Ismael/II

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II

En la época a que nos referimos, Montevideo, de ochenta y dos años de fundación, y once mil moradores dentro de murallas, era gobernada por D. Francisco Javier de Elío, militar de escaso criterio, hombre de pasiones destempladas, y carácter violento e inaccesible al debate sereno, de cuyo desequilibrio psico-fisiológico resultaba una personalidad perpetuamente reñida con todo lo que era adverso a la causa del rey, y, decirse puede, consigo misma, en los frecuentes arrebatos y extravíos de sus pasiones. La irritabilidad de su temperamento y la acritud de su genio díscolo, jactancioso y camorrista, parecían haber acrecido sensiblemente, en concepto de sus coetáneos, desde su choque desgraciado con Pack en la Colonia, que para él había sido como un golpe con la espada de plano en las espaldas. Su amor a la institución monárquica, era algo semejante a un cariño sensual; y su odio a los nativos, crónico e incurable. Apoyado por el partido español, que era fuerte en la ciudad de su mando, y por el que en la capital del virreinato, acaudillaba el viril peninsular D. Martín Alzaga, había llegado a desconocer resueltamente la autoridad de D. Santiago Liniers, en quién él veía un instrumento de la política napoleónica desde la misión desastrosa de Sassenay, o, por lo menos, un gobernante susceptible de ceder a las sugestiones subversivas de los nativos que manifestaban en sus actos contradictorios desde algún tiempo atrás, la inquietud propia de los enclaustrados a cuyas celdas llega el calor de un grande y voraz incendio.

Elío, esclavo de la monarquía absoluta en primer término, y de la intemperancia de sus pasiones en segunda línea, violaba así la regla de la obediencia pasiva, de que era exigente, erigiéndose en única potestad suprema en esta zona colonial hasta tanto no se modificara la situación política de la península.

Explicábase así el hecho ruidoso, acaecido en el Fuerte, entre el gobernador y el capitán de fragata Don Juan Ángel Michelena, nombrado por el virrey Liniers para el relevo, el día antes de aquel en que lo presentamos en escena; suceso que se comentaba en los grupos con ardor por su origen, índole y consecuencias graves. A causa de ellas, Montevideo aunque nominalmente, venía a constituirse en cabeza del virreinato; pero, en el fondo, esta rebelión consumada dentro de sus muros, de sus hábitos de obediencia y respeto, levantándola de su rango de segundo orden a la categoría suprema, y formando una conciencia pública de poder y responsabilidad moral y política, falsa en cierto modo, ¡la segregaba del gran núcleo, y por siempre!

El brusco piloto separó la nave del resto de la armada; como se verá, sin embargo, no cambió el rumbo, marchando sin saberlo ni desearlo, en líneas paralelas. La unidad colonial con ese golpe a cercén, dado por el sable de un soldado turbulento, perdió un eslabón, que no pudo luego reatar el esfuerzo libre: la fórmula en cambio, del rompimiento, marcó en el orden cronológico y político el derrotero común a las hermanas separadas por antagonismo de circunstancias, y no por rivalidad histórica.

Los vínculos y conexiones naturales que este movimiento tenía con el poderoso partido europeo que se agitaba en Buenos Aires, con idénticos propósitos y fines, quitábanle todo carácter de simple rebelión local, revistiéndolo de otro más complejo, vasto y complicado, en sus planes de absorción e intransigencia a la sombra de las banderas del rey.

Era por eso, que, en las plazas y calles de Montevideo se reunían preocupados y nerviosos los vecinos, al declinar el primer día primaveral del año 1808.

En la plazoleta de San Francisco -uno de los sitios donde hacía poco tiempo habíase jurado solemnemente al rey Fernando VII-, un grupo considerable en que figuraban varios oficiales del regimiento de los Verdes, departía con calor sobre el Cabildo abierto, y la elección de junta efectuada en ese día, previo rechazo del gobernador impuesto por el virrey Liniers.

En el pórtico del convento, Fray Francisco Carballo, padre guardián, mantenía animada plática con dos sujetos, ampliando datos con aire concienzudo, como que él había sido uno de los principales actores en aquellos dos hechos importantes, y sin ejemplo hasta entonces en el vasto dominio colonial.

Con la capucha caída y las manos ocultas en las boca-mangas, en las que se entraban o de las que se salían inquietas, según el grado de vehemencia del diálogo, el religioso paseábase de vez en cuando frente al pórtico, agitado y aturdido aún, por las fuertes impresiones de la jornada.

Con ser el día, el primero de la estación de las flores, parecía el invierno haberlo hecho su presa al retirarse ceñudo, pues dejaba esa tarde en pos como excelente guardia a retaguardia, un cierzo penetrante que obligaba de veras al abrigo.

De ahí que, uno de los sujetos de que hablamos, llevase bien abrochado hasta el alza-cuello un capote azul con esclavinas. Lucía cintillo en el ojal. Tanto él como su compañero, a estilo de la época, usaban trenza con moño en el extremo.

Este otro personaje, insensible al parecer a la crueldad de la atmósfera, en vez del capote con esclavinas, vestía sencillamente una casaquilla de oficial de Blandengues.

Representaba cuarenta años. De estatura regular y complexión fuerte, nada existía en su persona que llamase a primera vista el interés de un observador. Era un hombre de un físico agradable, blanca epidermis -aunque algo razada por el sol y el viento de los campos-, cuello recto sobre un tronco firme, cabellera de ondas recogida en trenza de un color casi rubio, y miembros robustos conformados a su pecho saliente, y al dorso fornido.

Podíase notar no obstante, en aquella cabeza, ciertos rasgos que denunciaban nobleza de raza y voluntad enérgica. El ángulo facial, bien media el grado máximum exigible en la estatuaria antigua.

Su cráneo semejaba una cúpula espaciosa, el coronal enhiesto, la frente amplia como una zona, el conjunto de las piezas correcto, formando una bóveda soberbia. La notable curvatura de su nariz, acentuaba vigorosamente los dos arcos del frontal sobre las cuencas, como un pico de cóndor, dando al rostro una expresión severa y varonil; y en su boca de labios poco abultados dóciles siempre a una sonrisa leve y fría, las comisuras formaban dos ángulos casi oblicuos por una tracción natural de los músculos. Sin poseer toda la pureza del color, sus ojos eran azules, de pupila honda e iris circuido de estrías oscuras, de mirar penetrante y escudriñador, comúnmente de flanco; nutridas las cejas, en perpetuo motín entre las dos fosas ojivales, bigote espartano, barba de ralas hebras, pómulos pronunciados, perfecto el óvalo del rostro.

De temperamento bilioso, esparcíase por la fisonomía cuyos perfiles delincamos como un reflejo de cordiales sentimientos, o de índole suave y amable, que contrastaba singularmente con el vigor de esos perfiles. La misma mirada pensativa, y vaga a veces, al contraerse la pupila al influjo de una absorción pasajera del ánimo, tenía una expresión amable y benigna -la que puede transmitir la experiencia de una vida ya desvanecida de azares y tormentas. Si el oficial de Blandengues los había sufrido, no lo denunciaban manchas, cicatrices o mordeduras en sus facciones; era su tez pálida, pero no marchita; no era tersa, pero tampoco hoyosa ni sajada. De las aventuras de juventud, sólo en su frente abierta y extensa había quedado algún surco; más bien formado, antes que por los males físicos- por el pensar consciente de lo que la vida enseña.

Al contrario de su compañero, no le afectaban los nervios en el curso del diálogo. Permanecía sereno e impasible, si bien escuchando con atención marcada lo que se decía, y concediendo una que otra ligera sonrisa al comentario de los hechos. De maneras sencillas, sus gestos, movimientos y ademanes mesurados se avenían con aquella tranquilidad glacial de su espíritu. Era parco en el hablar. Cuando lo hacía por acto espontáneo, u obligado por el giro de la conversación, vertía despacio y sin alterarse sus palabras, manteniéndose en lo moderado y discreto. No demostraba en sus raciocinios serenos mayor grado de cultura e ilustración, pero sí inteligencia natural, astucia y observación sagaz. Esta peculiaridad de su criterio, solía detener a sus dos interlocutores, dejándolos suspensos y en silencio en mitad de su debate.

Tales condiciones de carácter, le hacían aparecer tolerante y modesto, para los que no le conocían de cerca; para aquellos con quienes hablaba, era simplemente un hombre llamado a vida de orden y sosiego, después de algunos años borrascosos; servicial, enérgico y valiente, capaz de cumplir con su deber y de conducir sus empresas al último grado de la audacia y del arrojo. Quizás alguno adivinó sin embargo, en el fondo de su naturaleza admirablemente modelada en las formas, un orden fisiológico-moral correlativo, aún cuando sólo fuera presidido por luces vivas de talento inculto: -secretas aspiraciones y tendencias ordenadas con sistema, y la fibra de la perseverancia dura y vibrante como una cuerda de acero, bajo aquella máscara fría.

En verdad que, para estos escasos observadores, el oficial de Blandengues era por su hoja de servicios algo semejante a un león de melena sedosa que él había arrastrado por las malezas de la soledad y cubierto de abrojos en otro tiempo; cuyo ojo somnoliento y vago ahora, podía dilatar su pupila de improviso por la fiebre de la lucha, y tornar en rojos sus azulados reflejos.

Los tres personajes que presentamos en escena, habían iniciado su conversación animada sobre el hecho de la noche anterior ocurrido en el Fuerte.

Fray Francisco Carballo, contestando al sujeto de capote con esclavina, decía -haciendo el relato de la llegada del capitán de fragata Don Juan Ángel Michelena:

-El gobernador negábase a la recepción del candidato del virrey. Entonces éste, buscando fuerzas en sus bríos de soldado, ya que carecía de los de diplomático, se presentó en el Fuerte pidiendo una entrevista. Recibido por Elío, puso de manifiesto su misión... El gobernador le increpó severamente su conducta. -No es éste el proceder de un servidor leal -díjole. Bonaparte humilla a España, y Liniers es francés.

La venida de Sassenay descubre al traidor. -Vengo a que se me haga entrega del mando -respondió Michelena- y no a que se dude de mi lealtad. Resistirse a ello, sí que es conducta vituperable. -Haya más comedimiento en el lenguaje -repuso Elío irritado, dando con el puño en la mesa- ¡o de no, pongo el remedio en el acto, señor capitán sin nave!

Michelena se encolerizó a su vez, replicando: Al fin no la perdí yo, y la que ha de naufragar es ésta, con un piloto tan inhábil. ¿Entrega V. o no, el mando? -El gobernador hizo explosión. ¡Basta ya, y fuera de aquí mal español! -Y al pronunciar esta frase, alargó iracundo el puño al rostro de Michelena. -El capitán retrocedió dos pasos, e hizo armas-. Cuidado, porque hago lo que no pudo Pack, ¡quemarle a V. el mascarón!- Llevó rápido la mano a la pistola. -¡Santiago, y cierra España! rugió el gobernador con furia extrema, y cayó sobre el postulante como un toro, rodando los dos por el suelo.

Después de esto -prosiguió el padre guardián-, fácil era preveer lo que había de ocurrir. Michelena se marchó hoy, al rayar el alba; -anoche mismo un grupo considerable del vecindario llevando a su cabeza la banda militar del regimiento de Milicias, concurrió al Fuerte aclamando al gobernador y pidiendo Cabildo abierto...

-¡Vive Dios, que todo eso es nuevo! -interrumpiole bruscamente el del capote azul. Cabildo abierto en ciudad cerrada, junta de gobierno en oposición con la autoridad del virrey; -¡es grave, padre guardián!

-Lo mismo pienso yo, capitán Pacheco. Pero, había que seguir la corriente... Sin perjuicio de ocurrir en consulta a la junta Suprema, el gobernador presidirá... Con todo, presiento que algunos peligros serios nos amagan por dentro y fuera. ¡El ejemplo puede ser pernicioso!

Así diciendo, Fray Francisco echose con mano nerviosa la capucha sobre el casquete, y dirigiéndose al oficial de Blandengues, preguntole sin detenerse:

-¿No opina V. así teniente?

El interpelado mirole arriba de la cabeza de un modo vago al parecer; y contestó con su voz baja y lenta:

-Recién llegué con el capitán del campo, y no puedo apreciar con certeza estas cosas... Pero, por lo que oigo, en mi entender la medida es buena, aunque por ahora nada cambia.

-No comprendo, objetó el capitán Pacheco.

-Eso digo, porque, si es bueno que el vecindario aprenda a gobernarse, él no se gobernará, mientras tenga el bastón el Coronel Elío.

-¿Y si el virrey quiere guerrear?

El teniente volvió a un lado la cabeza, y repuso:

-Las murallas son fuertes.

Fray Francisco estuvo mirándolo un instante con fijeza. Luego repitió, como hablando mentalmente:

-Por ahora, nada cambia la medida...

-Sí. La campaña, seguirá siendo la misma. No le llega el Cabildo abierto; pero, más tarde puede ella ensayar sola, estas novedades.

-¿Contra la autoridad del monarca?

En las pupilas profundas del blandengue lució, un destello, tan rápido como imperceptible, al oír esta pregunta. Su rostro permaneció inalterable, cual si no hubiera golpeado a su cerebro alguna convicción atrevida, de esas que dejan caer visiblemente en otros semblantes el velo de la cautela y el disimulo; y, dijo, calmoso, mirando de soslayo indiferente:

-Esto matará al rey.

La frase hizo efecto. El padre guardián y el capitán Pacheco, quedáronse en silencio por algunos momentos.

-¡Imposible! -exclamó al fin Fray Francisco, moviendo a uno y otro lado con energía la cabeza.

-¡Habría antes que abatir las murallas! -observó Pacheco, fijando sus ojos de mirar fuerte en el oficial.

-La España no puede suicidarse. La Junta solo está llamada a salvar su decoro, y cesará cuando se arroje al francés. Esta es obra de poco tiempo para el heroísmo. ¿Cómo creer, por otra parte, que pueda echar raíces una institución efímera?

-Y, sin clavar los cañones ¿quién arría la bandera? prosiguió el capitán, concluyendo su anterior pensamiento.

-El conflicto estriba en esto -dijo Fray Francisco-, ¿aceptará la junta Suprema nuestra solución? Del virrey no hay que esperar aquiescencia, y me temo mucho que ardamos en familia, sino viene Dios en auxilio. Tratándose de hermanos y de intereses idénticos, esta rivalidad me recuerda una leyenda de la edad media. Ella cuenta que en cierta orden de frailes, suscitose una disputa agria y enconada acerca de la forma de hábito que debería adoptarse por los individuos de la comunidad. Unos deseaban y proponían, que la capucha terminase en punta; otros, que la capucha concluyera en forma de media naranja. La disputa siguió agriándose y tomó creces, hasta que sobrevino la brega y se echó mano a las armas. Por días y meses y aún años, la sangre corrió en abundancia; pero, como la cólera al fin se aplaca y los brazos se fatigan, arribaron al siguiente avenimiento: -que unos llevarían la capucha de media naranja, y los otros... la capucha puntiaguda, ¡en buena paz de Dios!

-Algo peor ha de suceder, padre guardián -repuso Pacheco, que era soldado rudo.

-¿Aun cediendo a uno de los beligerantes ad perpetuam, la capucha puntiaguda?

-Con todo -respondió el teniente de Blandengues, que hasta entonces había permanecido callado. A primera vista, cae el cuento bien al caso, como un hábito, padre; pero, allá en la otra orilla donde son más fuertes, falta saber si no aprovechan mejor estas cosas...

-Por cierto -arguyó el capitán Pacheco, abriendo bien sus ojos ante aquel raciocinio. El padre guardián ha olvidado discurrir sobre eso.

-La desavenencia tiene que ser momentánea.

-No -dijo Pacheco con voz atronadora- después de un divorcio por sevicia, ¡sólo Lucifer receta matrimonio!

Sonriose el teniente, y mostró su blanca dentadura el fraile, en risa franca y jovial.

-En ese instante, la cabeza encapuchada del hermano refitolero asomó en la puerta, y oyosele decir con voz ronca:

-Empieza a caer niebla, y el refectorio aguarda.

-Entremos -dijo Fray Francisco, con solicitud afectuosa.

Dejose oír el tañido de una campana.

El teniente movió negativamente la cabeza, dio las gracias de una manera afable, y fuese, después de un cordial saludo.

Deseos tuvo el padre guardián de retenerle; pero, algún escrúpulo, de que él mismo no se daba cuenta, lo contuvo.

El capitán Pacheco investigó su semblante.

Fray Francisco con la mano en la barba, permanecía inmóvil y pensativo, siguiendo con la vista al oficial de Blandengues, que se hundía en la niebla.

Empezaba a oscurecer.

-¡Misterioso y suspicaz! -exclamó de pronto. ¡Extraño temple!

-Lo conozco bien -dijo Pacheco con aire concienzudo-, como le conoce la campaña toda. Del año noventa, al noventa y seis, cuando él era mancebo, hizo salir bastantes veces en vano mi espadón de la vaina. Del noventa y siete a acá, todo ha cambiado y valen sus títulos...

-Se educó en este convento -susurró el fraile interrumpiéndolo, siempre con su gesto caviloso. Dicen que hay austeridad en su vida.

-¡Una cosa afirmo yo, sin ofender a nadie! Añadió el capitán con entonación de brusca franqueza.

-¿Y, es?

-Que no bebe, ni juega.

-Verdad que son raras virtudes... No lo parece, pero es altivo.

-Como un tronco. Hay que cortarlo, para bajarle la copa.

Fray Francisco Carballo vio perderse en la sombra la figura del blandengue, en aquel momento más melancólico y atrayente al desvanecerse poco a poco como un fantasma ante sus ojos allá en el fondo de la bruma; y volviéndose de súbito con rapidez, lo mismo que el que sale de un abismamiento mental, cogió el brazo al capitán don Jorge Pacheco, y se hizo preceder. Entrose él detrás, murmurando a modo de rezo secreto:

-¡Esto matará al rey!

Pacheco detúvose en la oscuridad del pórtico, diciendo con voz recia:

-No entro, ¡si es hora del rosario!

-No es eso, capitán... Me hace hablar sólo un peón entrado en dama que no dejó parar pieza en tablero, anoche en una partida de ajedrez con Fray Joaquín Pose...

-Sólo conozco el movimiento del caballo, y si no, ¡que lo diga el teniente de Blandengues!

-Así es, capitán... Se explica de esa manera el centauro... ¡y el caudillo!

Estas últimas palabras expiraron en los labios de Fray Francisco como fórmula de un pensamiento negro que se agitaba bajo su cráneo, informe y grotesco, con la tenacidad de la sospecha grave que se acerca al grado de certidumbre.