Ismael/XLIX

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XLIX

Este «exceso de energía» del movimiento, no previsto ni susceptible de ser dominado, asignaba por la fuerza misma de las cosas un sitio de preferencia en la escena a la prepotencia personal.

Del pago salió la partida, con su teniente; y de todos los pagos surgió la hueste, con el caudillo. El país quedó así resumido en un guarismo imponente, una unidad de voluntades dóciles a su vez a la inspiración de uno sólo: -todas las resistencias locales rindiéndose al prestigio del renombre, todas las desobediencias activas identificándose al fin en el solo sentimiento de la independencia individual- como un haz de dardos enconados bajo una mano de hierro, que al ser distribuidos en el combate a impulso de los resabios de herencia, tenían fatalmente que producir la más sangrienta crisis purgadora.

La tierra de Artigas, donde existían murallas de granito erizadas de cañones, era precisamente uno de los teatros destinados a esas peleas crudas y a esas explosiones casi atávicas que un sistema de fuerza prepara y fomenta por la misma severidad de su rigor.

El aislamiento en que se había dejado la extensa campaña del territorio, al punto de que la acción de la autoridad llegó a ser nula en absoluto hasta que Artigas echó sobre sí a fines del pasado siglo, la ardua tarea de limpiar inexorable las comarcas, contribuyó a formar en el ánimo de la gente agreste la convicción firme de que los campos solitarios, con sus ríos y selvas, montañas, valles y rancherías era suelo de tupamaros y no de godos.

El mismo idioma se desfiguró en boca de los criollos.

Las diferencias morales y sociales se hicieron profundas, y bajo el influjo de estas circunstancias, reagravadas por el sistema político- administrativo de absorción y monopolio exclusivo, el espíritu de pago y de independencia individual tomó creces, mirándose con odio todo lo que se encerraba dentro de los muros y bastiones del famoso Real de San Felipe.

La autoridad de un hombre, era la única que se había hecho sentir con vigor en las campañas cuando ellas sufrían las consecuencias del abandono a que las condenaran las estrechas prácticas del régimen; y ese hombre, era precisamente la personalidad típica o sea el caudillo que la pasión local adhería a sus intereses de distrito como un apoyo fuerte, sostén y valimiento de todos los egoísmos parciales, cuya resultante tenía que ser la autonomía provincial propia o la soberanía independiente.

Los principios de un orden moral, y aún político elevado, no influían directamente en los espíritus, extraños como lo eran estos a los planes preconcebidos de un núcleo determinado de hombres inteligentes; las propensiones ingénitas a la emancipación y a la vida libre, sólo quedaron de relieve cuando las entidades fuertes surgidas del seno de la misma muchedumbre las encarnaron y prohijaron, llevando a ellos la convicción de que la «autonomía del pago» quedaría afianzada por su propia cohesión con el movimiento.

Así, para todos los criollos capaces de empuñar las armas, en el período histórico de que hablamos, en la personalidad de José Artigas de suya dominante, estaba la garantía del éxito; y, aún cuando bajo la presión dura e inflexible del viejo régimen hubiesen halagado ilusiones ardientes hacia el cambio de cosas, su persuasión era la de que sin un hombre de esas aptitudes en el teatro, que él solo podía entonces animar y transformar con su iniciativa de archi-caudillo, habría sido difícil la conmoción y el alzamiento de las campañas.

Cuando Artigas se presentó en Buenos Aires después de su disgusto con el Brigadier Muesas, gobernador de la Colonia, obtuvo una acogida benévola.

Frío y reservado por temperamento, duro y fuerte por carácter, aunque llevaba «el pelo de la dehesa», mereció una consideración que hacían exigible sus propios méritos. La junta lo apreció como el hombre de aptitudes necesarias para sublevar las campañas de su provincia. Él no hizo ruegos ni súplicas; sobrio en el decir, expuso sencillamente su objeto, y esperó, con esa firmeza propia del que ya se ha juzgado a sí mismo y adquirido la conciencia de su valer y su prestigio.

La junta lo aceptó y otorgole un ascenso en su carrera, sin disgustarse por la rigidez y la aspereza del nuevo héroe que se presentaba en la escena, y que bajo ese aspecto mismo denunciaba un hombre de iniciativa y de lucha.

Artigas regresó, y desde el campamento de Belgrano puso en juego sus recursos, robusteciendo moral y materialmente la iniciativa revolucionaria de Viera y Benavides.

Las campañas se alzaron en armas.

Aquella impasibilidad y conciencia de su valer de que había dado indicios en sus cortas relaciones con la junta, no se desmintió en el campo de Capilla Nueva: igual sobriedad de conceptos e idéntica perseverancia en los propósitos, sin un solo acto contradictorio que descubriese en su espíritu reconcentrado tendencias discrepantes, y desde luego de proyecciones distintas a las del ideal común, sin que esto importe decir que él cediese sólo a una ambición impersonal.

Aún con haberse presentado pues, con su corteza selvática a la junta, compuesta de hombres avizores y bastante sagaces para penetrar el espesor de esa corteza, asignósele así un puesto en el gran teatro valorándose sus alcances por su influjo sobre sus comprovincianos.

Él acreditó ese influjo.

Su presencia en el país difundió la confianza y levantó la fibra.

De ahí la espontaneidad en la acción y en la cohesión de esfuerzos por parte de sus tenientes, en el momento en que volvemos a encontrarlo en la escena al frente de una división de las tres armas, y en marcha hacia el enemigo.

El que hallamos de nuevo asumiendo una iniciativa vigorosa, es el mismo sujeto que en las primeras páginas de nuestro relato presentamos en el atrio del convento de San Francisco, cuando era simple teniente de blandengues, en cordial conversación sobre el cabildo abierto y la formación de junta, con el padre guardián y el capitán D. Jorge Pacheco.

La fría gravedad que él mantenía en sus discretos diálogos con los hombres de mérito, transformábase en simpático espíritu comunicativo cuando se dirigía al soldado y al miliciano, antes o después del combate.

La sobriedad de costumbres y la sencillez de hábitos privados chocaban a primera vista en este personaje agigantado por el prestigio, cuya juventud se había desenvuelto en los desiertos.

Era sin embargo, austero, y no alteró nunca esa educación que él mismo se diera, a pesar de su contacto casi continuo con los elementos crudos de aquel tiempo de reversiones y borrascas.

Con un espíritu superior, y apto a domeñar el enjambre bravío, Artigas era todo un caudillo.

No bebía, ni jugaba. Su alimento ordinario aún en medio de los azares de la existencia activa, era la carne asada, o el churrasco puesto en sazón en la ceniza ardiente.

Vestía traje sencillo; chaqueta y pantalón de paño fino, botas altas, poncho o capote en el invierno. La misma sencillez en el recado, de buena calidad, pero sin trena, ni lujo.

En este organismo, admirablemente dotado para sobrevivir a muchos de los hombres jóvenes de su tiempo, había vigor de cerebro e inteligencia lúcida -de esas que saben adónde van, en medio mismo del tumulto- astutas, sagaces, previsoras, y a las que sirve de apoyo consistente un carácter firme e indómito, propio para no perder la calma ante los excesos del desborde, y fundido para sobrellevar impasible el rigor de las derrotas.

Él mismo no era más que «un exceso de energía» del movimiento inicial revolucionario.

Había que aceptar tal como surgía a este «hijo del clima» o a esta encarnación típica de la sociabilidad hispano-colonial de cuya esencia fue el engendro; porqué, representante nato de todos los anhelos y aún de todas las soberbias de una masa poderosa, su inmixtión era fatal en los formidables sucesos de la época.

La revolución necesitaba desvanecer el gran peligro permanente del dominio español en Montevideo; o por lo menos aislarlo, sublevando las campañas y dirigiendo las muchedumbres armadas hacia esa plaza fuerte -que llegó a contener dentro de sus muros ciclópeos seis mil soldados, cuatrocientos oficiales, seiscientas piezas de artillería, un inmenso parque de pertrechos y cien embarcaciones en la rada.

Esa empresa, que parecía ardua, casi imposible al principio, por los sentimientos de lealtad al rey de que se suponía animados los espíritus en esta banda, fue acometida por el caudillo después de su incidente con el brigadier Muesas, con tan hábiles maniobras que en menos de cincuenta días, como hemos visto, propagose hasta la más lejana zona el fuego de la insurrección.