Ismael/XLIII

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XLIII

La puñalada en la tahona no llegó a ser fatal para Jorge. Aunque grave la herida que le infiriera Ismael, pudo más que el estrago del acero la crudeza de su organismo. Ocho días estuvo su vida en peligro; pero al fin la dolencia hizo crisis, y la terrible puñalada empezó a cicatrizar sin complicación de ningún género, dejándolo en condiciones de levantarse al cabo de un mes.

En este intervalo, Felisa se escondió en su rancho, no viéndosela sino raras veces.

La peonada tuvo materia de plática para muchos días con motivo del hecho sangriento, que se comentaba bajo todas formas y maneras, mezclándose siempre en el cuento interminable, los nombres de Esmael y Aldama. Los gauchitos del pago no perdonaban fácilmente a Velarde su buenaventura; y esta murmuración de «mangangáes», mordaz y enconosa, adquirió creces en la ausencia, afeándosele su acción con los colores más subidos.

Felisa no conversaba con nadie, ni parecía tomar interés en saber lo que se decía entre la mozada.

La morena no tenía ya en su semblante la expresión ladina de otros tiempos; ésta había sido reemplazada por una dureza de ceño, que se hacía más sombría, así que ella se alisaba ante un tosco espejuelo su pelo corto, antes tan abundante y hermoso. Contraía sus labios, en esos momentos, una sonrisa amarga, nublaba su lacrimal alguna gota hervida en la rabia, que nunca llegaba a caer, y concluía por sentarse en una banqueta casi al nivel del suelo con los codos apoyados en las rodillas y el rostro en las manos, cavilosa y huraña.

A ocasiones, maquinalmente, asomábase al ventanillo para mirar a la tahona; y, apercibida de esto, apartábase de allí con los ojos muy abiertos y la boca apretada.

También solía canturrear alguno de los aires que había oído a Ismael, con su voz ronquilla, sin conciencia de lo que hacía; y, callaba de súbito, para quedarse taciturna.

Tata-Melcho la encontraba niervosa desde que se fue el gauchito de los rulos.

La abuela, a partir de la noche del lance en la tahona, se había puesto lela, y caminaba hacia su fin en medio de un atontamiento profundo, sin ráfagas ni arranques de cariño. No comprendía nada de lo que ocurría a su alrededor; en sus ojos de córnea nublada y enrojecida rara vez brillaba un destello que revelase una sensación cualquiera. A su esqueleto deshecho bastaba un soplo para tumbarle, y esa oportunidad debía sobrevenir muy pronto.

Felisa llegó a experimentar algo semejante al pavor, cuando supo que Almagro había dejado la cama.

Luego, el pulso de Maél, como llamaba ella a su amante, no estuvo firme la noche que la enlucernó; pues que el mayordomo se levantaba como de la tierra que debía comerle los ojos, después de haber caído con el pecho abierto y revolcádose en un charco de sangre lo mismo que un gorrino en la enramada.

Ahora que su abuela se moría, él se ponía enlozanado en la convalescencia, aprestándose tal vez para pasarlo sólo con ella...

Estas cavilaciones concluían por agobiarla, por enflaquecer su cuerpo y concentrarla en una tristeza selvática, de sensación dolorosa y aguda. Debajo de sus ojos negros con cejas y pestañas de terciopelo, las manchas oscuras eran mayores; el retraimiento hundía sus carnes en alianza con el escozor de la pena, del anhelo y del despecho; pero nunca se quejaba.

Algunas veces hablaba con Gertrudis, la negra semi-bozal y gruñidora; y en una de estas oportunidades, después de ver cómo se consumía la abuela en su sillón de baqueta sin abrir jamás la boca, preguntó a la negra con acento bajo y desolado, si no había visto a Maél galopando por la loma. Gertrudis contestó que no.

Felisa fuese tropezando, y por tercera o cuarta vez la ahogó un ímpetu rabioso.

Almagro, ya restablecido, entrose una mañana en el rancho de la viuda.

Felisa le sintió, sin levantar la vista del suelo. Condoliose él del estado de la tía y mostrose atento con su prima, sin avanzar una palabra acerca de los hechos acaecidos, y ni aún sobre su propia enfermedad. Pocos momentos duró su visita, y al retirarse no manifestaba en su cara disgusto alguno.

De allí en adelante, siempre venía.

Felisa contestaba sus frases con monosílabos, sin perder el ceño duro que había robado la gracia a sus facciones, ni la terquedad y, soberbia nativa que respiraba todo su ser. Jorge no parecía hacer alto en esto; pero al irse, tenía una mirada penetrante y sondadora en la vieja viuda, cuya vida seguía extinguiéndose a prisa por anemia, al igual del candil que alumbraba la triste estancia.

La criolla comprendía la intención y callaba.

Seis días después murió la viuda de Fuentes en el asiento favorito en que se pasaba inmóvil largas horas.

Felisa, ante el cadáver, sintió el vacío y lloró, ocurriéndosele en ese instante pensar otra vez en lo que sería de ella ahora que se quedaba sola. Después pareció conformarse, y hasta consintió que Jorge se avanzase un poco.

El cajón que encerraba el cuerpo de la abuela fue puesto sobre las grandes piedras que había en el declive de la loma, según era de uso entre la gente del campo. Los cementerios estaban en las cimas o en las ramas altas, como los nidos de los cuervos.

En varios días Almagro no apareció por el rancho, y Felisa no pudo menos de extrañar esta conducta del mayordomo. En medio de su aburrimiento, llegó hasta creer que podía quererlo; pero cuando se acordaba que le había cortado la trenza, que era feo y que tenía un olor fuerte de carne de peludo cuando soplaba por las narices, hacía un gesto de asco y le venía a la memoria la carita con pocos pelos, blanca y sin arrugas de Maél.

Por otra parte, su primo no sabía enardecerla, y lo que buscaba era quedarse con sus ganados y sus ranchos. Si viniese Maél, ella estaría contenta y se iría en ancas, dejándoselo todo para que se hartase el «godo» a su gusto. El gauchito era «su hombre» y sabía encariñarla sin hablar mucho, chúcaro como era, con su boca de guinda y sus ojazos tristes. En otro pago vivirían bien, lejos del «muermoso» que andaba siempre gruñendo, pellizcándola en los brazos y las piernas con sus uñas «mochas» de zorro viejo.

Transcurridos esos días, Felisa salió algunas veces del rancho, anduvo por el campo, la enramada y la tahona, y echó de menos a Blandengue; el que según informes de Tata Melcho se había huido de la estancia dende que Esmaél se desgració.

Allí próximo a un palenque, el hijo de Tata Melcho, que desde chico había probado entender el oficio como cosa de herencia, domaba un «doradillo» morrudo, de mucha crin y cabeza fina; y aunque el espectáculo era demasiado visto sin mayores atractivos para la gente campera, el domador tenía su círculo de espectadores.

Felisa se puso a mirar al muchacho, que seguía muy tieso en los lomos los movimientos y sacudidas del potro, hincándole a intervalos entre los brazuelos los pinchos de sus grandes «nazarenas», y levantándolo con el escozor del suelo a rápidos saltos y corvetas.

Se amansaba aquel potro para el mayordomo, y él estaba también allí observando la maniobra.

El animal anduvo recorriendo largos trechos con la cabeza metida entre las piernas, y vino a pararse tembloroso y resollante junto al palenque, la mirada todavía encendida, espumosa la boca y goteando sudor del lomo al bazo. Las domadoras no hacían ya impresión en sus ijares ensangrentados, pero se obstinaba en tascar el bocado con furia.

Su jinete probó entonces hincarlo de nuevo entre los brazuelos, y alargando las piernas, sentó con fuerza los armados zancajos en esa parte sensible.

El «doradillo» se encabritó y lanzó algunos corcovos, sin separarse muchas varas del palenque; y después vino al sitio a pasos irregulares y vacilantes, para quedarse de nuevo quieto.

Almagro había notado algún interés por el padrillo en Felisa; y, aproximándose, díjola que aquel lindo potro era para ella.

-Cuando hayas de montarlo -agregó el español, estará ya como badana.

Nada contestó la criolla; y encogiéndose de hombros con aire despreciativo, diose vuelta y se fue.

Todos vieron esto.

Jorge se sintió profundamente herido; y deseando descargar en alguno su rabia dio un terrible rebencazo a un mastín que había venido hasta allí refregándose en los pastos el hocico, bañado por el licor acre y pestilente de un zorrino, con el cual acababa sin duda de mantener combate en campo abierto.

Después de esto, la criolla volvió a su ceño adusto y a su aire desconfiado.

El instinto la ponía suspicaz; antes de echarse en su cama a primeras horas de la noche, cerraba bien la puerta. Allí sobre el colchón se sentía miedosa; no se atrevía a apagar el candil que ardía delante de la grosera estampa de una virgen que llevaba en los brazos un niño Jesús. El chisporroteo de la mecha, las paredes negras, los pequeños ruidos de adentro la hacían incorporarse a cada rato; y cuando venían de afuera, al tropel lejano de las yeguas, al son de algún cencerro o al ladrido de los mastines, enderezaba la cabeza y ponía el oído, esperando que alguna buena bruja encaminase por allí, pues que era su querencia, al bayo de Maél.

Cuando se extinguía la mecha, veía en la sombra a la pobre agüela con sus ojos opacos y la peluca ladeada, y detrás la cabeza de Almagro, mirándola por encima del hombro con sus ojos de luz verdosa de gato montés. Espantábasele el sueño.

La claridad del día le devolvía el reposo.

Una de esas madrugadas abrió el ventanillo con fuerza, y tendió la mirada ansiosa por los cardizales y las cuchillas en la esperanza de columbrar en el fondo de las lomas la figura de un gaucho vagabundo moviéndose al galope con el chambergo sobre la oreja y la mano apoyada en el rebenque de puntal en la encimera.

Alguno llegó a distinguir, pero ninguno era el que ella quería.

En cambio vio entrar a Blandengue en la enramada donde se echó, todo lleno de barro y con la lengua de fuera. La criolla tuvo un arranque de alegría y llegó a acordarse que el mastín de sujetar toros, rondaba por la tahona la noche aquella... y, que después no lo volvió a ver más.

¿No habría seguido a Maél y Aldama?

La suposición era exacta, como sabemos; pero lo que Felisa ignoraba era que Blandengue se había apartado de los fugitivos en uno de los días de marcha, y que este extravío se debía a un encuentro con una banda de perros cimarrones, a los que se reunió acosado por el hambre y en cuya compañía se mantuvo por largo tiempo, hasta que husmeó la querencia.

La criolla hízole señas, sin obtener que Blandengue, rendido por el cansancio, se moviera de su sitio.

Retirose del ventanillo con enfado. Ya no estaba él allí, como cuando la salvó del toro.

Esa misma mañana vino Jorge, y dirigiola algunas palabras, sentándose a horcajadas en un banquillo cerca de ella, que estaba de pie, dándole el perfil.

Alguna conformidad observó sin duda en sus respuestas, porque al irse se atrevió a agarrarla de la mano y de la cintura, perdiendo toda paciencia.

Felisa se arrancó despacio, en silencio y se fue al patio.

Púsose Jorge trémulo de ira.

-¡Al «otro» lo dejaste, deslavada! -dijo-. Yo te he de bajar el copete.

Y, haciendo un gesto de amenaza, salió detrás de ella, para irse a sus faenas.

La criolla se encogió de hombros y torciole la vista con frío desdén. Luego que él estuvo lejos, respiró fuerte, murmurando:

-¡Potroso!

No habían pasado muchas horas, cuando Almagro volvió a entrar en el rancho aprisa.

La criolla tenía el mate en la mano y se dirigía en ese momento a la puerta. Jorge la agarró de un brazo con sus dedos de hierro, bien encajados en las carnes, y la atrajo con aire colérico; el mate cayó al suelo; y siguiose una lucha sorda, callados y jadeantes los dos.

El cuerpo de la criolla fue una y otra vez levantado como una paja, para caer luego sobre sus pies a plomo, obluctando con energía. En cierto instante ella bajó la cabeza y mordió a Jorge en la mano, zafándose de sus brazos brutales y escurriéndose afuera.

Tata Melcho que por allí andaba, pudo ver como el mayordomo saltó detrás lo mesmo qui un gato, y le hincó las uñas, arrastrándola de nuevo al interior del rancho. Cuando salió Almagro lleno de furia, el domador vio que la moza lloraba sentada en el suelo, con la cara entre las manos.