Ismael/XLII
XLII
Días después de estos sucesos, de la milicia de Manuel Francisco Artigas que a trote firme devoraba las distancias una mañana de mayo, a una orden de su hermano en marcha sobre la columna del capitán de fragata D. José de Posadas, desprendiose a la altura de Pando un jinete armado de lanza y sable que con el sombrero en la nuca batido por el viento y bajo una lluvia menuda, tomaba luego a gran galope el rumbo de la calera de Zúñiga, sobre el Santa Lucía.
Llevaba este jinete vendada la frente con un pañuelo, y parecía ocuparse poco de la inclemencia del tiempo, arrastrando su lanza de hierro retorcido en espiral y banderola, con el cuerpo echado sobre el cuello de su cabalgadura, como aquel que ha hecho un largo trayecto sin tregua alguna ni descanso.
Galopaba sin rodeos, cortando campos, y yéndose sin vacilar hacia los vados de los «cañadones» que rebasaban sus bordes engrosados por una lluvia de dos días consecutivos. Solía acompañarse en la marcha con alguna cántiga alegre y trunca; en tanto la tronada recia recorría la atmósfera y nuevos aguaceros deslizaban como una cascada de gotas por las haldas de su poncho de invierno.
Muy largo rato duró su carrera; y por fin fue a detenerse cerca de unos ranchos que aparecían solitarios a poca distancia del río, sin un signo que revelase en sus contornos la animación del trabajo. -Aquellas poblaciones eran las de la estancia de la viuda de Fuentes.
El jinete fuese aproximando al trote, con la vista fija en ciertos sitios como si ellos le recordaran sucesos imborrables.
Su observación se detuvo especialmente en tres cajones de difuntos que había encima de unas piedras del declive...
Ningún ser viviente se distinguía en los alrededores. El corral estaba desierto, y en la manguera no se revolvía la manada arisca. El ruido de los cascos de su caballo en la cuesta era lo único que interrumpía el silencio casi sepulcral que rodeaba aquellas viviendas envueltas en ese instante por el velo de nieblas, en que convertía las gotas de lluvia el sudeste.
Halló a su paso el miliciano una tahona y volvió riendas, parándose enfrente de su puerta baja y estrecha. Allí estuvo inmóvil algunos momentos, con la lanza hundida en tierra, el rostro apoyado en el astil, y la mirada torva clavada en el interior, cual si de él brotase algún eco misterioso que evocara en su memoria cosas de otro tiempo. Y, cuando ya iba a continuar su camino, enderezándose en el recado con un gesto de altivez ceñuda, un gran perro apareciose de pronto en el umbral, el que dando dos saltos al verle gruñó de contento, y quedose moviendo la cola con la cabeza erguida y el ojo alegre puesto en el jinete.
-¡Blandengue! -dijo él, como hablando consigo mismo.
Dejó caer enseguida la barba sobre el pecho, y encaminose al rancho paso a paso seguido del mastín, que a intervalos se alzaba hasta el estribo para olerle con aire concienzudo la bota de potro.
En la cocina, junto al fogón, muy encogidos y silenciosos, se encontraban un hombre viejo y una negra esclava, -únicos moradores al parecer de la estancia-: el antiguo domador Melchor, a quién los peones llamaban Tata-Melcho, y la cocinera Gertrudis, negra baja y obesa que andaba con las medias al garrón las pocas veces que las usaba, dormía sobre pellones, y era afecta a la carne de comadreja. Los gauchos la motejaban con el apodo de Garrapata.
Estos dos seres, huyendo del frío y de la lluvia, entreteníanse en asar y comer achuras de oveja, a la espera sin duda de que entrase en hervor el agua de una caldera para emprenderla con el mate hasta la entrada de la noche.
El jinete recostó la lanza en la pared, y echó pie a tierra. Sin demora desprendió el cinchón, separó de los bastos el «sobrepuesto», el cojinillo y las maletas, y arrojolos dentro sin largar la punta del cabestro. Puso luego manea al caballo, que dio los cuartos al viento y al agua; y él se entró en la cocina a grandes pasos mesurados y como al rimo del chis-chas del sable y las rodajas.
Tata-Melcho, sin moverse de su sitio, exclamó al verle entrar con aire de atontamiento:
-¡Esmaél!
-Güenas tardes -dijo éste, secándose el semblante con el dorso de la manga, y sacudiendo hacia atrás la mojada melena.
Sin esperar que le invitasen sentose derrengado, muy pálido cerca del fuego, a cuya viva llama aproximó las manos ateridas; y por mucho rato los tres guardaron silencio.
Blandengue, relamiéndose el hocico, había venido a echarse sobre sus patas traseras al lado de Ismael, y a treguas, movía su enorme cabeza sin dejar de mirar al gaucho con un aspecto arrogante.
Este comenzó a mirar de soslayo a la negra y al viejo domador; y después de tomar el mate cimarrón que le alargaba la primera, preguntó, sacudiendo una halda del chiripá empapado por la lluvia:
-¿Qué jué de Felisa?
Tata-Melcho lanzó su tos de viejo. La negra estirose con los dedos la pulpa de sus labios. Pero, ni uno ni otra respondieron palabra.
Ismael siguió sorbiendo el mate con apresuramiento, como para calentarse el estómago, hasta hacer sonar de un modo ruidoso la «bombilla». Devolvió en silencio el mate a Gertrudis, y enseguida se puso a picar con la daga un trozo de tabaco negro, deshaciendo los fragmentos en la palma de la mano.
Sacó luego del «cinto» un papel de hilo, doblado y comido en partes por la humedad, cortó una tira pequeña y envolvió en ella la picadura, haciendo un cigarrillo grueso. Escogió en el fogón un tronco con la punta hecha brasa, encendió despacio en él el cigarro, y al tirarlo entre la llama, miró esta vez fuerte al domador, diciendo recio:
-¡Decí Tata-Melcho!
El viejo habló entonces, y también Gertrudis.
Narraron a su manera en su parte sustancial, lo que nosotros pasamos a referir, acaecido en la estancia de Fuentes después de la ida de Aldama y de Velarde.
En esos meses de ausencia, según Tata-Melcho, las cosas habían ido como el diablo, que había mesturao su pezuña en el guiso, y amontonao osamentas en menos que se hace de un bagual sotreta y de un toro güey. Hasta el ganao se había ido campo ajuera, aparte de algún animal yeguarizo que de puro bellaco, antes «patea al juego que asujetarlo el mesmo diablo».