, y vi a la mujer alta y morena, figonera, tabernera o lo que fuese.
-¿Le traigo una tacita de té, señorita? Lo tengo mu bueno, no se piensen ustés que no... Se le pué echar unas gotas de ron, si les parece...
-¡No, ron no! -articulé muy quejumbrosa, como si pidiese que no me mataran.
-¡Sin ron... y calentito! -mandó Pacheco.
La mujer salió. Cerré otra vez los ojos. Me zumbaban los sesos: ni que tuviese en ellos un enjambre de abejas. Pacheco seguía apretándome las sienes, lo cual me aliviaba mucho. También noté que me esponjaba la almohada, que me alisaba el pelo. Todo de una manera tan insensible, como si una brisa marina muy mansa me jugase con los rizos. Volvieron a oírse los pasos y el duro taconeo.
-El té, señorito... ¿Se lo quié usté dar o se lo doy yo?
-Venga -exclamó el meridional.
Le sentí revolver con la cucharilla y que me la introducía entre los labios. Al primer sorbo me fatigó el esfuerzo y dije que no con la cabeza; al segundo me incorporé de golpe, tropecé con la taza, y ¡zas!, el contenido se derramó por el chaleco y pantalón de mi enfermero. El cual, con la insolencia más grande que cabe en persona humana, me preguntó:
-¿No lo quieres ya? ¿O te pido otra tacita?
Y yo... ¡Dios de bondad! ¡De esto sí que estoy segura!, le contesté empleando el mismo tuteo y muy mansa y babosa:
-No, no pidas más... Se hace noche... Hay que salir de aquí... Veremos si puedo levantarme. ¡Qué mareo, Señor, qué mareo!
Tendí los brazos confiadamente: el malvado me recibió en los suyos, y agarrada a su cuello, probé a saltar del camastro. Con el mayor recato y comedimiento, Pacheco me ayudó a abrocharme, me estiró las guarniciones de mi saya de surá, me presentó el imperdible, el sombrero, el velito, el agujón, el abanico y los guantes. No se veía casi nada, y yo lo atribuía a la mezquindad del cuchitril; pero así que, sostenida por Pacheco y andando muy despacio, salí a la puerta del figón, pude convencerme de que la noche había cerrado del todo. Allá a lo lejos, detrás del muro que cercaba el campo, hormigueaba confusamente la romería, salpicada de lucecillas bailadoras, innumerables...
La calma de la noche y el aire exterior me produjeron el efecto de una ducha de agua fría. Sentí que la cabeza se me despejaba y que así como se va la espuma por el cuello de la botella de Champagne, se escapaban de mi mollera en burbujas el sol abrasador y los espíritus alcohólicos del endiablado vino compuesto. Eso sí: en lugar de meollo me parecía que me quedaba un sitio hueco, vacío, barrido con escoba... Encontrábame aniquilada, en el más completo idiotismo.
Pacheco me guiaba, sin decir oste ni moste. Derechos como una flecha fuimos adonde mi coche aguardaba ya. Sus dos faroles lucían a la entrada de la alameda, en el mismo sitio en que por la mañana le mandáramos esperar. Entré y me dejé caer en el asiento medio exánime. Pacheco me siguió; dio una orden, y la berlina empezó a rodar poco a poco.
¡Ay Dios de mi vida! ¿Quién soñó que se habían acabado ya los barcos, el oleaje, mis fantasías marítimas todas? ¡Pues si ahora es cuando navegábamos de veras, encerrados en el camarote de un trasatlántico, y a cada tres segundos cuchareaba el buque o cabeceaba bajando a los abismos del mar y arrastrándome consigo! La voz de Pacheco no era tal voz, sino el ruido del viento en las jarcias... ¡Nada, nada, que hoy naufrago!
-¿Vas disgustá conmigo? -gemía a mi oído el sudoeste-. No vayas. Mira, bien callé y bien prudente fui... Hasta que me apretaste la mano... Perdón, sielo, me da una pena verte afligía... Es una rareza en mí, pero estoy así como aturdido de pensar si te enfadarás por lo que te dije... Pobrecita, no sabes lo guapa que estabas mareá... Los ojos tuyos echaban lumbre... ¡Vaya unos ojos que tienes tú! Anda... descansa así, en el hombro mío. Duerme, niñita, duerme...
Tal vez equivoque yo las palabras, porque resultaban un murmullo y no más... Lo que sí recuerdo con absoluta exactitud es esta frase, que sin duda cayó en el intervalo de una ola a otra:
-¿Sabes qué decían en aquel figón? Pues que debíamos de ser recién casados..., «porque él la trata con mucho cariño y no sabe qué hacer para cuidarla».
Y puedo jurar que no me acuerdo de ninguna cosa más; de ninguna. Sí..., pero muy vagamente: que el coche se detuvo a mi puerta, y que por las escaleras me ayudó a subir Pacheco, y que desfallecida y atónita como me encontraba, le rogué que no entrase, sin duda obedeciendo a un instinto de precaución. No sé lo que me dijo al despedirse; sé que la despedida fue rápida y sosa. A la Diabla, que al abrir me incrustó en la cara su curioso mirar, le expliqué tartamudeando que me había hecho daño el sol, que deseaba acostarme. Claro que se habrá comido la partida... Sí, que se mama ella el dedo... ¡Buenas cosas pensará a estas horas de mí!
Me precipité a mi cuarto, me eché en la cama, me puse de cara a la pared, y aunque al pronto volví a amodorrarme, hacia las tres de la madrugada empezó la función y se renovó mi padecimiento. No quise llamar a Ángela... ¡Para que se escamase tres veces más! ¡Ay qué noche... noche de perros! ¡Qué bascas, qué calentura, qué pesadillas, qué aturdimiento, qué jaqueca al despertar!
Y sobre todo, ¡qué compromiso, qué lance, qué parchazo! ¡Qué lío tan espantoso!... ¡Qué resbalón! (ya es preciso convenir en ello).