Ismael/III

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III

Una hora después, concluido un ligero rezo, y ya de sobremesa, el padre guardián pidió al capitán Pacheco que invitase para el siguiente día al oficial del cuerpo veterano de Blandengues, pues le sería muy agradable su compañía.

-Imposible -contestó el capitán.

Al despuntar la aurora se marcha al valle del Aiguá.

-¿No se hizo para él la fatiga?

-¡Quiá! Echado hacia adelante en la montura, al trote firme, ha visto cien veces amanecer. Quince años hace, vi un día detrás de él ponerse el sol, y siendo yo jinete duro, me detuve y mandé acampar... Pues lo tuve encima a media noche, y de él me salvó la sombra, hasta que me enseñó el rumbo el lucero del alba.

-Duerme sobre estribos.

-No sé si duerme, padre; pero si lo hace, será con los ojos abiertos. Primero que él ha de caer el caballo. Una vez corriose en noventa horas la frontera, volvió sobre sus pasos con increíble rapidez para engañar la tropa portuguesa que le salía al frente, y en su segunda contramarcha de flanco al venir el día a orillas de una laguna, cayó sobre Juca Ferro como un condenado, acosándolo a lanza hasta tierra extranjera.

-Esa vida tan activa y azarosa, se explica solo en un organismo de hierro, capitán.

-¡Muy distinta a ésta tan sosegada, por cierto! -exclamó Pacheco lanzando una carcajada homérica-. El blandengue ese parece de metal, y basta a su sustento agua y carne asada con ceniza por sal, cuando se mueve con sus hombres en misión de vigilancia.

Quince o dieciséis años atrás, las partidas tranquilizadoras no dormían tranquilas, aunque fuera su principal objeto, que todos hicieran lo mismo... Lo cierto es, padre, que en la guerra, el que cierra los dos ojos queda dos veces a oscuras comúnmente, porque a enemigo dormido, moharra en las entrañas.

-¡Qué enormidad!

-Hay que hacerlo, padre, antes que otros le apliquen a uno la receta de despertar sin sentirlo en otro mundo. La disciplina traba un poco, pero todos hacen lo mismo...

-¡Es sanguinario y cruel! El derecho de gentes prescribe lo humano, y la misericordia, el temor de Dios...

-No entiendo de tologías. El rosario está bueno sólo en la cruz del espadón.

Siguiose a este diálogo animado y curioso entre el soldado y, el fraile, un ligero instante de silencio.

Algunos conventuales cruzaban por el refectorio hacia el patio, callados, a paso lento, con sus capuchas caídas y la vista baja -en desfile de sombras grises. Del interior del monasterio llegaban ecos de cánticos monótonos, a veces confundidos con las voces vibrantes de la campana del corredor. En los semblantes de los frailes mustios y graves en apariencia, podían notarse sin embargo reflejos de las impresiones del día, como si las cosas mundanas lejos de serles indiferentes, hubieran sido objeto y tema preferido de sus pláticas y controversias secretas en el fondo de las celdas. Solían mirarse unos a otros, detenerse y hablarse por encima del hombro, para seguir vagando entre la semi-oscuridad de los claustros sin ruido alguno al roce de sus sandalias. Otros, encontrábanse de pie, apoyados en el muro, inmóviles y meditabundos; los menos, distinguíanse en la penumbra de los extremos, encogidos en sus asientos, como absortos en la oración mental.

-¿No le parece a V. capitán Pacheco, -preguntó de súbito Fray Francisco- que el teniente de blandengues, nuestro conocido, tiene algo de raro?

El capitán le miró, y recogiose en breve meditación, como quién tiene mucho que decir, y elige con su mente a solas.

Luego, encogiose de hombros, y respondió con cierta displicencia:

-¡Padre, nadie sabe cómo tiene el alma nadie!

-También es verdad -murmuró el fraile con los ojos fijos en el suelo, y las dos manos cruzadas sobre el pecho.

Otro, que estaba sentado en el extremo más próximo del refectorio jugando con el cordón que llevaba a la cintura, sonriose con aire de malicia al oír la respuesta de Pacheco.

Ese hermano se distinguía en la vida conventual por su seriedad, cultura y circunspección; por lo que, apercibido de su gesto, apresurose a decir el padre guardián:

-Algo preocupa a Fray Benito.

-No así, hermano -contestó muy suavemente el nombrado, que era un hombre de buenas facciones, ojos inteligentes y frente serena-. Apreciaba la ocurrencia del capitán como una idea feliz.

Restregose las manos Pacheco, riendo con fruición y la franqueza propia del soldado, las piernas tendidas a lo largo y la cabeza echada hacia atrás en el respaldo del sillón de baqueta.

-Sí... feliz -susurró Fray Francisco meditabundo.

-Cuántos hombres y cuántos acontecimientos -pensaba tal vez Fray Benito- habrán sido juzgados y condenados en la historia sin examen previo y crítica sesuda de las causas determinantes, tanto de los actos personales como de los hechos colectivos. Difícil fuera desvanecer un cúmulo de errores, una vez viciada la fuente de la verdad. Tratándose de personajes aislados, con mayor razón de ellos queda comúnmente un retrato de la máscara exterior, antes que de la fisonomía interna; vale decir: las variantes de su ingenio, no el secreto del problema de su vida.

Y esto arguyendo a solas, siguió jugando con el cordón.

El padre guardián apoyó tosiendo, su barba en la mano, y púsose a mirar el techo.

Pasaron algunos minutos de recogimiento, en que ambos frailes parecían hacer oraciones, antes que cálculos sobre las cosas profanas. -El capitán solía mirarlos al rostro, callado y seco.

De pronto, Fray Benito aventuró esta frase:

-Respecto a los sucesos de estas horas, mucho habría que decir sobre las responsabilidades.

-Con arreglo a ese criterio -preguntó el padre guardián con voz grave-, ¿qué llegará a opinar la Audiencia, sobre nuestra junta?

-Quizás piense que es precedente peligroso...

Al decir esto Fray Benito, partía de la creencia de que, la junta de Sevilla no importaba en el orden político más que un accidente de circunstancias, una improvisación surgida del conflicto, insólita y ficticia; la monarquía subsistía aún sin el rey, y lo que allá podía aparecer necesario, tolerable o fatal, aquí era sencillamente sedicioso. La autoridad del monarca, aunque el monarca no reinase, no había sido menoscabada en las colonias regidas por virreyes, y libres hasta entonces de la agresión de Bonaparte. La creación pues, de una junta, concebible en la metrópoli, iba aquí de golpe contra la regla del hábito y despertaba instintos que no existían en España... Era una novedad que podía herir de muerte a la costumbre, lo mismo que cambiaría las reglas conventuales, cualquier reforma que tendiese a relajar la disciplina y destruir la unidad de conducta.

-Creo -argüía el fraile- que la Audiencia desapruebe este paso; el cual si no da hoy preeminencia al todo sobre la parte, puesto que la Junta es presidida por el gobernador, puede ser mañana el principio de un desorden difícil de dominar en sus efectos ulteriores.

-Eso mismo quería decir el teniente, -observó el capitán Pacheco mirando a Fray Francisco con aire muy significativo y serio.

Este volviose hacia Fray Benito con alguna agitación en el ánimo y dijo:

-El monarca subsiste.

-Pero no gobierna. Heredarlo, es tentativa ardua y grave.

-No veo claro el peligro, hermano.

-Así sucede en toda enfermedad que empieza, padre guardián. Los síntomas no siempre son ciertos, ni la gravedad trasciende de súbito. La obra del tiempo es la temible. Los que nos hemos educado en este convento podemos y debemos ver más claro que los demás, que sólo saben lo poco que les hemos enseñado. En cambio ellos, han hecho ganar a los instintos naturales, lo que nosotros a nuestra humilde inteligencia. De ahí que ellos constituyan el nervio de la acción, y lleguen acaso a ser como grandes olas desbordadas en un día de tormenta.

-¡Lejano ha de estar!

-¿Quién lo sabe? ¡Dénse a las muchedumbres cabezas que dirijan, y líbrenos el Señor de la marea!

-Hay rocas más fuertes que las olas.

Fray Benito volvió a sonreírse.

-La marca humana no tiene orillas, -murmuró suavemente.