Ismael/XLVIII

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XLVIII

Mientras que sus bizarros tenientes tomaban en la forma que hemos visto la iniciativa de la acción sangrienta, por él dirigidos; y en tanto que Pedro José Viera con su milicia provista del armamento y municiones de que careciera al principio, sublevaba el distrito de Paysandú con el apoyo eficaz del capitán Bicudo, D. José Artigas, a quién la junta de Buenos Aires había conferido el grado de Teniente Coronel de Blandengues, y que desde muchos días atrás había pisado tierra en las Huérfanas, asumía el mando superior provisorio de todas las milicias de caballería organizadas al sur del Río Negro, de los blandengues y de las compañías de infantería del regimiento de patricios, que debían constituir con dos pequeñas piezas de campaña la base de su columna.

En los primeros días de Mayo el movimiento insurreccional llegó a su período álgido, y en las vastas comarcas entonces habitadas apenas por setenta mil almas, todos los hombres útiles vivían en los campamentos atraídos por el prestigio de la causa revolucionaria y agitados por la pasión local, que en rigor constituía el fondo de la desobediencia, y la fuente inagotable de las rebeldías heroicas; pues que, dividido ya el campo entre europeos y tupamaros, estos últimos negaban la existencia de todo vínculo social o político con sus antiguos dominadores, considerándose una familia distinta como si dijésemos, una entidad etnológica en pugna con la raza de la vieja colonia, y reclamaban para sí la posesión y tranquilo goce de las soledades en que se habían formado y desenvuelto sus instintos, que en verdad como tales, eran fuerzas más vivas y enérgicas que las ideas y por lo mismo de acción más rápida para demoler hasta en sus cimientos el edificio vetusto, sin dejar piedra sobre piedra.

El amor de la tierra virgen en la masa inculta, fue el punto de arranque de la conflagración. Sin este amor local o encariñamiento tenaz y fanático por el terrón, por el pago, por el distrito, por la provincia; sin este espíritu indomable de localismo que levantaba con viril denuedo a los imperfectos elementos de sociabilidad dispersos en el desierto, y los movía en la lucha sin amalgamarlos jamás con los extraños en un choque permanente de medios, intereses y fines, el movimiento inicial habría sufrido en esta banda serios contrastes, y aun habría sido sofocado al empuje de un poder incontrastable. Para esa grande idea inicial, eran fatalmente necesarias estas violentas pasiones. Incubada en los fondos misteriosos y desconocidos de la evolución natural que trastorna el orden de las cosas y eleva nuevas civilizaciones sobre las ruinas de las viejas o caducas, germinaba en un medium perfectamente preparado para un desborde de energía concentrada, pues que el terreno en tres siglos de abono colonial entrañaba el más fecundo semillero de conflictos.

El elemento culto de la revolución había gozado de las ventajas de los centros, del estudio sesudo en meditación fría y sosegada, y establecida la corriente de ideas entre los cerebros pensadores, como síntoma precursor de la lucha, fuese formando una serie de compensaciones a la vida de inercia; esa actividad laboriosa y secreta del espíritu neutralizaba la monotonía del hábito tradicional, y en proporción lo odioso del régimen no recaía tanto sobre la clase inteligente como sobre la masa sumisa, dócil al tributo vejatorio y a todas las fórmulas consagradas del sistema.

Este elemento culto, imbuido en la teoría, sin las previsiones de la experiencia, no tenía en cuenta los medios, ni la condición sociológica del conjunto.

La masa obedecía inconsciente, pues el hombre de la colonia era algo como el hombre-estatua de Condillac; la regla del servilismo lo inhabilitaba para el examen y la deliberación, sin dejar por eso de aparecer como el elemento activo e indispensable en la economía colonial.

En defecto de ideas definidas y de propósitos ocultos elevados, los instintos y las pasiones compelidas al retraimiento por la represión penal, ganaban en intensidad y fiereza lo que la baja sociedad perdía en cultura; y habíase acumulado de este modo en las clases ignorantes la mayor suma de egoísmos locales y de rencores profundos, materia explosiva que debía estallar al menor rozamiento, sea cual fuere la grandeza de la causa que las reuniese a la sombra de sus banderas.

Si es cierto que toda revolución política y social es un estallido de pasiones y un aborto prodigioso de ideas, suprimidas aquellas se quiebra la fibra y no se encauzan las últimas en la corriente del tiempo. Para que las aguas de los grandes ríos se presenten puras y tranquilas a la mitad de su curso natural y forzoso es que antes se estrellen en los peñascos al rodar por las vertientes, y que resbalen luego en revuelto y espumoso torbellino confundidas con la broza y el lodo de sus oscuros orígenes.

Co-existían en esta forma cerca el uno del otro, el elemento político pensador con sus privilegios y sus derechos a la iniciativa, medianamente preparado con nociones revolucionarias recogidas lejos de las academias y de la disciplina escolástica; y el instinto comprimido -«el fondo de amarguras siniestras»- formado lenta y paulatinamente debajo de la llaga social.

En esas condiciones morales y sociológicas, y antes que causas ocasionales provocaran el momento histórico de la sacudida del enjambre, a nadie era dado preveer la proyección y el alcance del impulso inicial traída a concurrencia forzosa e ineludible la masa irritada; tan cierto es que en las horas del conflicto solemne la soberanía del número acelera el movimiento, desnaturalizando el objetivo a mitad de la jornada o desgarrando la propia bandera en el tumulto, porque la colisión de elementos de una misma raza, el encuentro de los instintos indómitos con las ideas agrupadas en plan, rebeldes los unos a toda autoridad que no emane de la propia naturaleza que los engendra y conserva, reacias las otras a declinar una superioridad que las faculta para abrir y señalar rumbos, es un fenómeno moral propio de toda época de formación embrionaria.

Buenos Aires, relativamente a Lima y a Méjico, era la tercera ciudad. El virreinato fuera de no ser una forma de organización política permanente, era inmenso del punto de vista geográfico; demasiado, para que el principio de autoridad hiciera sentir hasta en los últimos extremos la acción directa y eficaz de su influencia, una vez rota la regla disciplinaria que sofocaba como dentro de una armadura de bronce los impulsos y pasiones nativas. No pudiendo pues, ella, por sí sola, a pesar de sus asombrosos esfuerzos domeñar el conjunto, porque carecía de medios suficientes para imponerse y constituir una hegemonía especial, la desmembración, por las extremidades al menos, tenía que sobrevenir de una manera inevitable.

El Uruguay, -con una ciudad fuerte de primer orden- el Paraguay y Bolivia, llegaron a confirmarlo.

No parece lógico, desde luego, buscar el origen de estos cambios en sucesos simples, en prepotencias aisladas o en hechos transitorios; la causa estaba en el sentimiento vigoroso del egoísmo local, como punto de arranque, y en las proporciones desmesuradas del armazón de la colonia, como base y teatro de acción.

Explícase así la doble tendencia divergente y convergente que más tarde presentó esta acción de las fuerzas vivas encontradas; sin dejar de chocar entre ellas, se revolverían siempre persiguiendo un propósito idéntico contra el enemigo común.

Como era natural, esas fuerzas libres de la traba de la disciplina y exaltadas por el sentimiento local debían agruparse en huestes formidables detrás de los hombres fuertes -de aquellos que eran capaces de encarnar sus propensiones colectivas, después de haber cautivado la misma fiereza de la masa con el encanto de las proezas personales y el «hechizo» del músculo, en las rudas vicisitudes de la vida del desierto.

La atmósfera estaba así preñada de gérmenes de descomposición e iba hacerse la ruina por doquiera para levantar sobre los despojos la obra de la vida moderna, en medio de combates que debían durar cerca de tres lustros, como aquellos de los cantos del Ariosto.

A la alteza del objetivo, uníase pues, la rudeza del medio.

La muchedumbre campesina, de fiera catadura, era capaz de poner miedos al ideal. Pero, bajo esa costra de una edad de piedra y detrás de esos instintos tenaces, bajo esa corteza tosca y melenuda que hacía de las milicias irregulares vigorosas semblanzas de las huestes de los Brenos, latía con la entraña una aspiración noble que debía devolver, después de cruentos sacrificios, su autonomía propia a una agrupación humana y su dignidad al hombre, aún cuando rompiese con la unidad del esfuerzo y escapase al gran centro absorbente con un reto de soberbia.

Esas multitudes, en todas partes, no se movían al principio por la conciencia clara y evidente de la verdad y del derecho, sino por la conciencia de la fuerza, adquirida por su intervención paulatina y progresiva en todos los sucesos, grandes y pequeños, que venían perturbando desde años atrás el equilibrio colonial.

Concíbense de este modo las sacudidas turbulentas de la masa, que al agitarse al ruido de las batallas que se libraban con suerte varia en las fronteras remotas del virreinato, surgía a la escena arrastrando todas sus miserias y desnudeces, a semejanza de esos anfibios poderosos, que al surgir en la superficie de las aguas traen consigo el limo del fondo, rebulléndose con estruendo en medio del cauce para enturbiarlo por algún tiempo.