Ira de Dios, poema bíblico/Canto V

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Canto V


Desde el alcázar lóbrego
de luto revestido
que es de la muerte cárdena
terrífica mansión,
de truenos y relámpagos
sangrientos circuído,
muy más que el viento rápido
feroz sale Abdalón.

Plegadas lleva al cuerpo
las alas voladoras
que velan, mas no ocultan
el rojo resplandor
del fuego, que en mil ráfagas,
de muerte precursoras,
brota el mirar fulmíneo
del Exterminador.

Espíritu fremente,
que el alba diamantina
del éter sempiterno
conturba a su pasar;
ejecutor que al mundo
la cólera divina
envía sus ofensas
terribles a vengar:

desvíanse a su paso
los rubios querubines,
los ángeles y arcángeles
se apartan con temor:
la vista bajan trémulos
los altos serafines,
ante el ministro lúgubre
de la ira del Señor.

Y Tronos, Potestades,
Dominios y Virtudes,
los que en la lid perínclitos
vencieron a Luzbel,
ora se ven con tímidas
postradas actitudes,
ante el poder satánico
de aquel fatal poder.

Un ángel sólo atrévese
del fúnebre emisario
la marcha rapidísima
un soplo a detener;
un ángel que cerníase
de Dios sobre el santuario,
espíritu hermosísimo
con rostro de mujer.

Un ángel que a los míseros
en este mar del mundo,
cuando en sus olas túrbidas
la negra tempestad
de engaños y dolores
el ábrego iracundo
agita, de sus alas
al bronco revolar,

les hace que confíen
de paz y de bonanza
en días más serenos
allá en lo porvenir;
el ángel de los huérfanos,
la luz de la esperanza
que cabe al débil hombre
camina hasta morir.

Más leve y perfumada
que la expirante brisa
que plega por la tarde
las alas de la mar,
se acerca el ángel cándido
con virginal sonrisa
a aquél con quien las lágrimas
van siempre y el pesar.

Las manos enlazadas
en la actitud del ruego,
aboga por Pentápolis
con argentina voz;
mas Abdalón respóndele
de enojo y de ira ciego:
«¡Aparta, blando espíritu:
el Sumo lo ordenó!»

Y con torvo mirar, la forma pura
lanza lejos de sí su mano airada,
la cual tornó a cernerse en el altura,
la tierna faz en lágrimas bañada:
un inmenso gemido de amargura
turbó en redor la celestial morada,
mientra el ministro del furor divino
prosigue hacia la tierra su camino.

Y atraviesa más rápido que el viento
las bóvedas do están los inferiores
celestiales espíritus sin cuento;
do en himnos, que a los blandos ruiseñores
dieran envidia, en perennal concento
cantan a Jehová sumos loores:
pero su canto puro apena alcanza
allí donde se cierne la esperanza.

Y prosiguiendo el ángel su carrera
por las inmensas salas diamantinas,
en breve pasa la vecina esfera
en donde sobre nubes zafirinas
debe vivir la santidad primera;
separada por diáfanas neblinas
de los seres purísimos, alados,
que del cielo a la par fueron creados.

Atravesó por fin la jerarquía
postrera, do en millones de millones
viven ahora en paz y en alegría
los vivientes de mil generaciones:
aquela inmensa bóveda vacía,
entonces, de habitantes y canciones,
pasa el torvo Abdalón en un instante
y sigue por el cielo hacia adelante.

Un arcángel de luz resplandeciente
guarda del cielo la eternal salida,
el cual viendo a Abdalón, huye tremente
y su deber y gloria a un tiempo olvida:
sin obstáculos sale el inclemente
ministro, y disponiendo su partida,
desplega al fin las pavorosas alas
atrás dejando las eternas salas.

Cual águila voraz, que desde el cielo
donde del sol se cierne cara a cara,
alcanza a ver en el herboso suelo
la grata presa, por que tanto ansiara;
y en su iracundo ardor de un solo vuelo
salva la inmensidad que le separa
del objeto infeliz, y en un segundo
las garras ceba en él y pico inmundo:

tal, en saña implacable el pecho ardiendo
el Exterminador se precipita,
las negras alas sin cesar batiendo,
la dura a ejecutar sentencia escrita:
de su pecho se escapa un grito horrendo
del odio crudo que su ser agita,
y en vuelo más veloz que la paloma
cruza Abdalón el aura hacia Sodoma.

Como el rayo, atraviesa aquella zona
do en sus ejes eternos suspendidos
giran orbes sin fin, que son corona
a los astros del hombre conocidos:
jamás la humana ciencia, aunque blasona
de penetrar misterios escondidos,
ni ojos mortales, ni terrestres vientos,
llegaron hasta aquellos firmamentos.

En aquellas balsámicas regiones
nunca se acaba ni comienza el día;
no hay mudanzas allí, no hay estaciones,
tarde, mañana, aurora o medio día:
jamás los furibundos aquilones
allí movieron tempestad bravía,
ni jamás hondos truenos rebramantes
oyeron sus felices habitantes.

Allí siempre la atmósfera es serena,
suave la luz, el céfiro apacible;
corren los ríos en dorada arena
y en un mar se confunden bonancible;
el aire es puro, la campiña amena,
y cuanto a las miradas es visible
ya cerca, ya en remota lontananza,
todo respira paz y bienandanza.

Nunca ronco tronó clarín de guerra
en aquellas riberas afortunadas,
ni taló la discordia aquella tierra,
ni hubo malas pasiones desbandadas:
ni el hambre, ni la sed que al hombre aterra,
ni cobardes traiciones, ni emboscadas:
ni hubo males, ni pestes, ni quebrantos,
ni gemidos, ni súplicas, ni llantos.

Que viven sus sencillos moradores
en tierna unión y dicha inexplicable;
puros son y constantes sus amores,
y su amistad tiernísima y durable:
allí no existen siervos ni señores
como en nuestro destierro miserable,
y aquella tierra ante su Dios perfecta
es del bien la comarca predilecta.

Por eso, atravesando sus confines
volvió Abdalón los fulminantes ojos;
que en vez de aquellos plácidos jardines,
sangre anhela, y estragos y despojos;
y como Jehová, por altos fines,
le nombró ejecutor de sus enojos,
sonríe de esperanza, y hacia el mundo
acelera su vuelo furibundo.

Ya llega al sol y entre los orbes gira
que forman el sistema planetario;
ya la tierra descubre ardiendo en ira,
y su furor redobla sanguinario:
el postrer día moribundo expira
de Pentápolis: rojo, funerario,
resplandor, en las cimas de los montes
brilla y en lo cercanos horizontes.

Del Líbano en la cúspide altanera
posa en fin Abdalón el pie cansado,
que ya toca al final de la carrera
que en su justicia Dios le impuso airado:
con mirar en que el rayo reverbera
sólo aguarda que la hora haya llegado
de Sodoma, y que caiga en su dominio
un campo más de incendio y de exterminio.