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Insolación: 09

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Insolación
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo IX

Capítulo IX

Así, punto más, punto menos, hubiera redactado su declaración la dama, si confiase al papel lo que le bullía en el magín. No afirmamos que, aun dialogando con su conciencia propia, fuese la marquesa viuda de Andrade perfectamente sincera, y no omitiese algún detalle, que agravara su tanto de culpa en el terreno de la imprevisión, la ligereza o la coquetería. Todo es posible y no conviene salir fiador de nadie en este género de confesiones, que nunca se hacen sin pelos en la lengua y restricciones en la mente.

Sin embargo, no puede negarse que la señora había referido con bastante franqueza el terrible episodio, tanto más terrible para ella, cuanto que hasta dar este mal paso, caminara con pie firme y alegre espíritu por la senda de la honestidad. Mérito suyo, más que fruto de la educación paterna, no muy rígida, ni excesivamente vigilante. A Asís se le habían cumplido cuantos caprichos puede tener en un pueblo como Vigo una niña rica, huérfana de madre, y única. A los veinte años de edad, asistiendo a todos los bailes del Casino, a todos los paseos en la Alameda, a todas las verbenas y romerías de Cristos y Pastoras, visitando todos los buques de todas las escuadras que fondeaban en el puerto, Asís no había hecho cosa esencialmente mala, pues no hay severidad que baste a condenar de un modo rigoroso el carteo con un teniente de navío, a quien veía de higos a brevas -cuando la Villa de Bilbao andaba en aquellas aguas-. Por entonces le entró al papá de Asís, acaudalado negociante, la ventolera de las contratas acompañada naturalmente de la necesidad de meterse en política: tuvo distrito, y contrata va y legislatura viene, comenzó a llevarse a su hija a Madrid todos los inviernos, a dar una vueltecita -la frase sacramental-. Hospedábanse en casa de un primo de la difunta mamá de Asís, el marqués de Andrade, consejero de Estado, porque Asís era fruto de una de esas alianzas entre blasones y talegas que en Galicia y en todas partes se ven tan a menudo, sin que tuerza el gesto ningún venerable retrato de familia, ni ningún abuelo se estremezca en su tumba. El consejero de Estado se encontraba viudo y sin descendencia; conservaba un cerquillo de pelo alrededor de una lucia calva; poseía buenos modales, carácter ameno (en la Corte no existen viejos avinagrados) y la suficiente mundología para saber cómo ha de insinuarse un cincuentón con una muchacha. Asís empezó por enseñarle a su tío, bromeando, las cartas del marino, y acabó por escribir a este una significándole que sus relaciones «quedaban cortadas para siempre». Y así fue, y la esbelta sombra con gorrilla blanca y levita azul y anclas de oro, no se apareció jamás al pie del tálamo de los marqueses de Andrade.

El marqués tuvo el talento de no ser celoso y hacerle grata a su mujer la vida conyugal. Hasta se separó de otra hermana suya -con la cual vivía desde su primer matrimonio- porque era devota, maniática, opuesta a la sociedad y a las distracciones, y no podía congeniar con la joven esposa; y no se mostró remiso en aflojar dinero para modistas, ni en gastar tiempo en teatros, saraos y tertulias. También supo evitar el delirio de los extremos amorosos, impropios de su edad y la de Asís combinadas; dejó dormir lo que no era para despertado, y así logró siete años de tranquila ventura y una chiquilla algo enclenque, que únicamente revivía con los aires marinos y agrestes de la tierra galaica. Un derrame seroso cortó el curso de los días del buen consejero de Estado, y Asís quedó libre, rica, moza, bien mirada y con el alma serena.

Pasaba en Madrid los inviernos, teniendo a su niña de medio interna en un atildado colegio francés; los veranos se iba a Vigo, al lado de su papá; a veces (como sucedía ahora), el viaje de la chiquilla se adelantaba un poco, porque el abuelo, al cerrarse las Cortes, se la llevaba consigo a desencanijarse en la aldea... Asís la dejaba marchar de buen grado. El amor maternal era en ella lo que había sido el cariño conyugal: sentimiento apacible, exento de esas divinas locuras que abrasan el alma y dan a la existencia sentido nuevo. La marquesa de Andrade vivía contenta, algo envanecida de haber soltado la cáscara provinciana, y satisfecha también de conservar su honradez como la conservan allá en Vigo las señoras muy visibles, que no dan un paso sin que el vecindario sepa si fue con el pie izquierdo o el derecho. Entretenía sus ocios pensando, por ejemplo, que el último vestido que le había mandado su modista era tan gracioso y menos caro que el de Worth de la Sahagún; que estaba a bien con el padre Urdax, merced a haber entrado en una asociación benéfica muy recomendada por los jesuitas; que ella era una dama formal, intachable, y que, sin embargo, no dejaban de citarla con elogio en las revistas de salones alguna que otra vez; que podía vivirse en el mundo sin dar entrada al demonio, y que ni el mundo ni Dios tenían por qué volverle la espalda.

Y ahora...