Ira de Dios, poema bíblico/Canto VII
Canto VII
La hora sonó. La omnipotente mano
en cuya palma el universo gira,
aquel de soberanos soberano
en alto levantó: —muerte respira
la amenaza mortal que de sus ojos
en raudales fulmíneos se desprende;
y la hueste inmortal puesta de hinojos
las sumas iras en silencio atiende.
En sus quicios eternos quebrantados
vacilan los celestes artesones,
y el aliento detienen asombrados
los genios de los roncos aquilones:
yermo de luz, detiene su carrera
de los astros el número infinito,
y tiembla en fin la creación entera
del cielo azul al lóbrego Cocito.
Para el mar las corrientes bramadoras
que en su abismos cóncavos habitan,
y las inmensas turbas nadadoras
en los antros sin fin se precipitan:
sécanse los copiosos manantiales
de los ríos, que el sólito tributo
no dan al mar, y ardientes arenales
resbalan sólo entre su cauce enjuto.
Pierde la selva umbría su verdura,
su puro azul el cielo encapotado,
y se lanzan del bosque a la llanura
confundidas las fieras y el ganado.
Y unidos suenan al postrer lamento
del orbe de la tierra estremecido,
del tierno ruiseñor el blando acento
y del león el lúgubre rugido.
Sodoma, Seboín, Gomorra, Adama,
sacrílegas ciudades maldecidas,
¡ay de vosotras, que en la impura llama
del deleite vivís endurecidas!
¡Ay de vosotras, ay, que del pecado
os revolvéis entre el inmundo cieno!
¡Ay del pueblo que duerme aletargado
del torpe vicio en el letal veneno!
Torpe generación de torpe gente,
¡ay tres veces de ti! Ya cruda brilla
amagando caer sobre tu frente
desnuda al aire la inmortal cuchilla.
¡Un ay de contrición, un ay tan sólo
alzado en vuestra lúbrica demencia!
¡Ved que se cierne ya de polo a polo
el torvo ejecutor de la sentencia!
En tanto de Sodoma en el recinto,
como en Gomorra, Seboín y Adama,
de voces un confuso laberinto
sólo al deleite por su Dios aclama:
redobla el aire espeso en sangre tinto
el devorante ardor que los inflama,
y se mezcla a los cantos de la orgía
el hipo precursor de la agonía.
Un relámpago inmenso, ensangrentado,
rasgó en dos la enlutada vestidura
del cielo, hasta aquel punto encapotado,
en luz tornando la tiniebla oscura;
y un asordante trueno, disparado
por la mano de Dios, desde la altura
pobló en señal de la divina guerra
los ámbitos del aire y de la tierra.
De aquel ruido al retumbar tremendo
se lanzan en tropel los sodomitas,
y por calles y plazas van huyendo
aquellas turbas por su Dios malditas:
repugnante espectáculo y horrendo,
sus frentes son con el pavor marchitas,
aquellos rostros del deleite ajados,
ora con el temor desencajados.
Húyense unos a otros: no hay ternura
ni blando suplicar, ni ruego amante,
que baste a detener en tal pavura
el uno junto al otro un breve instante:
que en día de tan hórrida amargura
no hay lazo fuerte, ni temor bastante
a retener al mísero que espera
salvarse acaso en la veloz carrera.
Aquí deja con planta presurosa
el amigo a su amigo abandonado:
mírase allá la moribunda esposa
llorar la ingratitud de su adorado:
más lejos, en la arena polvorosa,
del hijo de su amor se ve arrojado
el anciano infeliz. ¿Mas qué? ¡Si olvida
la madre al tierno ser a quien dió vida!
Jamás con tan fatídicos colores,
ni en acento tan hosco y tremebundo,
del cielo los terríficos furores
oyó anunciar el asombrado mundo:
ni cuando en mil torrentes bramadores
bajaron desde lo alto hasta el profundo,
rotas las cataratas celestiales
a anegar a los míseros mortales.
Ni cuando allá del Gólgota en la cumbre
se vió expirar en posteriores días,
por librarnos de eterna servidumbre
sobre una cruz al salvador Mesías;
que alto en el cielo el sol perdió su lumbre,
y al mirar las supremas agonías,
la tierra retembló, quedando abiertas
las tumbas de cadáveres desiertas.
Ni entonces, ni después, ni antes se viera
horror tan grande con humanos ojos;
hierve del cielo en la anchurosa esfera
un inflamado mar: torrentes rojos
de la líquida hoguera chispeante
en ondas gigantescas se desprenden,
y en voz cual la del trueno rebramante
cruzan las nubes y los aire hienden.
Corre, empero, la turba maldecida
en torno sin cesar del alto muro,
sin hallar a sus pies una salida
de las tinieblas entre el manto oscuro.
A tientas va la muchedumbre herida
cual los otros de súbita ceguera;
mas sobre sus cabezas suspendida
sienten la abrasadora hirviente hoguera.
Y se oyen del temor a los gemidos
mezclarse juramentos espantosos,
y retos insensatos van unidos
a quejas y suspiros lastimosos;
jamás tan furibundos alaridos,
lamentos de dolor tan angustiosos,
ni ayes tan tristes, ni blasfemias tales
oyeron las cavernas infernales.
En tanto Lot, con su familia entera,
guiado por los ángeles camina
del Jordán por la plácida ribera
y hacia el cercano monte el paso inclina;
mas cansado del susto y la carrera,
llegando a descubrir ya muy vecina
de Bala la ciudad, así postrado
se dirige al Señor que le ha salvado:
«¡Señor, Señor! que tu poder mostraste
y tu clemencia ya en tu indigno siervo;
Tú que justo su causa separaste
de la causa del torpe y del protervo:
ve que al sumo temor que me enviaste
y al camino a mis años tan acerbo,
no me puedo salvar donde dijiste,
porque ya el cuerpo débil no resiste.
Más acá de ese monte se levanta
reducida cuidad; allí en sosiego,
pues tu misericordia fué ya tanta,
¡déjame descansar! —Oí tu ruego,
le respondió el Señor; con firme planta
puedes en ella entrar, que yo del fuego
la perdono, y de hoy más será llamada
Segor, pues a tu ruego fué salvada.»
Mas ya la ira celeste descendía
sobre la tierra en torbellinos rojos,
y al terrible rumor, que estremecía
de susto el corazón, atrás los ojos
volvió la esposa del patriarca impía:
y al contemplar los túrbidos enojos
de Jehová, de horror petrificada
en estatua de sal quedó trocada.