Ira de Dios, poema bíblico/Canto VIII

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Canto VIII
CONCLUSIÓN

Alto en el cielo el sol sus rayos de oro
vibraba sobre el mundo,
derramando en espléndido tesoro
vida y calor fecundo:

cuando Abrahán, del perezoso lecho
alzándose al proviso,
a aquel lugar se encaminó derecho
do el Sempiterno quiso,

en el día anterior, de su venganza
anunciarle la hora;
y caminando va sin esperanza,
y aún su clemencia implora.

Y llegado a la cima, con tremante
mirar giró los ojos,
temiendo ver la pompa fulgurante
de los sumos enojos.

Toda aquella feraz amplia comarca,
tan opulenta un día;
todo cuanto Pentápolis abarca,
es soledad vacía.

Nada se escucha; ni rumor de gente,
ni el sólito mugido
del toro, ni del perro el estridente
doméstico ladrido:

ni el rugir de la fiera en lo lejano
que al cazador avisa;
ni el grito del insecto en el pantano,
ni el soplo de la brisa.

Ni el susurro del aura entre las flores,
ni el murmurar de las tranquilas fuentes,
ni del viento los tonos bramadores,
ni el cóncavo rumor de los torrentes.

Sólo mira Abrahán en la desierta
llanura que hay en torno,
de humo y pavesas bocanada incierta
salir como de un horno.

Y en medio, como en costa solitaria,
acaso surge un faro;
sola y triste, se ve la hospitalaria
Segor a Lot reparo.

Sodoma, Seboín, Gomorra, Adama,
¿do fué vuestra grandeza?
¿Qué fué de vuestra pompa y vuestra fama
y brío y gentileza?

¡Ay! todo pereció. Mísero ejemplo
de las divinas iras,
el hombre y animal, teatro y templo,
fuisteis vivientes piras.

Y sólo quedan del mortal estrago,
memoria eterna a los futuros hombres,
sobre las olas fétidas de un lago
vuestro crimen escrito y vuestros nombres.

FIN