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Ira de Dios, poema bíblico/Canto I

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Canto primero


Canto de Dios la omnipotente saña,
la justicia de Dios omnipotente:
justicia suma y a piedad extraña
que ejercida por Él con torpe gente,
sobre el polvo infructífero que baña
el Muerto mar con fétida corriente,
la marca colosal dejó al impío
de su justo y excelso poderío.

Espíritu de Dios, que eterno vives
sin principio ni fin; Tú que, uno y trino,
al Padre igual y al Hijo, no recibes
ni das el ser de vuestro ser divino:
Tú que en el libro de la ciencia escribes
las memorias del tiempo y del destino,
baja a mi mente, que si Tú me inspiras
bardo seré de las celestes iras.

Ya al confín de los montes de Judea
y entre negros peñascos, abre un valle
a un río turbio, que sus pies rodea,
honda y desierta y silenciosa calle.
Sólo este río su caudal emplea
un lago en mantener, do es fuerza que halle
su curso fin y término el desierto:
y allí es donde el Jordán traga el mar Muerto.

Sobre aquellas arenas movedizas,
que el sagrado Jordán jamás fecunda,
yacen bajo del lago las calizas
ruinas de Pentápolis inmunda.
Allí es donde sus fétidas cenizas
el lodo amasan en que el mar se funda,
y do están las impúdicas moradas
de las cinco ciudades condenadas.

Nunca aquellas estériles montañas
e infecundas arenas han podido
fermentar ni nutrir en sus entrañas
flor campesina ni zarzal tupido:
ni allí hicieron pastores sus cabañas,
ni ganados jamás las han pacido,
ni buscaron sus sombras las gacelas,
ni surcaron su mar perdidas velas.

No se posó jamás un solo instante
de aquellas rocas en las calvas crestas
buitre cansado o golondrina errante:
ni de sus cuevas lóbregas e infestas
solitario león fué el habitante:
ni por sus lomas ásperas y enhiestas
arrastróse jamás buscando asilo
sierpe sagaz, ni verde cocodrilo.

Nunca las ondas de su extenso lago
perfumada meció lánguida brisa,
ni alzó murmullo soñoliento y vago
en ellas columpiándose indecisa.
Eterno acento del eterno extrago,
de aquellos valles la existencia avisa
de eterna tempestad el eco ronco
que en el ancho arenal expira bronco.

Nada, nada hay allí que tenga vida:
ni flor, ni insecto, ni bajel ni fiera
mantiene aquella tierra corrompida,
revuelto mar y lóbrega ribera.
En esta tierra inerme y maldecida
pesa de Dios la mano justiciera,
y un paraíso a la delicia abierto
en su comparación es el desierto.

Mas no fueron lo que hoy en algún día
este valle, este mar y estas montañas;
no fueron siempre al ruido y la alegría
de población y de cultivo extrañas:
un tiempo fué que mayo las vestía,
no de musgo y silvestres espadañas,
mas cercadas de bosques protectores
de rubias mieses y olorosas flores.

Entonces la cubrían sus vallados,
y sus fecundos cerros coronaban
alamedas y huertos y ganados,
que las vecinas tierras envidiaban:
reyes ten, y pueblos, y soldados,
que con armas y leyes la guardaban,
y de sus armas y sus leyes fruto
de las vencidas recibió el tributo.

Cobijábala entonces limpio cielo
fecundador y azul, que allí vertía
calor, que más feraz tornaba el suelo;
lluvia, que sus corrientes mantenía;
aura, que al labrador siendo consuelo,
daba a sus selvas mágica armonía,
a sus plantas vigor, jugo y colores,
salud a sus robustos moradores.

Allí brotaba el cerro incorruptible,
el limonero allí de frutas de oro,
el umbrío moral al sol sensible,
del olivo y la vid el gran tesoro.
Y daban por doquier sombra apacible
y gala a la campiña, el sicomoro,
el nogal, y los nópalos azules,
las palmas y los recios abedules.

Y como en cercas, huertos y jardines
por afanoso dueño cultivados,
veíanse allí crecer en los confines
de sus silvestres cotos y vallados,
purpúreas rosas, pálidos jazmines,
rojos claveles, alhelís morados,
renúnculos, violetas y jacintos,
en ser iguales y en olor distintos.

De su aroma atraídos y frescura
y nacidos en medio de las flores,
revolaba, meciendo su aura pura,
de insectos multitud, cuyos colores,
inquietud, y susurro y galanura
aumentaban del campo los primores,
con su alas y sones dando al viento
música dulce y manso movimiento.

En los espesos árboles sus nidos
colgaban contentísimas las aves,
los ojos recreando y los oídos
con plumas varias y gorjeos suaves:
y entre el rumor de arroyos escondidos
se mezclaban, ya plácidos, ya graves,
al continuo balar de las ovejas
y al sordo murmurar de las abejas.

Era entonces, en fin, un paraíso
de la rica Pentápolis el suelo,
y lo fuera por siempre si en aviso
tuviera siempre su temor al cielo:
mas provocarle a la venganza quiso
con torpe rito y con inmundo anhelo,
y el cielo se cansó de su insolencia
y fulminó sobre él fiera sentencia.

Pródigo el sumo Dios vertió en su seno
gracia, placer, fertilidad y vida,
pero sus dones convirtió en veneno
la raza de aquel suelo corrompida.
Dios le dió un corazón sencillo y bueno,
y en sencillez inculta mantenida
fué su raza leal, sencilla y buena,
a desdichas y crímenes ajena.

Pero cambió su ser con la ventura,
creció con la riqueza su osadía:
a las tierras vecinas dió pavura
el poder el mostrarlas que tenía,
y adoró su poder: y en su locura
olvidando a su Dios su altanería,
de abominables culpas se hizo rea
Pentápolis, baldón de la Judea.

Todo lo trastornó; todo lo puso
en distinto lugar do fué criado,
con dañada intención y torpe abuso
todo, al fin, convirtiéndolo al pecado.
Los ojos apartó su pueblo iluso
del Dios que con piedad le había mirado,
y levantando altares a sus vicios
ofrecióles inmundos sacrificios.

Vallas no tuvo ya, no sintió freno:
fué su Dios el placer, su ley el gusto;
cuanto le deleitara dió por bueno,
cuanto sirviera a su placer por justo:
y el corazón y el pensamiento lleno
de su torpeza, sin pudor ni susto,
la raza de la impúdica Sodoma
vergüenza fué de la impudente Roma.

Gomorra, Seboín, Segor y Adama,
de su tierra hermosísimas ciudades,
frutos podridos de la misma rama,
la siguieron al par de sus maldades:
y a par ganando abominable fama,
alcanzaron a ser sis liviandades
con rito vil y torpe ceremonia
escándalo a la misma Babilonia.

La mujer, que del hombre compañera
nació, su fe para alentar en vida,
más fácil para hacerle y llevadera
su existencia entre duelos consumida;
en la abominación fué la primera,
y cuanto débil más, más atrevida
patentizó con vil desenvoltura
a los ojos del crimen su hermosura.

Callaron, ¡ay!, cediendo a sus caricias,
dudas, remordimiento y pareceres;
porque hijas de esta tierra de delicias
nacidas al amor y a los placeres,
de su amor ofreciendo las primicias,
era la liviandad de sus mujeres
del hombre rudo al apetito ciego
segura red, e irresistible fuego.

Por sus pasiones viles dominado,
hecho, por fin, de sus sentidos siervo,
de su celeste origen olvidado
y en su abandono y ceguedad protervo,
en el ara del templo profanado,
dando a su solo Dios pesar acerbo,
colocó a la mujer audaz el hombre
y de su mismo Dios prestóla el nombre.

Y admirando en la lumbre de sus ojos,
y en la espiral de sus flotantes rizos,
de su amoroso ceño en los enojos,
y en su grata sonrisa, mil hechizos,
adoró su capricho y sus antojos,
sus dotes adoró más quebradizos,
y tomando por dioses sus mujeres,
divinizó con ellas sus placeres.

Divinizó las notas de su acento,
divinizó los besos de su boca,
divinizó el aroma de su aliento:
y en la embriaguez de su licencia loca
ajeno a todo noble sentimiento,
su impía adoración juzgando poca,
arrollado el pudor, roto el decoro
dijo: «La hermosa desnudez adoro.»

Y no fué parte de su cuerpo bello
de que un ídolo infame no se hiciera:
su breve pie, su alabastrino cuello,
su pecho, que la marfil envidia fuera,
las perfumadas trenzas del cabello,
cuanto al pudor nombrándose ofendiera,
dando inauditos de torpeza ejemplos,
se adoraron por calles y por templos.

Cansáronse el buril y los cinceles
en grabar tan groseras alusiones;
premio fueron las palmas y laureles
de las más execrables invenciones:
expiró en los tormentos más crueles
quien sus ritos llamó profanaciones,
y elevaron doquier en pedestales
de su creencia inmunda las señales.

Con estos jeroglíficos impuros
se adornaron los pórticos, las fuentes,
las plazas, y las calles y los muros:
y no quedaron ojos inocentes,
ni oídos castos, ni recuerdos puros,
ni rubor en los rostros impudentes,
ni encerró nada más aquel recinto
que infamia imbécil y brutal instinto.

Los vicios desde allí virtudes fueron,
los vicios desde allí se alambicaron,
y en cuantos vicios abarcar pudieron
con vértigo carnal se encenagaron.
Con cuantos atractivos concibieron
la torpeza del vicio engalanaron;
y en la más terrenal idolatría,
desbocada Pentápolis corría.

«¡Orgía!, ¡orgía!», los réprobos gritaban:
«¡orgía!, ¡el placer es nuestro dios!», decían:
y blasfemos cantares entonaban,
y en festines opíparos bebían;
y con ardientes vinos excitaban
el fuego en que sus ánimas ardían,
y expiraba en los anchos arenales
el ruido de sus largas bacanales.

Ningún delito entre ellos era nuevo,
ningún refinamiento o torpe aliño
que pudiera al placer servir de cebo:
y útil era la bestia, el leño, el niño,
y la viuda, la virgen y el mancebo…
Mas tente, pluma, que en maldad te tiño
y a llevarte adelante no me atrevo:
que a lo que el mismo Dios volvió sus ojos,
diera en mi voz al universo enojos.

Volviólos, sí, su creadora lumbre
negando a tan impúdica torpeza:
apartólos de aquella muchedumbre
que, profanando su mortal belleza,
del vicio en la asquerosa podredumbre
enfangó su feroz naturaleza,
dejándola sin freno y sin cuidado
desbocada correr tras el pecado.

Se hundió en lo más recóndito del cielo
apesarado Dios cuanto ofendido,
haciendo entre Él y los humanos velo
del aire y del espacio indefinido:
y al pensar a la raza de aquel suelo
en aplicar castigo merecido,
su espíritu asaltó santa tristeza
cediendo a su piedad su fortaleza.

Que no fué nunca el Dios de los humanos,
el Dios que al ruego se resiste y huye,
y la obra bella de sus propias manos
con caprichosa sinrazón destruye.
No es nuestro Dios el Dios de los tiranos
que con la fuerza al corazón arguye,
sino es el Dios que la inocencia abona,
y oye al que ruega, y al que cree perdona.

No es nuestro Dios el Dios de la venganza
que se goza en el mal y el duelo ajeno,
y sofoca la luz de la esperanza
convirtiendo su bálsamo en veneno.
No es Dios el Dios a quien jamás se alcanza
ebrio de su poder, de su ira lleno,
sino el Dios que despeja el ceño adusto
benigno oyendo la oración del justo.

Es nuestro Dios el Dios de las piedades,
es el Dios del consuelo y la indulgencia:
el Dios a quien, si enojan las maldades,
desarman la humildad y penitencia:
es el Dios que perdona las ciudades
de diez justos no más por la inocencia,
el Dios que el crimen sin piedad castiga,
pero es el Dios que castigando obliga.

El soberano Dios justo y severo
que el rayo al fulminar de su justicia,
al torpe criminal muestra primero
la inmensa gravedad de su malicia;
el Dios que llama al corazón sincero
del pecador cuyo perdón codicia,
para que al conocer su omnipotencia,
con ruegos le desarme y penitencia.

Dios es el Dios que con afán prolijo
formó la creación, y viendo luego
la maldad de los hombres, lo maldijo,
su raza en extinguir pensando ciego:
mas escuchando de su excelso Hijo
antes de destruirla el santo ruego,
dijo, mostrando su infinito encono:
«A precio de tu sangre les perdono.»

Y se efectuó el misterio sacrosanto
de nuestra rendición. Rotas y abiertas
le lloraron las peñas con espanto
de tamaño rigor: mas las inciertas
moradas del Edén a precio tanto
dejaron otra vez francas sus puertas,
y la raza maldita y condenada
fué con la sangre de su Dios lavada.