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Ismael/XLI

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XLI

Aquel cadáver era el de Sinfora, en efecto. Un proyectil le había entrado por el seno derecho rompiéndole una vértebra dorsal a su salida; y en el extremo de su mamaria inflada y fecunda asomaban algunas gotas de jugo lechoso casi mezcladas con el cuajarón sanguinolento.

¿A qué circunstancias se debía la presencia de Sinforosa en el combate, y cómo había conseguido ella incorporarse a la hueste después del suceso en el montecillo de arrayanes?

Es lo que pasamos a explicar.

Quince días habían trascurrido, desde aquel en que el escuadrón de Balta se moviera de las alturas del Arroyo Grande, en busca de su cohesión con la milicia de Manuel Artigas, cuyo movimiento en Casupá y Santa Lucía llegó a noticia de Vargas en la tarde a que hacemos referencia.

Antes de caer el sol de ese día ardiente, las pobres mujeres del rancho a que se había acercado Casimiro se hicieron cargo de Sinfora y de su hijo, acomodándola en una cocina de paredes negras y techo de paja agujereado por las goteras.

Sinfora halló todo muy bien, y pareció conformarse durante unos días con esa vida de reposo, tratando a su «cachorro» con el desapego propio de su espíritu bravío. Una de aquellas mujeres, que acababa de perder su «angelito», miraba con estupor el desabrimiento de Sinforosa, y solía dar su pecho al vástago de Casimiro cuando la madre se obstinaba en no complacerlo.

Una mañana pasaron por allí tres gauchos, y pidieron permiso para asar un costillar que traían, en la cocina.

Después que merendaron, Sinfora oyó que uno de ellos hablaba de Balta, añadiendo que buscaban incorporarse a su fuerza, lo que sería posible de allí a dos días. -Ella fuese a ensillar en silencio su caballo, que apartó del corral en que estaba encerrada una pequeña manada de yeguas; y regresando al rancho, dijo a los gauchos que se ponía en marcha también, porque en el escuadrón de Balta iba «su hombre», que era el clarín Camero-. Los hombres melenudos riéronse con sorna, y aceptaron la compañía. Sinfora enastó entonces en una caña una hoja de tijera de esquilar, que con otros trebejos estaba arrumbada en un rincón de la cocina, ciñéndola fuertemente con largos tientos de piel vacuna. Los gauchos, que vieron esto, miráronse unos a otros con aire serio, y a la china hombruna con cierto respeto. Encargó ella su indiecito a la mujer que solía lactarlo, -que Dios se lo tendría en cuenta-; y antes que el sol quemase, desapareció del sitio con la gente vagabunda.

A los tres días de marcha, el grupo tropezó con la hueste de Manuel Artigas, que venía a trote y galope al ruido del escopeteo y del cañón en San José, y siguiendo su retaguardia, a lo lejos, penetraron por la noche a altas horas en la línea del asedio.

Era la intención de Sinfora «pelear» rudamente a Camero; pero, en las cortas horas que promediaron entre su llegada y el ataque, no tuvo ella ocasión de ponerse encima de «su hombre».

Pasose al escuadrón de Balta al rayar el día, y desde la sexta fila vio a Camero a la cabeza, y cómo le maltrataban las «gruñidoras», hasta romperle la trompa en su trompa misma. Y cuando, antes que eso ocurriera, el cambujo tocó a degüello y se lanzó luego al cerco por delante del escuadrón bramando de coraje, Sinfora prorrumpió en un alarido y se abrió paso entre los escalones en desorden en el amago de carga, atropellando caballos y jinetes, hasta ir a estrellarse en las cadenas del cerco que ella no vio por el humo de la pólvora.

Ahora, estaba allí muerta en buena lid, como había caído el brillante y culto oficial Manuel Artigas; arrastrada por la pasión del valor, con su camisa hecha hilachas y el chiripá lleno de abrojos, polvorientas las greñas y destrozado el pecho, casi al pie mismo del cañón enemigo. Era ella como la imagen de la casta intermedia, ¡el tipo del elemento crudo que ungía con el sacrificio heroico la existencia nueva que se abría a mejores destinos!

Camero seguía mirándola con su gesto de idiota.

Un jinete acercose al grupo, clavó su lanza en tierra y desmontose rápido. Quedose contemplando un instante el cuerpo de Sinfora cuyas ropas acomodó con aire compasivo; y mordiendo el barboquejo como para reprimir un sentimiento de pena, exclamó enérgico:

-¡Ai júna chína brava!

Aquel miliciano, era Aldama, el aparcero de Ismael.

El clarín alzó la cabeza con su colgajo sangriento sobre los ojos, los que clavó en el recién llegado; y púsose de pie, sin decir palabra.

Después, volvió a dirigir aquellos al cadáver.

Sinfora tenía atada a la cintura una calabaza larga y angosta, a modo de cantimplora, llena de «caña» fuerte.

Aldama se desprendió el pañuelo del cuello, y se lo ciñó bien en la frente al cambujo, diciendo:

-¡Más de alma jué el trompa!

Camero dejó hacer. Aldama se inclinó enseguida, desprendiendo la calabaza de la cintura de la muerta. Echose luego en la palma de la mano un poco del líquido alcohólico, y humedeció con él el vendaje, por encima.

Tosió un poco, se empinó el pico de la calabaza y saboreó el trago con alguna carraspera, murmurando:

-Pobre Sinfora, era güena mujer.

Camero tomó la bota de mate y contemplola triste.

Pasose la manga por los ojos, y volviendo la espalda -sin duda para que no le viesen aquellos de Sinfora, pequeños y antes tan vivarachos como los del coatí- volcó a su vez la calabaza en su boca; y, aún cuando parecieron arder sus encías lastimadas al contacto de la «caña», la gorgoratada fue completa sin burbujear ni un momento.