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Ira de Dios, poema bíblico/Canto III

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Canto III


Faltó la luz de los divinos ojos
en la comarca de la tierra impura
y el sol la iluminó con rayos rojos
de sangriento color: por su llanura
barrió sus mieses, árboles y abrojos
ráfaga ardiente. Por doquier augura
la lobreguez en que la tarde cierra
la enemistad del cielo con la tierra.

Pronto los gigantescos nubarrones,
que aglomeró tempestuoso el viento,
robaron a los ojos las regiones
de la extensión azul del firmamento.
Pronto impotente el sol sus pabellones
no pudo atravesar, y en tal momento
a mitad de la tarde expiró el día
por el recinto de la tierra impía.

Sobre ella sólo el colosal nublado
se cernía en los aires suspendido,
el cerco de su suelo condenado
dejando con su sombra oscurecido.
Mas dejando a la par iluminado
el terreno en redor no maldecido,
reinaba sólo en la comarca impía
noche temprana, pero en torno el día.

Tal fué la marca y funerario velo
que le puso el Señor, la gran sentencia
al fulminar sobre el infame suelo
que despreció su paternal clemencia.
Y separada así de tierra y cielo
y decretado el fin de su existencia,
al santo ejecutor de su destino
llamó a sus pies el Hacedor divino.

Al eco de su acento poderoso
vaciló el universo estremecido,
y al eco de su acento, presuroso
voló a sus pies el ser desconocido
que evocaba su voz: ser pavoroso
a cuyo brazo el orbe sometido,
una señal del Criador espera
para incendiar la creación entera.

¡Oh, tú, cuyo fanal mis pasos guía,
de cuya luz inextinguible mana
el raudal de la sacra poesía,
genio radiante de la fe cristiana!
Tú inspira aliento a la garganta mía,
da tu vigor a mi palabra humana
para hacerme escuchar de los mortales
al cantar los misterios celestiales.

En un confín recóndito del cielo,[1]
de una selva viviente circundado,
denso y confuso y misterioso velo
que le tiene del orbe separado,
hay un alcázar de azabache, oscuro,
que en un hondo torrente ensangrentado
la sombra pinta de su inmenso muro
en contornos de sangre reflejado.

Jamás el aura de perfume henchida,
que en los jardines del Edén murmura,
en tal lugar estremeció perdida
del rudo bosque la hojarasca dura;
ni el sol radió con fugitiva lumbre,
ni sonó por la lóbrega espesura,
ni retumbó en la cóncava techumbre
más que el rugir de la corriente impura.

El aire denso, sin color e inmoble,
que aquel recinto por doquier rodea
hace el pavor de quien se acerca doble
y doble el caos a quien ver desea:
sólo se alcanza entre las altas puntas,
que el recio vendaval nunca cimbrea,
entre dos torres del alcázar juntas
un faro que en la sombra centellea.

Ni ser alguno penetró el misterio
que guarda allí la ciencia omnipotente,
ni se sabe cúyo es aquel imperio
donde nunca se oyó rumor de gente;
ni arcángel sabio ni profeta diestro
de este sitio alcanzó confusamente
más que la lumbre del fanal siniestro
y el estruendo medroso del torrente.

En este bosque oculto y solitario,
en este alcázar negro y escondido,
donde nunca llegó pie temerario,
ni descansó jamás ojo atrevido,
ni más sol alumbró que el rayo rojo
del fanal en sus torres suspendido,
tiene el Señor las arcas de su enojo
y el horno de sus rayos encendido.

Y allí vive un espíritu terrible
que al son de aquellas aguas se adormece,
y a los ojos de Dios sólo visible,
al acento de Dios sólo obedece.
Arcángel vengador, del cielo asombro,
cuando deja el lugar do se guarece,
el rayo ardiendo y el carcaj al hombro
pronto a la lid ante su Dios parece.

Espíritu sin fin ni nacimiento
la eternidad existe en su memoria:
Él sólo del sagrado firmamento
entera sabe la infinita historia:
y al sólo ruido de sus negras alas,
a su sola presencia transitoria,
del firmamento en las eternas salas
se suspenden los cánticos de gloria.

Aborto del furor omnipotente,
Arcángel torvo que las vidas cuenta,
vela de Dios el arsenal ardiente
y los ultrajes del Señor asienta.
El carro guarda allí cuya cuadriga
relincha con la voz de la tormenta,
y allí está con su lanza y su loriga
la copa en que su cólera fermenta.

En ella hierve con fragor horrible
el ancho vaso hasta los bordes lleno,
el tremendo licor incorruptible
de las iras de Dios; y en su hondo seno
se fermenta la esencia del granizo,
y de la peste el infernal veneno,
y el germen del relámpago pajizo,
y el espíritu cóncavo del trueno.

Allí está el aire que el contagio impele,
el zumo allí de la cicuta hendida,
la sed del tigre que la sangre huele,
y de la hiena la intención torcida.
Y allí bulle en el fondo envenenado
la única de furor lágrima hervida
con que lloró Luzbel desesperado
su venturosa eternidad perdida.

En aquel arsenal inexpugnable,
instrumentos de la ira omnipotente,
germinan en rebaño formidable
las mil desdichas de la humana gente.
Y los vicios en torpe muchedumbre
se apiñan a beber la luz caliente
de aquel fanal de cuya viva lumbre
es el sol una chispa solamente.

De allí se lanza con horrible estruendo
a ejecutar la voluntad divina
el misterios o espíritu tremendo
que en este alcázar funeral domina.
Arcángel fiero, portador de enojos,
ase la copa, y por doquier camina,
el aire inflaman sus airados ojos
y las estrellas con los pies calcina.

Con él va la tormenta; el trueno ronco
bajo sus alas cruje; desgreñada
de armas y quejas con estruendo bronco
la guerra detrás de él va despeñada:
y asidas a las orlas de su manto
van tras él, con la muerte descarnada,
la peste, el hambre, y el amor, y el llanto,
y la ambición de crímenes preñada.

El espacio a la vista palidece
y entolda su magnífica apariencia:
el disco de la luna se enrojece,
y mancha el sol su fulgurante esencia.
Doquier las nubes, que su sombra evitan,
se chocan y se rompen con violencia,
y cometas doquier se precipitan,
présagos, ¡ay!, de la fatal sentencia.

A su soplo la mar se encoleriza,
y con gigante voz muge y atruena,
la planta de sus pies torna en ceniza
la limpia concha y la esponjosa arena.
El monte huella y la cerviz le inclina;
pisa en el valle y de fetor le llena;
y en la ciudad que a perecer destina
vierte el licor fatal y la envenena.

Y ese el arcángel fué que inexorable
lanzó al desnudo Adán del paraíso,
y de su raza en él junta y culpable
fijó a la vida término preciso.
Él arrancó en el Gólgota empinado
el ¡ay! postrero que exhaló sumiso
el Dios que de la mancha del pecado
borrar la sombra con su sangre quiso.

Él turbó la insensata ceremonia
del pueblo santo ante el becerro impuro:
sentenció a Baltasar y a Babilonia
con tres palabras que pintó en el muro:
inspiró al receloso Ascalonita
el degüello fatal, y abrió seguro
nicho a Faraón, que con su gente habita
del indignado mar el fondo oscuro.

Él llevó el fuego de Alarico a Roma,
llevó a Jerusalén a Vespasiano,
en una noche convirtió a Sodoma
en lago impuro y en vapor insano;
rompió las cataratas del diluvio
cegadas al impulso soberano,
y encendió las entrañas del Vesubio,
que busca sin cesar otro Herculano.

Y ese será el espíritu tremendo
cuya gigante voz sonará un día,
y a su voz de la tierra irá saliendo
la triste raza que en su faz vivía.
La creación se romperá en sus brazos;
y cuando toque el orbe en su agonía,
cuando a su soplo el sol caiga en pedazos,
¿qué habrá ante Dios? La eternidad vacía.

Tal fué el arcángel que la voz oyendo
del sumo Dios, su habitación dejando
y a la voz del Señor obedeciendo,
a los pies del Señor partió volando:
y el espacio un instante oscureciendo
y los puntos un punto dislocando,
en la mitad de las celestes salas
al gritar: «Heme aquí», plegó las alas.

De la Salén divina a su presencia
suspendióse la gloria de improviso.
Reverberó en su faz la omnipotencia,
y el justo la cerviz dobló sumiso.
Postrósele en redor con reverencia
todo ser morador del Paraíso,
y al misterio terrible quedó atento
en silencio y pavor el firmamento.

Rasgóse el pabellón de pedrería
que de la Trinidad cerca el santuario,
y el germen de la luz que se escondía
bajo el tapiz viviente del Sagrario
vertió la lumbre del eterno día
desbordada a un impulso involuntario,
y alumbró el firmamento de tal modo
que su inmenso esplendor lo cegó todo.

Cual oscuro tizón expiró luego
ahogado entre su luz el sol brillante:
puntos de sombra, sin color ni fuego,
fueron los astros de su luz delante:
y todo ojo inmortal quedó al fin ciego
en tan supremo y temeroso instante:
y todo, en fin, cuanto creado estaba
con la luz del Señor reverberaba.

Un cuerpo solamente resistía
el resplandor de la infinita hoguera:
una sombra no más manchar se vía
la luminosa creación entera.
Una no más permanecer podía,
y a un espíritu sólo dable fuera
resistir a su fúlgido dominio:
el ángel del dolor y el exterminio.

Él nada más fatídico levanta
su aterradora y colosal figura,
entre tanto esplendor y gloria tanta,
triste, medrosa, funeral y oscura.
Sólo él espera con inmoble planta
al Dios que llena el orbe de pavura:
sólo él no tiembla cuando Dios respira,
sólo él de frente su semblante mira.

Abriéronse las puertas eternales
del sagrario de Dios, en cuyo interno
no entraron ni aún los ojos inmortales
de los electos de su amor paterno.
Abriéronse, y llegando a sus umbrales
así hablaron el ángel y el Eterno:
«—Señor, ¿qué mandas? —Mi balanza toma.
—¿Qué he de pesar? —Los vicios de Sodoma.»

Obedeció el arcángel, y poniendo
la clemencia de Dios y la esperanza
en un plato y en otro el fardo horrendo
de Sodoma, alzó al aire la balanza.
Cedió el platillo de Sodoma, y viendo
que el otro el peso a equilibrar no alcanza,
dijo el ángel: «Pentápolis es mía»,
y Dios: «Perezca la ciudad impía.»

Tornó a entrar el Señor en su sagrario,
tornó a plegarse el misterioso velo
que de la Trinidad cerca el santuario,
y volviendo a elevar su torvo vuelo
el arcángel fatal, a su ordinario
curso volvió naturaleza y cielo,
y el sol que en occidente se sumía
a Sodoma marcó su último día.

  1. (A partir de este verso hasta «¿Qué habrá ante Dios? La eternidad vacía.», tenemos los mismos versos que el poema Ira de Dios del tomo octavo de las poesías de José Zorrilla.)